– Lo hacemos lo mejor que podemos. Y ahora han llegado las lluvias. ¿Qué pasa con el mikvah? ¡Pues que está lleno de agua dulce! -exclamó levantando las manos y sonrió.
Todos nos reímos, pero no del rabino. Nos reímos como siempre hacíamos al hablar de cuestiones para las que no parecía haber una respuesta clara.
El rabino Jacimus era severo en sus cosas pero era un hombre afable, un hombre sabio, y me contaba historias maravillosas. Esas historias hacían referencia a nuestra realidad, y había veces en que nada me gustaba más que esas historias. Pero empezaba a comprender algo de importancia capital: todas esas historias formaban parte de una mayor, la historia de quiénes éramos, de nuestra identidad como pueblo. Nunca lo había visto tan claro, y ahora me emocionaba.
A menudo en la escuela y a veces en la sinagoga, el rabino Berejaiah se erguía sobre sus piernas pese a que le temblaban, levantaba los brazos y, elevando los ojos, exclamaba:
– Decidme, niños, ¿quiénes somos?
Y entonces entonábamos con él:
– Somos el pueblo de Abraham e Isaac. Fuimos a Egipto en los tiempos de José. Allí nos convertimos en esclavos. Egipto se convirtió en la fragua y allí sufrimos. Pero el Señor nos había redimido, el Señor alzó a Moisés para que nos guiara, y el Señor nos salvó dividiendo las aguas del mar Rojo y conduciéndonos a la Tierra Prometida.»El Señor entregó la Ley a Moisés en el Sinaí. Y nosotros somos un pueblo santo, un pueblo de sacerdotes, un pueblo fiel a los mandamientos. Somos un pueblo de grandes reyes: Saúl, David, Salomón, Josué.»Pero Israel pecó a ojos del Señor. Y el Señor envió a Nabucodonosor de Babilonia para que asolara Jerusalén e incluso la propia casa del Señor.»Pero nuestro Señor es reacio a la ira y constante en su amor, y es todo misericordia, y nos envió un redentor para que pusiera fin a la cautividad, y ése fue Ciro el Grande, y volvimos a la Tierra Prometida y reconstruimos el Templo.
Mirad siempre hacia el Templo, pues cada día el sumo sacerdote ofrece un sacrificio por el pueblo de Israel al Señor de las Alturas. Los judíos están desperdigados por todo el mundo, son un pueblo santo, fiel a la Ley de Moisés y al Señor, un pueblo que mira hacia el Templo y que no conoce otros dioses que el Señor.»Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno.»Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma y con todas tus fuerzas.»Y estas palabras, que yo hoy te impongo, estarán en tu corazón. Y las enseñarás con afán a tus hijos, y hablarás de ello cuando estés en tu casa y cuando vayas por los caminos y cuando te acuestes y cuando te levantes.
No era imprescindible estar en el Templo para observar las fiestas sagradas. Los judíos repartidos por todo el mundo las observaban escrupulosamente.
Todavía no era seguro viajar a Jerusalén, pero nos llegó la noticia de que los combates habían cesado en la ciudad y que el Templo había sido purificado. Al parecer, todo iba bien.
Salimos fuera al amanecer del día de la Expiación, pendientes de los primeros rayos de sol, pues sabíamos que el sumo sacerdote se levantaba al despuntar el alba para iniciar sus ceremonias en el Templo, esos baños que habría de repetir varias veces a lo largo del día.
Oramos con la esperanza de que no hubiera insurrecciones ni dificultades.
Porque durante ese día el sumo sacerdote procuraría expiar todos los pecados del pueblo de Israel. Para ello, iría ataviado con sus mejores vestiduras. El rabino Jacimus, sacerdote ungido también, nos había descrito estas prendas sagradas, y nosotros habíamos aprendido cómo eran en las Escrituras:
La larga túnica del sumo sacerdote era azul, iba sujeta por una faja en la cintura, y los bajos ribeteados con borlas y campanillas doradas que tintineaban cuando el sumo sacerdote caminaba. Sobre la túnica llevaba una segunda prenda llamada efod, que tenía mucha filigrana en oro, así como un peto de doce gemas brillantes, una por cada tribu de Israel, de modo que cuando se situara ante el Señor estuviesen allí las Doce Tribus. Y en la cabeza, el sumo sacerdote llevaba un turbante con una corona de oro. Era algo digno de verse.
Pero antes de ponerse estas bellas prendas, estas vestimentas tan ricas como las de un sacerdote pagano, el sumo sacerdote se vestía de lino, puro y blanco, para realizar los sacrificios.
En el día de la Expiación, imponía sus manos sobre el novillo castrado que iba a sacrificar por Israel. E imponía sus manos sobre los dos machos cabríos.
Uno de éstos sería sacrificado, y el otro se llevaría consigo al desierto todos los pecados del pueblo de Israel. Era el macho cabrío enviado a Azazel. ¿Y qué era Azazel? Los pequeños queríamos saberlo. Pero de hecho ya lo sabíamos. Azazel era la maldad, eran los demonios, era el mundo «de fuera», el mundo del desierto. Todos sabíamos lo que significaba la palabra desierto, pues todo el pueblo de Israel había cruzado el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Y el macho cabrío llevaría los pecados a Azazel en señal de que los pecados de Israel habían sido perdonados por el Señor, y así el mal recuperaría el mal del que nosotros nos habríamos despojado.
Pero el momento más importante era cuando el sumo sacerdote entraba en el sanctasanctórum, el lugar del Templo donde el Señor estaba presente, y al que sólo podía entrar el sumo sacerdote.
Y todo Israel rezaba para que la ira del Señor no cayera sobre el sumo sacerdote, sino que sus plegarias de expiación fueran oídas y que pudiese salir de nuevo ante el pueblo habiendo estado en presencia del Señor.
A media tarde nos congregamos en la sinagoga, donde el rabino leyó el pergamino que el sumo sacerdote estaba leyendo en el Patio de las Mujeres: «Y el día diez del mes séptimo será el día de la expiación… y celebraréis asamblea santa.» El rabino nos explicó lo que el sumo sacerdote estaba diciendo a los fieles en el Templo. «Todo lo que he leído ante vosotros está escrito aquí.»
Oscureció. Estábamos descalzos en el tejado, esperando. Los situados en el punto más alto gritaron que ya podían verse las señales de fuego en los pueblos situados más al sur, que ahora encendían fogatas para divulgar la palabra al norte, el este y el oeste.
Todo el mundo dio saltos de alegría y nos pusimos a bailar. El ayuno había terminado. Empezó a correr el vino y se colocó la comida sobre las brasas.
En el Templo, ahora purificado, el sumo sacerdote había concluido su tarea.
Había salido sano y salvo del sanctasanctórum. Completadas sus oraciones por Israel, completados los sacrificios y las lecturas, ahora se marchaba a celebrar un banquete, como nosotros, con sus familiares.
Las lluvias tempranas habían sido buenas. Habíamos empezado a plantar.
Y a continuación del día de la Expiación se celebraba la fiesta de las chozas, cuando todos los israelitas tenían que vivir durante unos días en chozas construidas con ramas de árbol en recuerdo del viaje de Egipto a Canaán. Para los niños era una fiesta especialmente divertida.
Utilizamos las mejores ramas que encontramos en el bosque, sobre todo de los sauces lindantes con el arroyo, y vivimos en esas chozas, hombres, mujeres y niños, como si fueran nuestras casas, y cantamos los salmos.
Por fin tuvimos noticias de que Herodes Arquelao y Herodes Antipas acababan de llegar junto con todo el séquito que había ido a entrevistarse con César Augusto. Nos congregamos en la sinagoga para oír el anuncio de boca de un sacerdote joven recién llegado de Jerusalén con la misión de comunicar la noticia. Hablaba muy bien el griego.
Herodes Antipas, hijo del temido Herodes el Grande, iba a ser gobernador de Galilea y Perea; Herodes Arquelao, a quien todo el mundo odiaba, sería el etnarca de Judea, mientras que otros hijos de Herodes gobernarían lugares más alejados. El palacio de la ciudad griega de Ascalón se adjudicaba a una princesa de Herodes. El nombre Ascalón me gustó.
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