Belinda Alexandra - La gardenia blanca de Shanghái

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En la pequeña ciudad china de Harbin, Anya Kozlova, una niña de trece años, vive rodeada del amor de sus padres, unos inmigrantes rusos que huyeron de su país tras la revolución bolchevique. Sin embargo, pocos meses antes del final de la segunda guerra mundial, su padre fallece en un trágico accidente y su madre, Alina, es deportada por las autoridades chinas a un campo de trabajo en Siberia. Sola, desesperada y sin ningún otro familiar al que recurrir, Anya se verá obligada a emigrar primero a Shanghái -una glamurosa ciudad en la que trabajará en la sala de fiestas más famosa del momento- para luego marcharse a la isla filipina de Tubabao, donde se encontrará con otros refugiados rusos, y, desde allí, preparar su posterior partida a la Australia de los años cincuenta, un país aún virgen y salvaje donde, tras muchos esfuerzos, logrará el éxito y reconocimiento personal. Testigo de una época dura, apasionante y decisiva en Europa y en el mundo, recorreremos con Anya continentes, países, paisajes y culturas, la veremos enamorarse, casarse y perderlo todo y asistiremos, también, a su lucha por responder a la única pregunta que da sentido a su vida, ¿qué le ocurrió a su madre?

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– Tengo una niñita en mi hogar, en Nagasaki, que tiene madre, pero no padre -dijo el general-. Y tú eres una niñita sin padre. Tengo que cuidarte.

Tras decir esto, se levantó, hizo una reverencia y abandonó la habitación, dejándonos a mi madre y a mí allí de pie, boquiabiertas y sin palabras.

Cada segundo martes del mes, el afilador pasaba por nuestra calle. Era un viejo ruso de rostro arrugado y ojos afligidos. No llevaba sombrero, por lo que se enrollaba la cabeza en trapos para mantenerla caliente. La rueda de afilar estaba unida por correas a un trineo tirado por dos pastores alemanes, y yo jugaba con los perros mientras mi madre y los vecinos se reunían a su alrededor para afilar cuchillos hachas. Uno de esos martes, Boris se acercó a mi madre y le susurró que uno de nuestros vecinos, Nikolái Botkin, había desaparecido. El semblante de mi madre se congeló por un instante antes de que le susurrara:

– ¿Los japoneses o los comunistas?

Boris se encogió de hombros.

– Precisamente, me lo encontré anteayer en la barbería del casco antiguo. Hablaba demasiado. Se jactaba de cómo los japoneses están perdiendo la guerra y simplemente nos lo están ocultando. Al día siguiente -explicó Boris, apretando el puño y abriéndolo bruscamente en el aire-, había desaparecido. Sin dejar rastro. Ese hombre tenía la boca demasiado grande como para serle útil. Nunca se sabe de qué lado están el resto de los clientes. Algunos rusos desean que los japoneses ganen.

En ese momento, se oyó un grito agudo, « Kazaaa! » , las puertas de nuestro garaje se abrieron de par en par y a través de ellas salió corriendo un hombre. Estaba desnudo, excepto por un pañuelo anudado en la parte baja de la frente. No me percaté de que era el general hasta que le vi lanzándose a la nieve y brincando de alegría. Boris trató de taparme los ojos, pero entre los huecos de sus dedos, me sorprendí al ver su arrugado apéndice colgándole entre las piernas.

Olga se golpeó las rodillas y profirió una serie de agudas carcajadas, mientras que los demás vecinos contemplaban la escena asombrados, con la boca abierta. Pero mi madre vio la piscina de agua caliente construida en su sagrado garaje y gritó. Este último insulto era demasiado para que pudiera soportarlo. Boris dejó caer las manos y me volví para ver a mi madre, tal y como era antes de la muerte de mi padre: con las mejillas ardientes y los ojos encendidos. Corrió por el patio, agarrando una pala mientras pasaba al lado de la verja del jardín. La mirada del general iba de la piscina a mi madre, como si esperara que ella fuera a maravillarse de su ingenio.

– ¿Cómo se atreve? -le gritó.

La sonrisa murió en el rostro del hombre. Comprendí que no podía entender la reacción de ella.

– ¿Cómo se atreve? -le chilló de nuevo, golpeándole en la mejilla con el mango de la pala.

Olga ahogó un aullido sofocado, pero el general no parecía preocupado porque los vecinos estuvieran presenciando la insurrección de mi madre. No apartaba los ojos de su cara.

– Ésta es una de las pocas cosas que me quedan para recordarle -le dijo mi madre, sin aliento.

El rostro del general se enrojeció, mientras él se incorporaba y se retiraba hacia el interior de la casa sin una sola palabra.

Al día siguiente, el general desmanteló la piscina y nos ofreció la madera para hacer fuego. Retiró las alfombrillas de tatami y colocó nuevamente las alfombras turcas y las esteras de piel de carnero por las que mi padre había cambiado su reloj de oro.

Aquella tarde, me preguntó si podía tomar prestada mi bicicleta. Mi madre y yo observamos a través de las cortinas al general dirigirse lentamente hacia la carretera. Mi bicicleta no era lo bastante grande para él. Los pedales le quedaban pequeños, de modo que a cada rotación de las piernas, sus rodillas se elevaban por encima de las caderas. Pero montaba en bicicleta con habilidad y, a los pocos minutos, desapareció entre los árboles.

Para cuando el general regresó, mi madre y yo ya habíamos colocado los muebles y las alfombras prácticamente en el mismo lugar en el que estaban antes.

El general miró con atención a su alrededor. Una sombra pasó por su rostro.

– Deseaba embellecerla para ustedes, pero no lo he conseguido -dijo mientras examinaba con el pie la alfombra magenta que ocupaba el lugar en el que había estado su tatami-. Quizás somos demasiado diferentes.

Mi madre estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Pensé que el general iba a marcharse, pero se volvió una vez más para mirarla, no como un digno militar, sino más bien como un niño tímido al que su madre acababa de regañar.

– Puede que haya encontrado algo sobre cuya belleza podamos ponernos de acuerdo -dijo, mientras se rebuscaba en el bolsillo y sacaba de él una caja de cristal.

Mi madre vaciló antes de cogérsela de las manos, pero, al final, no pudo resistirse a su propia curiosidad. Me incliné hacia delante, obligándome a ver lo que el general había traído. Mi madre abrió la tapa, y un delicado aroma fluyó por el aire. Supe lo que era instantáneamente, aunque no lo había experimentado nunca antes. El perfume se intensificó, flotando por toda la habitación y envolviéndonos en su encanto. Era una mezcla de magia y romance, de exotismo oriental y decadencia occidental. Me provocó un dolor en el corazón y hormigueo en la piel.

Mi madre me miraba fijamente. Sus ojos brillaban a causa de las lágrimas. Me tendió la caja y pude contemplar en su interior la flor de un blanco cremoso. La imagen de aquella flor perfecta envuelta en un follaje de satinadas hojas verdes evocó en mí la imagen de un lugar envuelto en luz moteada, donde las aves cantaban día y noche. Deseaba llorar al ver tanta belleza, porque supe en seguida el nombre de la flor, aunque hasta entonces no la había visto más que en mi imaginación. La planta era originaria de China, pero era tropical, por lo que no crecía en Harbin, ya que las heladas allí eran brutales.

La de la gardenia blanca era una leyenda que mi padre nos había contado a mi madre y a mí infinidad de veces. La primera vez que había visto la flor había sido cuando acompañó a su familia al baile de estío del zar en el Gran Palacio. Nos describía a las mujeres con vestidos largos y joyas que chispeaban adornando sus cabellos; a los lacayos y los carruajes; y la cena, servida en mesas de cristal redondas, y compuesta por caviar fresco, ganso ahumado y sopa de sterlet. Más tarde, hubo una exhibición de fuegos artificiales coreografiada por la música de La bella durmiente, de Tchaikovsky. Tras presentarse ante el zar y su familia, mi padre entró en una habitación cuyas puertas de cristal se abrían de par en par al jardín. Aquélla fue la primera vez que las vio. Los tiestos de porcelana con gardenias habían sido importados de China especialmente para la ocasión. En el aire veraniego, su delicado aroma resultaba embriagador. Daba la sensación de que las flores asentían y recibían a mi padre con elegancia, como la zarina y sus hijas acababan de hacer momentos antes. A partir de aquel instante, mi padre había quedado prendado del recuerdo de las noches blancas septentrionales y de una seductora flor cuyo perfume evocaba un paraíso.

Más de una vez, mi padre había tratado de comprar un frasco del perfume para que mi madre y yo también pudiéramos revivir aquella remembranza; pero nadie en Harbin había oído hablar de aquella fascinante flor, y todos sus esfuerzos fueron siempre en vano.

– ¿Dónde la ha conseguido? -le preguntó mi madre al general, mientras rozaba con la punta de los dedos los pétalos cubiertos de rocío.

– De un chino llamado Huang -contestó-. Tiene un invernadero en las afueras de la ciudad.

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