Anne Rice - El Mesías

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Anne Rice abandona momentáneamente las historias de vampiros para adentrarse en la vida de Jesucristo, concretamente en los primeros años de vida de éste. La autora cede la palabra al propio Jesús, quien, con la voz de un niño de siete años, narra sus primeros recuerdos en Alejandría y su traslado, poco tiempo después y junto a su familia, a Nazaret. Es la primera parte de una trilogía que podría relevarse polémica: en un sueño, Jesús, el niño narrador, se encuentra con Satán.

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– ¿Te has vuelto profeta, Sara, y por eso sabes que ese hombre será sumo sacerdote? -la pinchó Cleofás.

– Quizá -dijo ella-. Sé que sería un buen sumo sacerdote. Es inteligente y devoto. Es pariente nuestro. Es… es un hombre que me llega al corazón.

– Pues dale tiempo -dijo Cleofás-. Y que nuestros primos que nos han acogido aquí sean bendecidos por su generosidad. ¿Qué opinas tú, José? -añadió.

José, que se mantenía callado, sonrió, fingió estar reflexionando profundamente, y luego dijo:

– José Caifás es un hombre alto. Muy alto. Y camina muy erguido, y tiene unas manos largas que parecen pájaros volando pausadamente. Y se casa con la hija de Anas, nuestro primo, que es primo de la casa de Boethus. Sí, yo creo que será sumo sacerdote.

Todos reímos. Incluso la vieja Sara.

El miedo me había abandonado, pero yo aún no lo sabía. La cena estuvo muy apetitosa.

La familia de Caifás nos sirvió un buen potaje de lentejas con muchas especias, una pasta de deliciosas aceitunas en aceite y abundantes dátiles confitados, que nosotros casi nunca comíamos en casa. Y, como siempre, había pasteles de higos secos, pero éstos estaban muy ricos. El pan era ligero y recién sacado del horno.

La esposa de Caifás, madre de José Caifás, se ocupó personalmente de que nos sirvieran vino; sus velos eran muy decorosos y le cubrían todo el cabello, dejando visible sólo una pequeña parte de la cara. La luz de las teas nos permitió verla en el umbral. Ella saludó con el brazo y volvió a entrar en la casa.

Hablamos del Templo, de nuestra purificación y de la festividad en sí: las hierbas amargas, el pan sin levadura, el cordero asado y las oraciones que pronunciaríamos. Los hombres lo explicaban de manera que los chicos pudieran entenderlo, pero otro tanto habían hecho los rabinos en la escuela, de modo que ya sabíamos lo que pasaría y lo que debíamos hacer.

Estábamos ansiosos porque el año anterior, entre los disturbios y el miedo, no habíamos podido cumplir con el ritual. Ahora queríamos aparecer ante el Señor tal como la Ley de Moisés lo exigía.

Debo decir que Santiago ya casi había terminado la escuela. Ahora tenía trece años y ante el Señor era ya un hombre. Silas y Leví eran mayores que él y ya no asistían a la escuela. Ambos habían tenido problemas con los estudios.

El rabino no quería que se fueran pero ellos le habían suplicado, aduciendo que tenían mucho trabajo en casa. Así, mientras los demás repasábamos las normas de la festividad, ellos se alegraron de saltarse las clases.

Mientras nos acabábamos la cena, varios chicos de los campamentos vinieron a buscarnos. Eran simpáticos, pero yo estaba pensando en mi primo Juan hijo de Zacarías, que se había ido a vivir con los Esenos. Me preguntaba si se sentiría bien allí. Estaba en pleno desierto, decían. ¿Cada cuánto vería a su madre? ¿Reconocería ella a su propio hijo? Pero ¿por qué pensar en estas cosas? Vinieron a mi mente aquellas palabras sobre que su nacimiento había sido anunciado. Mi madre también había acudido a los Esenos cuando supo que yo iba a nacer. Ardía en deseos de ver a Juan, pero ¿cuándo iba a tener esa posibilidad?

Los Esenos no asistían a las festividades. Vivían una existencia muy apartada y eran más estrictos aún que los fariseos. Los Esenos soñaban con un Templo renovado. Una vez vi a un grupo de Esenos en Séforis, todos con sus prendas blancas. Estaban convencidos de que ellos eran el verdadero Israel.

Al final, aunque tenía ganas de jugar, dejé a los chicos y traté de localizar a José. Estaba anocheciendo y allá abajo la ciudad empezaba a llenarse de luz.

Las luces del Templo eran brillantes y hermosas, pero yo no podía buscar en todo el pueblo y los campamentos, y ni siquiera di con Cleofás.

Solo, José estaba contemplando la ciudad, escuchando la música y el batir de címbalos que procedían de algún lugar cercano. Daba sorbos a un vasito de vino.

Se lo pregunté a bocajarro:

– ¿Volveremos a ver algún día al primo Juan?

– Quién sabe. Los Esenos están al otro lado del mar Muerto, al pie de las montañas.

– ¿Tú crees que son buena gente?

– Son hijos de Abraham como el resto de nosotros -dijo-. Se puede ser peores cosas que Eseno. -Hizo una pausa y continuó-: Eso pasa con nosotros los judíos. Ya sabes que en nuestro pueblo hay hombres que no creen en la resurrección del último día. Y luego están los fariseos. Los Esenos creen con toda su alma y se esfuerzan al máximo para agradar al Señor. Asentí con la cabeza.

A mí me constaba que todos los del pueblo querían ir al Templo, y que observar las festividades era importante para ellos. Pero no lo dije, porque me pareció que en sus palabras había verdad. No tenía más preguntas que hacer.

Me consumía la tristeza. Mi madre quería a su prima. Recordé verlas abrazadas al despedirse la última vez que habíamos estado juntos. Y que yo había sentido mucha curiosidad por mi primo. Despedía tal sensación de… de seriedad, sí, ésa es la palabra, seriedad. Eso fue lo que me atrajo de él.

Los otros chicos del campamento eran muy simpáticos y los hijos de los sacerdotes hablaban bien y decían cosas buenas, pero yo no tenía ganas de estar con ellos. Dejé a José. Yo tenía prohibido preguntarle las cosas que me pesaban en el corazón. Prohibido.

Me tumbé en la estera e intenté dormir pese a que en el cielo apenas empezaban a aparecer las primeras estrellas.

Alrededor, los hombres discutían sin parar, unos decían que el sumo sacerdote no era el mejor, que Herodes Arquelao se había equivocado en su elección, mientras otros sostenían que el sumo sacerdote era aceptable y que nos convenía tener paz, no más revueltas.

Sus voces airadas me asustaron.

Me levanté, dejé allí la estera y eché a andar alejándome del campamento por la ladera. Me sentó bien estar bajo las estrellas.

Había otros campamentos pero más pequeños; cubrían las pendientes y sus fogatas iluminaban poco, mientras en lo alto la luna brillaba hermosa sobre la región. Las estrellas desparramadas por el firmamento formaban sus bonitos dibujos.

La hierba olía muy bien y no hacía demasiado frío. Me pregunté si Juan estaría viendo ahora esas mismas estrellas en el desierto.

Entonces se acercó Santiago llorando.

– ¿Qué te pasa? -pregunté incorporándome. Le cogí la mano. Nunca había visto así a mi hermano mayor.

– Necesito decírtelo… -empezó-. Lo siento. Perdona todas las cosas malas que te he dicho. Perdona por… haber sido malo contigo.

– ¿Malo? Santiago, pero ¿qué estás diciendo?

– Nadie podía oírnos ni vernos.

– No puedo ir mañana al Templo con esto dentro de mí, sabiendo que te he tratado tan mal.

Fui a abrazarle, pero él se apartó.

– Santiago -dije-, ¡tú nunca me has hecho daño!

– No tenía ningún derecho a contarte lo de los magos que fueron a Belén.

– Pero yo quería que me lo contaras -repuse-. Quería saber lo que pasó cuando nací. Necesito saberlo, Santiago. ¿No quieres contármelo todo?

– No te lo conté para complacerte. ¡Lo hice sólo para fastidiarte!

Sabía que eso era verdad. La dura verdad. Una más de las duras verdades que Santiago solía decir.

– Pero me dijiste lo que yo quería saber -repliqué-. Eso estuvo bien. Yo lo quería.

Santiago negó con la cabeza. Sus lágrimas no cesaban. Era el sonido de un adulto llorando.

– Santiago, te apenas por nada, en serio. Yo te quiero, hermano, no sufras por esto.

– Tengo que decirte otra cosa -susurró, como si hablar en susurros fuera necesario, aunque no lo era: estábamos lejos de los demás-. Te he odiado desde que naciste -dijo-. Te odiaba ya antes de que nacieras. ¡Sólo por existir!

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