Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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– Madre -dije-, hay cosas que sé y cosas que no sé. A veces ese conocimiento me viene de forma inesperada, como respuestas repentinas a quienes me preguntan. Otras veces, el conocimiento llega a través del dolor.

Pero siempre tengo la certeza de que se trata de un conocimiento superior al que yo podría alcanzar por mí mismo. Sencillamente, está más allá de mi alcance, más lejos de cuanto puedo averiguar. Sé que vendrá a mí cuando tenga necesidad de él. Sé que puede venir, como he dicho, de forma imprevista. Pero hay cosas que sé con total seguridad, y que siempre he sabido. No hay sorpresas. No hay dudas.

Otra vez guardó un largo silencio, y luego dijo:

– Eso te hace infeliz. Lo he visto antes, pero nunca me ha parecido tan malo como ahora. -¿Tan malo es? -murmuré. Aparté la vista, como hacen los hombres cuando sólo quieren ver sus propios pensamientos-. No sé si ha sido malo para mí, madre. ¿Qué es malo para mí? Amar a Abigail como la amo… ha sido un resplandor, un resplandor grande y hermoso.

Ella esperó.

– Hay estos momentos -dije-. Momentos que te parten el corazón, momentos en que se mezclan la alegría y la tristeza. Cuando descubres que el dolor se convierte en una dulzura secreta. Recuerdo haberlo sentido por primera vez cuando llegamos a este lugar, todos juntos, y subí hasta lo alto de la colina de Nazaret y vi la hierba verde y viva, y las flores y los árboles moviéndose como en un gran baile. Duele. Ella no dijo nada.

La miré. Me golpeé levemente el pecho con el puño. -Duele -dije-. Pero tenía que ser así… desde siempre. Asintió a regañadientes, inclinando la cabeza. Guardamos silencio.

– Cuéntaselo a Abigail -dije al cabo-. Arréglatelas para que sepa quejasen ha pedido su mano. Jasón la quiere, y yo he de reconocer que la vida junto a Jasón nunca será aburrida.

Ella sonrió. Me besó otra vez, se apoyó en mi hombro para incorporarse, y se fue.

Santiago volvió a entrar. Se preparó una almohada con su manto doblado y se tendió a dormir junto a la pared.

Yo me quedé mirando los rescoldos rojizos.

«¿Cuánto tardará, Señor? -le susurré-. ¿Cuánto?»

8

El hecho es que, a su manera modesta, todas las doncellas de Nazaret suspiraban por Jasón. Y nunca resultó tan evidente como en la tarde siguiente, cuando el pueblo se volvió loco y abarrotó la sinagoga; hombres y mujeres y niños llenaron todos los bancos y se apiñaron en el umbral y se sentaron ocupando cada centímetro de suelo, hasta los mismos pies del rabino y los ancianos.

Con las primeras sombras del día, las hogueras de señales transmitieron a Galilea las noticias que ya se habían difundido por toda Judea. Los hombres de Poncio Pilatos habían izado sus estandartes en el interior de la Ciudad Santa, y se negaban a retirarlos a pesar de las protestas del populacho furioso.

El cuerno de carnero sopló una llamada tras otra.

Apiñados y estrujados, ocupamos como pudimos nuestros sitios cerca de José, y Santiago se esforzó por controlar a sus hijos Menahim, Isaac y Shabi.

Estaban presentes todos mis sobrinos y primos, así como todos los que podían valerse por sí mismos en Nazaret, e incluso los imposibilitados de caminar, llevados a hombros por sus hijos o nietos. El anciano Sherebiah, que era sordo como una tapia, también había sido llevado allí.

Abigail, Ana la Muda y mis tías estaban ya sentadas entre las mujeres, inquietas pero en general silenciosas.

Cuando Jasón se adelantó para informar con detalle de las noticias, vi los ojos de Abigail fijos en él con la misma atención que los demás.

Jasón subió de un salto al banco colocado junto al de los ancianos.

Qué deslumbrante estaba con su habitual túnica de lino blanco con flecos azules, y un manto claro sobre los hombros. Ningún maestro bajo el Porche de Salomón tenía un aspecto más imperioso ni más elegante. -¿Cuántos años hace que Tiberio César expulsó de Roma a la comunidad judía? -preguntó a viva voz.

Un rugido se alzó de la asamblea, incluso las mujeres gritaron, pero todos guardaron silencio cuando Jasón continuó:

– Y ahora, como todos sabemos, un hombre de la clase ecuestre, Sejano, gobierna el mundo en representación de ese emperador despiadado. Tiberio, a cuyo propio hijo Druso asesinó Sejano.

El rabino se levantó y le pidió que no hablara así. Todos meneamos la cabeza. Era peligroso decir aquello, incluso en el último rincón del Imperio, aunque todo el mundo ya lo supiera. También los ancianos gritaron a Jasón que se callara. José fue hacia él y lo sujetó con firmeza para que no prosiguiera.

– Ya han sido enviados mensajeros para informar a Tiberio César de esos estandartes en la Ciudad Santa -anunció el rabino-. Sin duda, se ha hecho ya. ¿Creéis que el Sumo Sacerdote José Caifás está con los brazos cruzados y guarda silencio ante esta blasfemia? ¿Creéis que Herodes Antipas no va a hacer nada? Y sabéis muy bien, todos y cada uno de vosotros, que el emperador no quiere disturbios en estos lugares, ni en ninguna parte del Imperio. El emperador enviará una orden, como ha hecho otras veces. Los estandartes serán retirados. ¡Poncio Pilatos no tendrá otra opción!

José y los ancianos hicieron vigorosos gestos de asentimiento. Los ojos de los hombres y mujeres más jóvenes estaban fijos en Jasón, que se limitaba a observar, insatisfecho. Luego negó vigorosamente con la cabeza.

De nuevo se produjeron murmullos, y de pronto también hubo gritos.

– Paciencia es lo que necesitamos ahora -dijo José, y algunas personas sisearon para poder oírle. Fue el único de los ancianos que intentó hablar, pero era inútil.

Entonces la voz de Jasón se alzó, aguda y burlona, por encima del barullo: -¿Y si ese informe nunca llega a las manos del emperador? ¿Quién nos asegura que ese Sejano, que desprecia a nuestra raza y siempre la ha despreciado, no interceptará al mensajero y destruirá el informe?

Los gritos de apoyo se hicieron más fuertes.

Menahim, el hijo mayor de Santiago, se puso en pie.

– Yo digo que marchemos sobre Cesárea, que vayamos todos como un solo hombre a exigir que el gobernador retire los estandartes de la ciudad.

Los ojos de Jasón brillaron, y atrajo hacia él a Menahim. -¡Te prohíbo que vayas! -gritó Santiago, y otros hombres de su edad lo imitaron con la misma vehemencia, en un intento por detener a los jóvenes, que parecían a punto de echar a correr fuera de la asamblea.

Mi tío Cleofás se puso en pie y rugió: -¡Silencio, chusma insensata!

Subió a la tribuna de los ancianos. -¿Qué sabéis vosotros? -dijo, y señaló con el dedo a Menahim, Shabi, Jasón y muchos otros, volviéndose a un lado y otro-. Decidme qué sabéis de las legiones romanas que han entrado en esta tierra desde Siria. ¿Qué habéis visto de ellas en vuestras pequeñas vidas miserables? ¡Niños de cabeza caliente! -Fulminó a Jasón con la mirada.

Luego saltó encima del banco, sin buscar siquiera una mano para ayudarse, y empujó a Jasón a un lado, casi haciéndolo caer.

Cleofás no era uno de los ancianos. No era tan viejo como el anciano más joven, que era precisamente su cuñado José. Cleofás tenía una cabeza poblada de cabello gris que enmarcaba sus facciones vigorosas, y una voz potente con el timbre de la juventud y la autoridad de un maestro.

– Respóndeme -pidió Cleofás-. ¿Cuántas veces, Menahim hijo de Santiago, has visto soldados romanos en Galilea? Bueno, ¿quién los ha visto? ¿Tú, tú… tú?

– Díselo -declaró el rabino a Cleofás-, porque ellos no lo saben. Y los que sí lo saben, al parecer no pueden recordarlo.

Los hombres más jóvenes estaban furiosos y gritaban que ellos sabían muy bien lo que querían y qué era necesario hacer, e intentaban superar a los otros a base de gritos más potentes.

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