Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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Eran hombres ricos, vestían hermosas prendas. Preguntaron si podían verte y se arrodillaron ante ti. Te traían regalos. Y te llamaron rey.

Yo me había quedado sin habla.

– Dijeron que habían visto una estrella muy grande en el cielo -continuó- y que habían seguido esa estrella hasta la casa en que estábamos. Tú estabas en una cuna, y esos hombres dejaron sus regalos delante de ti.

No me atreví a preguntarle nada.

– En Belén, todo el mundo vio llegar a esos magos y sus sirvientes. Iban montados en camello, esos hombres. Hablaban con autoridad. Se inclinaron ante ti. Y luego se marcharon. Era el final de su viaje y estaban satisfechos.

Sabía que Santiago me estaba diciendo la verdad. De sus labios jamás brotaba mentira alguna. Y sabía que él sabía que la muerte de aquel chico en Egipto había sido causada por mí, y que yo le había devuelto la vida. Y me había visto dar vida a unos gorriones de barro, algo que yo apenas si recordaba.

Un rey. «Hijo de David, hijo de David, hijo de David.»

Las mujeres regresaron a la habitación. Y mis primos mayores llegaron de no sé dónde. Tía Salomé recogió el pan que quedaba y los restos de la cena. La vieja Sara se sentó en su sitio habitual en el banco.

– Reza para que los niños duerman toda la noche -dijo.

– No te preocupes -dijo tía Salomé-. Riba duerme con un ojo abierto y los vigila a todos.

– Esa muchacha es un primor -dijo mi madre.

– La pobre Bruria estaría muerta de no ser por esa muchacha. Riba la cuida como si fuera una niña. Pobre Bruria…

– Pobrecilla…

Y así continuaron.

Mi madre me dijo que fuera a acostarme.

Al día siguiente Santiago rehuía mi mirada. Tampoco me extrañó. El no me miraba casi nunca.

Los meses de invierno eran cada vez más fríos.

Cuando llegó el tiempo de la fiesta de las Luces, la casa se llenó de lámparas encendidas, y desde los tejados se veían grandes fogatas en todas las aldeas. En nuestras calles los hombres bailaban con antorchas tal como habrían hecho si hubieran estado en Jerusalén.

Al final del octavo día, de amanecida, en las postrimerías de la festividad, me despertaron unos gritos en el exterior. Al momento, todo el mundo estaba levantado y dándose prisa.

Sin preguntar qué pasaba, me levanté presuroso.

La primera luz del día era de un gris perfecto. ¡El Señor había enviado nieve!

Todo Nazaret estaba cubierto por un manto blanco, mientras grandes copos seguían cayendo, copos que los niños corrían a recoger como si fueran hojas, pese a que se derretían en sus manos.

José me observó con una sonrisa secreta mientras todo el mundo salía a ver la silenciosa nevada.

– ¿Rezaste para que nevara? -preguntó-. Pues ya tienes aquí la nieve.

– ¡No! -dije-. Yo no recé. ¿O sí…?

– ¡Cuidado con lo que pides en tus rezos! -susurró-. ¿Entiendes lo que digo? -Su sonrisa se ensanchó todavía más, y me llevó fuera para que tocara los copos de nieve. Su risa y su felicidad me hicieron sentir muy bien.

Pero Santiago, que estaba aparte, bajo el alero del patio, se quedó mirándome. Y luego, cuando José se alejó, se acercó sigilosamente para susurrarme al oído:

– ¡Podrías rezar para que lloviera oro del cielo!

Y se fue con los demás; casi nunca estábamos a solas.

Aquel mismo día -la fiesta de las Luces había concluido al amanecer- fui a echar un vistazo a la pequeña arboleda, el único sitio donde podía estar a solas. Había mucha nieve. Llevaba los pies calzados con sandalias gruesas y envueltos en lana, pero cuando llegué la lana ya estaba húmeda y me daba frío. No pude quedarme mucho rato bajo los árboles. Estuve allí de pie, pensando y contemplando la maravilla del manto blanco que cubría los campos y los volvía tan hermosos como una mujer vestida con sus mejores galas.

Qué limpio, qué nuevo se veía todo.

Oré. «Padre celestial, dime qué esperas de mí. Dime qué significan todas estas cosas.

Todo tiene su explicación.

¿Cuál es la explicación de todo esto?»

Cerré los ojos, y al abrirlos vi que la nieve formaba un velo sobre Nazaret.

Lentamente, el pueblo desapareció envuelto en la blancura. Pero yo sabía que estaba allí.

– Padre celestial, no volveré a rezar para que nieve; nunca rezaré para nada que no sea tu voluntad. Padre celestial, no rezaré para que éste viva o aquél muera; no, jamás para que muera nadie, y nunca, nunca intentaré siquiera que deje de llover o que llueva, o que nieve, no, mientras el significado de todo esto se me escape…

Mi oración derivó entonces hacia recuerdos fugaces.

La nieve me cayó en los ojos al levantar la cabeza para mirar las ramas de los árboles, y fue como si la nieve me estuviera besando.

Yo estaba a buen resguardo allí, a salvo, incluso de mí mismo.

A lo lejos, alguien gritó mi nombre.

Desperté de mi oración, de la quietud, de la suavidad de la nieve, y corrí colina abajo agitando los brazos, dando voces, con ganas de volver al calor de la lumbre y la familia.

22

Mi primer año en la Tierra Prometida llegó a su fin como había empezado: con el comienzo del año nuevo para Israel.

Herodes Arquelao y los soldados romanos llegados de Siria habían implantado paz en Judea, o al menos la suficiente para que nosotros pudiéramos atravesar los dominios de Arquelao, cruzar el valle del Jordán y remontar el terreno montañoso hasta Jerusalén para asistir a las celebraciones de la Pascua.

Yo me consideraba un niño mayor desde aquel penoso y terrible viaje camino de Nazaret. Conocía muchas palabras nuevas con las que meditar acerca de lo que había visto entonces. Y me encantó cuando llegamos a campo abierto. Me gustaron las sonrisas y las carcajadas. Y bañarme de nuevo en el río Jordán.

Muchas personas del pueblo se habían sumado a nuestra familia, venían también muchas esposas y un numeroso grupo de doncellas vigiladas por sus padres, y todos mis nuevos amigos del pueblo, la mayoría parientes míos.

Se decía que las lluvias habían sido benignas ese año, y durante un buen trecho la región se veía reverdecida.

La vieja Sara hizo el viaje con nosotros montada en un burro, y fue estupendo tenerla allí. Mi madre también iba, pero tía Esther se quedó para cuidar de los más pequeños, con ayuda de la pequeña Salomé.

Bruria, la refugiada, vino con nosotros en compañía de su esclava griega, que llevaba a su bebé en cabestrillo y se ocupaba de todos.

Debería decir que uno de los motivos por los que José decidió traer a Bruria fue la esperanza de que cuando pasáramos por su finca, ella decidiera reclamarla. Conservaba la mayor parte de los documentos, pues habían sido rescatados del incendio, y sin duda, decía José, habría por allí personas que sabían que las tierras eran de ella.

Pero Bruria no tenía deseos de reclamar nada. No quería nada. Trabajaba como ida, ayudando pero sin pedir nada para ella. Y José nos dijo, en un aparte, que no la juzgáramos ni nos portáramos mal con ella. Si Bruria quería quedarse con nosotros para siempre, adelante. También nosotros habíamos sido extranjeros cuando estábamos en Egipto.

Nadie tenía el menor inconveniente, y así lo dijo mi madre. Riba era una bendición para las mujeres, según mi tía Salomé. Era modesta como una mujer judía, además de limpia y servicial, y trabajaba a la par de los demás.

Queríamos a ambas mujeres, y cuando Bruria pasó frente a su antigua granja y vimos que le daba igual, nos entristecimos. Eran sus tierras y le pertenecían.

Con nosotros iban también los fariseos, todos en un grupo, con sus mujeres y ancianos. Y también se habían sumado otras familias de Nazaret, así como de diversas aldeas.

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