Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Jasón venía paseando y entró en el patio.

Su sombra cayó sobre mí. Olí a vino.

– Has estado esquivándome, Yeshua -dijo.

– No digas tonterías, amigo. -Sonreí. Seguí con mi trabajo-. He estado ocupado con todas las cosas que había que hacer. No te he visto. ¿Dónde estabas?

El siguió paseándose mientras hablaba. Su sombra alargada se recortaba sobre las losas del suelo. Llevaba una taza de vino en la mano. Oí cómo echaba un trago.

– Sé dónde has estado -dijo-. ¿Cuántas veces has subido la colina y te has sentado en el suelo a mi lado para que te leyera algo? ¿Cuántas veces te he contado las noticias de Roma y has estado pendiente de todas y cada una de mis palabras?

– Eso era en verano, Jasón, cuando los días son más largos -dije con suavidad. Tracé cuidadosamente una línea recta.

– Yeshua Sin Pecado. ¿Sabes por qué te llamo así? Porque todo el mundo te quiere, Yeshua, todo el mundo, y a mí nadie puede quererme.

– No es cierto, Jasón, yo te quiero. Tu tío te quiere. Casi todo el mundo te quiere. No es difícil quererte. Pero a veces sí es difícil entenderte. -Aparté el listón y coloqué el tablón siguiente en posición. -¿Por qué el Señor no nos envía la lluvia? -preguntó. -¿Por qué me lo preguntas a mí? -respondí sin levantar la vista.

– Yeshua, hay muchas cosas que nunca te he dicho, cosas que pensé que no valía la pena repetir. -Tal vez era así.

– No, no estoy hablando de los estúpidos chismorreos de este pueblo.

Hablo de otras historias, de historias antiguas.

Suspiré y me senté sobre los talones. Miré al frente, más allá de él, más allá de su lento paseo a la luz titubeante de las linternas. Llevaba unas sandalias muy bonitas, de factura exquisita y tachonadas con clavos que parecían de oro. Los flecos de su manto me rozaron cuando se volvió, moviéndose como un animal inquieto.

– Sabes que he vivido con los Esenios -dijo-. Sabes que quería ser un esenio.

– Sí, me lo contaste.

– Sabes que conocí a tu primo Juan hijo de Zacarías cuando viví con los Esenios -añadió. Bebió otro trago.

Me preparé para trazar otra línea recta.

– Me lo has dicho muchas veces, Jasón. ¿Has tenido noticias de tus amigos Esenios? Dijiste que me lo dirías, ¿recuerdas? Si alguien sabía algo de mi primo Juan.

– Tu primo Juan está en el desierto, eso es lo que dicen todos, en el desierto, alimentándose de frutos silvestres. Nadie le ha visto este año. En realidad, nadie le vio tampoco el año pasado. Un hombre le dijo a otro que había hablado con un tercero que tal vez había visto a tu primo Juan.

Empecé a dibujar la línea.

– Pero sabes, Yeshua, nunca te he contado todo lo que me dijo tu primo cuando estuve viviendo con la comunidad.

– Jasón, tienes demasiadas cosas en la cabeza. Me cuesta imaginar qué puede tener que ver mi primo Juan con ellas, si es que tiene algo que ver.

La línea no me salía recta. Cogí un trapo, lo anudé y froté con él los trazos.

Tal vez había apretado demasiado, porque costaba borrarla.

– Oh, sí, tu primo Juan tiene mucho que ver con esto -dijo, y se detuvo frente a mí.

– Ponte un poco a la izquierda, me tapas la luz.

Levantó el brazo, sacó la linterna de su gancho y me la colocó delante de los ojos.

Me senté de nuevo, sin mirarlo. La luz me molestaba ahora.

– De acuerdo, Jasón, ¿qué quieres contarme sobre mi primo Juan?

– Tengo dotes para la poesía, ¿no crees? -Sin duda.

Froté el trazo con suavidad y poco a poco fue desapareciendo de la madera, que adquirió un ligero brillo.

– Eso es lo que ha hecho que me fije en ti -dijo-, las palabras que Juan me recitaba, las letanías que se sabía de memoria… sobre ti. Había aprendido esas letanías de labios de su madre, y las declamaba todos los días después de recitar la Shema junto a todo Israel; pero esas letanías eran su oración privada. ¿Sabes lo que decían?

Pensé un momento.

– No sé si lo sé -dije.

– Muy bien, entonces déjame que te las recite. -Pareces decidido a hacerlo.

Se agachó. Qué aspecto el suyo, con su hermoso cabello negro bien perfumado con óleos y sus grandes ojos serios.

– Antes de que Juan naciera, tu madre fue a visitar a la suya. Por entonces vivía cerca de Betania y su marido, Zacarías, aún vivía. Cuando lo mataron, Juan ya había nacido.

– Sí, eso cuentan -dije.

Volví a intentar trazar la línea, y esta vez lo hice de forma correcta, sin desviarme. Hice una incisión en la madera con el filo cortante del pedazo de arcilla.

– Tu madre contó a la madre de Juan que un ángel se le había aparecido -dijo Jasón, inclinándose sobre mí.

– Todo el mundo en Nazaret conoce esa historia, Jasón -dije, y seguí marcando la línea,

– No, pero tu madre, tu madre, de pie en el atrio, con sus brazos en torno a la madre de Juan, tu madre, tu silenciosa madre que apenas habla nunca, en ese momento entonó un himno. Miraba más allá de las colinas donde fue enterrado el profeta Samuel, y compuso su himno con las antiguas palabras de Ana.

Me interrumpí y levanté despacio los ojos hacia él.

Su voz sonó baja y reverente, y su rostro era más sereno y más dulce.

– «Mi alma proclama la grandeza del Señor. Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador Porque Él ha puesto los ojos en la humildad de su sierva. Por eso a partir de ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. El Todopoderoso ha obrado en mí maravillas, y santo es Su nombre. Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Ha desplegado la fuerza de Su brazo, y dispersado a los soberbios de mente y corazón. Ha derribado a los poderosos de sus tronos y exaltado a los humildes. A los hambrientos les ha colmado de bienes, y ha despedido a los ricos sin darles nada. Ha acogido a Israel su siervo acordándose de Su misericordia, como había prometido a nuestros padres…»

Se detuvo y nos miramos. -¿Conoces esa oración? -preguntó.

No respondí.

– Muy bien -dijo con tristeza-. En ese caso te recitaré otra, la plegaria pronunciada por el padre de Juan, Zacarías el sacerdote, cuando bautizó a Juan.

No dije nada.

– «Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y traído la redención a Su pueblo. Ha suscitado una fuerza para nuestra salvación en la casa de David, Su siervo, tal como había prometido desde tiempos antiguos por boca de los santos profetas. -Se interrumpió y bajó la vista unos instantes. Tragó saliva y continuó-: Salvación… de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian… Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar Sus caminos…» -Se detuvo, incapaz de continuar-. ¿De qué sirve todo esto? -susurró. Se puso en pie y me volvió la espalda.

Yo continué las letanías, tal como las conocía.

– «Para dar a su pueblo conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados -dije-. Por la tierna misericordia de Dios.»

Se volvió para mirarme, asombrado. Yo continué:

– «El hará que nos visite una luz de lo alto, a fin de iluminar a los que se hallan sentados en las tinieblas y las sombras de la muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.»

Se echó atrás y palideció.

– Por el camino de la paz, Jasón -dije-. Por el camino de la paz. -¿Pero dónde está tu primo? -preguntó-. ¿Dónde está Juan, que ha de ser el Profeta? Los soldados de Pondo Pilatos acampan frente a Jerusalén esta noche. Nos lo han dicho las hogueras encendidas a la puesta del sol. ¿Qué vais a hacer?

Me crucé de brazos y observé su actitud, llena de fervor y furia. Bebió el resto de su vino y dejó la taza sobre el banco, pero cayó y se rompió. Me quedé mirando los pedazos. Él ni siquiera los vio. No había oído romperse la taza.

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