Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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– Este es tu primo José -nos presentó mi madre-. Es sacerdote, y su padre Caifás también, como lo fue su propio padre. José, éste es nuestro hijo Jesús.

– Me puso una mano en el hombro-. Venimos a ver a nuestra prima Isabel de Zacarías. Nos han dicho que se encontraba mal y que se alojaba aquí. Te damos las gracias por tu hospitalidad.

– Isabel es mi prima, como vosotros también -dijo el joven con voz suave.

Tenía ojos oscuros y vivaces, y me sonrió de una manera que me hizo sentir bien-. Entrad, por favor. Os ofrecería un sitio donde dormir, pero ya veis, tenemos gente por todas partes. Ya no cabe nadie más…

– Oh, no, no venimos por eso -dijo José rápidamente-, sólo para ver a Isabel. Y para pedirte si podemos acampar fuera. Somos toda una tribu.

Venimos de Nazaret, Cafarnaum y Cana.

– Sois bienvenidos -dijo el joven, indicando que le siguiéramos-. Encontraréis a Isabel tranquila pero callada. No sé si os conocerá. No os hagáis muchas ilusiones.

Yo sabía que estábamos ensuciando la casa con el polvo del camino, pero no había nada que hacer. Había peregrinos por todas partes, tumbados en mantas en cada habitación, y gente que iba de acá para allá con vasijas, y ya había bastante polvo. Seguimos adelante.

Entramos en una habitación tan repleta como las otras, pero con grandes ventanales de celosía por donde entraba el sol de la tarde; el ambiente era agradable y cálido. Nuestro primo nos llevó hasta un rincón donde, en una cama levantada del suelo, Isabel yacía inclinada sobre unas almohadas, muy abrigada con mantas de lana blanca. Estaba mirando hacia la ventana, al parecer contemplando el paisaje.

Nuestro primo se inclinó hacia ella y le cogió el brazo.

– Esposa de Zacarías -dijo con dulzura-, unos parientes tuyos han venido a verte. Fue inútil.

Mi madre se inclinó para besarla y le habló, pero no obtuvo respuesta.

Isabel seguía mirando por la ventana. Se la veía mucho más vieja que el año anterior. Sus manos estaban tensas y retorcidas, apuntando rígidas hacia abajo. Parecía tan vieja como nuestra querida Sara, como una flor marchita a punto de desprenderse de la enredadera.

Mi madre miró a José y lloró contra su pecho, y nuestro primo José meneó la cabeza y dijo que habían hecho todo cuanto era posible.

– Ella no sufre -añadió-. Está como soñando.

Mi madre no podía dejar de llorar, de modo que salí con ella mientras José hablaba con nuestro primo sobre sus respectivos antepasados, la charla habitual de familias y matrimonios.

Una vez fuera, mi madre y yo encontramos a los tíos y la vieja Sara cómodamente reunidos en las mantas, un poco aparte del resto de los peregrinos y no lejos del pozo.

Varios parientes de la casa se nos acercaron para ofrecernos comida y bebida, y nuestro primo José venía con ellos. Vestían todos de lino, eran bien educados y nos trataron con amabilidad, más aun que si hubiéramos sido personas de su condición.

El mayor de ellos, Caifás, padre de José, nos dijo que como estábamos tan cerca de Jerusalén podíamos comer la Pascua en su casa. Que no nos preocupáramos por no estar dentro de las murallas. ¿Qué importaban unas murallas? Habíamos venido a Jerusalén y estábamos allí, y veríamos las luces de la ciudad en cuanto anocheciera.

Las mujeres salieron de la casa y nos ofrecieron mantas, pero nosotros ya teníamos las nuestras.

La vieja Sara y los tíos entraron a ver a Isabel antes de que se hiciera tarde.

Santiago fue con ellos y luego volvió.

Cuando estuvimos todos reunidos y los primos ricos se hubieron marchado a Jerusalén para cumplir con sus obligaciones en el Templo por la mañana, la vieja Sara dijo que le gustaba el joven José, que era un buen hombre.

– Son descendientes de Zadok, y eso es lo importante -dijo Cleofás-. Con eso basta.

– ¿Por qué son ricos? -pregunté.

Todos rieron.

– Son ricos gracias a las pieles de los sacrificios que les pertenecen por derecho -dijo José, muy serio-. Y proceden de familias ricas.

– Sí, ¿y qué más? -dijo Cleofás.

– La gente nunca habla bien de los ricos -dijo la vieja Sara.

– ¿Es que tienes algo bueno que decir de ellos, anciana? -replicó Cleofás.

– ¡Ah, con que se me permite hablar en la asamblea de los sabios! -respondió ella, irónica. Más risas-. Pues sí, tengo cosas que decir. ¿Quién crees que los escucharía si no fueran ricos?

– Hay muchos sacerdotes pobres -dijo Cleofás-·. Lo sabes tan bien como yo. Los sacerdotes de nuestro pueblo son pobres. Zacarías era pobre.

– No, él no era pobre -repuso Sara-. Rico tampoco, pero nunca fue pobre. De acuerdo, hay muchos que trabajan con sus manos y no tienen más remedio. Y van ante el Señor, sí. Pero ¿poner en lo más alto a quienes protegen el Templo? No, eso no. Ese sitial sólo pueden ocuparlo hombres que sean temidos por otros hombres.

– ¿Importa quiénes sean mientras cumplan con sus obligaciones, mientras no profanen el Templo, mientras tomen de nuestras manos los sacrificios? -terció Alfeo.

– No, claro que no importa -dijo Cleofás-. El viejo Herodes eligió a Joazer como sumo sacerdote porque era el que más le interesaba. Y ahora Arquelao quiere a otro distinto. ¿Cuánto tiempo hace que Israel no elige a su sumo sacerdote?

Levanté la mano como habría hecho en la escuela. Mi tío Cleofás se volvió hacia mí.

– ¿Cómo sabe la gente si los sacerdotes hacen lo que deben hacer? -pregunté.

– Todos observan su comportamiento -dijo José-. Los otros sacerdotes, los levitas, los escribas, los fariseos.

– ¡Oh, desde luego, los fariseos sobre todo! -bromeó Cleofás.

Y eso sí nos hizo reír. Queríamos mucho a nuestro rabino, el fariseo Jacimus, pero su estricta observancia de las normas se prestaba para las chanzas.

– ¿Y tú, Santiago? -dijo Cleofás-. ¿No tienes nada que preguntar?

Sombrío, Santiago estaba absorto en sus pensamientos.

– El viejo Herodes asesinó a un sumo sacerdote -dijo en voz baja, como un hombre más-. Asesinó a Aristobulos porque éste deslumbraba a su pueblo, ¿no es verdad?

Los hombres asintieron con la cabeza.

– Así es -dijo Cleofás-. Ordenó que lo ahogaran por ello, y todo el mundo lo sabía. Todo porque Aristobulos se presentaba ante el pueblo con sus vestiduras y al pueblo le gustaba.

Santiago apartó la vista.

– ¡Pero qué conversación es ésta! -dijo José-. Hemos venido a la casa del Señor para ofrecer sacrificios. Para ser purificados. Para comer la Pascua. No hablemos de estas cosas.

– Sí, tienes razón -dijo la vieja Sara-. Yo digo que José nuestro primo es un buen hombre. Y cuando despose a la hija de Anas, estará más cerca de quienes tienen el poder.

Mis tías, y Alejandra también, estuvieron de acuerdo.

Cleofás estaba asombrado.

– ¡No llevamos aquí ni dos horas y las mujeres ya sabéis que José Caifás se va a casar! ¿Cómo hacéis para enteraros de esas cosas?

– Todo el mundo lo sabe -dijo Salomé-. Si no estuvieras tan ocupado citando a los profetas, tú también te enterarías.

– Quién sabe -dijo la vieja Sara-. Quizás algún día José Caifás llegará a sumo sacerdote…

Supe por qué decía eso. Pese a su juventud, José tenía un aire especial, en su manera de moverse y hablar, una facilidad de trato con todos, una gentileza peculiar. Al recibirnos se había preocupado por nosotros pese a que no éramos ricos, y detrás de sus expresivos ojos negros había un alma fuerte.

Pero ahora mis tías estaban discutiendo sobre ese punto con más ardor que los hombres, que les decían a ellas que se callaran, que no sabían nada de nada, y que eso era avanzar mucho las cosas, pero todos sabían que Arquelao podía cambiar al sumo sacerdote cuando le viniera en gana.

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