– Llámale padre.
– ¿Y padre?
– Como siempre, escuchando sin decir nada. Cuando los que estaban en el establo le preguntaron su opinión, él no respondió. Todos se acercaban a ti y se ponían de rodillas. Rezaban y luego volvían a su rincón y su manta. Al día siguiente buscamos un nuevo alojamiento. En Belén todos se enteraron de lo ocurrido. Empezó a llegar gente preguntando por ti, incluso viejos apoyados en bastones. Pero José dijo que no nos quedaríamos mucho tiempo, sólo el suficiente para que te circuncidaran y para ofrecer un sacrificio en el Templo. ¿Sabes?, los magos de Oriente se presentaron en aquella posada porque iban a ver a Heredes…
Calló en seco.
– ¿Los magos fueron a ver a Heredes? -pregunté-. ¿Y qué ocurrió?
Pero Santiago no podía decir más porque José se acercaba lentamente por la cuesta. Lo reconocí en la oscuridad por su manera de andar. Se detuvo a cierta distancia.
– Ya habéis estado fuera mucho rato -dijo-. Volved. No quiero que os alejéis tanto del campamento.
Nos esperó.
– Te quiero, hermano mío -dije en hebreo.
– Te quiero, hermano mío -respondió Santiago-, No volveré a odiarte nunca. Jamás te tendré envidia. La envidia es algo horrible, un pecado horrible. Te querré siempre.
José echó a andar delante de nosotros.
– Te quiero, hermano -repitió Santiago-, seas quien seas.
«Seas quien seas… Cristo, el Señor… Ojalá los magos no se lo hayan contado a Herodes.»
Me rodeó con el brazo y yo hice lo propio.
Mientras bajábamos, comprendí que no podría decirle a José que Santiago me había contado todas esas cosas. José nunca lo hubiera permitido. El estilo de José era no hablar de nada. El estilo de José era vivir día a día. ¡Pero yo necesitaba conocer el resto de la historia! Si mi hermano me había odiado todos aquellos años, si el rabino me paraba a la puerta de la escuela para preguntar quién era yo, ¡yo tenía que saberlo! ¿Eran estos extraños acontecimientos la razón de nuestra marcha a Egipto? No, no podía ser sólo eso. Aunque todo Belén hubiera hablado de lo sucedido, nosotros podríamos haber ido a cualquier otro lugar. Podríamos haber vuelto a Nazaret, pero ¿y el ángel que se apareció a mi madre?
Teníamos parientes allí, en Betania. Y no todos eran sacerdotes importantes y ricos. Por ejemplo, aquí estaba Isabel. Pero, un momento, ¡los hombres de Herodes habían matado a Zacarías! ¿Tal vez a causa de todas estas historias? ¡Por un recién nacido que era «Cristo, el Señor»! Ah, ojalá hubiera podido recordar más cosas de lo que Isabel nos había dicho aquel día terrible, después de que los bandidos saquearan el pueblo, acerca de la muerte de Zacarías en el Templo. ¿Cuánto tiempo habría de pasar hasta que conociera todos los detalles?
Aquella noche, mientras estaba acostado, cerré los ojos y oré. Todas las palabras de los profetas pasaron por mi cabeza. Yo sabía que los reyes de Israel habían sido ungidos por el Señor, pero no habían sido anunciados por ningún ángel. Claro, ninguno de ellos era hijo de una mujer que nunca había yacido con un hombre.
Al final, no pude seguir pensando. El esfuerzo me agotaba. Contemplé las estrellas e intenté ver a las huestes cantando en el cielo. Recé para que se me aparecieran los ángeles como a cualquier otro ser humano.
Una gran dulzura me sobrevino entonces, una paz de espíritu. «El mundo entero, la tierra, es el Templo del Señor -pensé-. Toda la creación forma su Templo. Y lo que hemos construido en esa colina de allá es sólo un pequeño lugar, un lugar que nos sirve para mostrar que amamos al Señor que todo lo creó. Padre celestial, ayúdame.» Cuando por fin me dormí, en sueños escuché un potente cántico. Luego, al despertar, por un momento no supe dónde me hallaba; aquel sueño fue como un velo de oro que alguien apartara de mí.
Me sentía muy bien. El día apenas despuntaba. Las estrellas aún estaban allí.
Ya no era un niño. Según la costumbre, un chico asume el yugo de la Ley de Moisés al cumplir los doce años, pero eso no importaba. Yo había dejado de ser un niño. Lo supe cuando vi jugar a los otros niños aquella mañana. Y cuando nos unimos a los peregrinos que se dirigían al Templo.
Fue lo mismo que el día anterior, los apretones, los cánticos para pasar el rato, el lento avance hasta llegar a los baños, donde nos zambullimos desnudos en el agua fría para luego ponernos la ropa limpia que habíamos traído.
Por fin estábamos en el túnel, avanzando hacia el Gran Patio. Aquí, las voces de los que discutían resonaban en las paredes y en ocasiones sonaban airadas, pero yo ya no tenía miedo.
No hacía otra cosa que pensar en la historia que Santiago no había terminado de contarme.
El torrente de peregrinos, con sus diversas lenguas, desembocó finalmente en el patio del Templo, y fue un alivio ver allá en lo alto el cielo despejado. La gente se dispersó, inspiró hondo y a placer, pero enseguida nos atascamos de nuevo en la cola para comprar las aves de nuestro sacrificio. Santiago quería hacer una ofrenda por su pecado, y entonces comprendí que habíamos ido por ese motivo.
Qué pecado quería expiar Santiago, eso lo ignoraba. O quizá no. Pero ¿y qué? Cleofás había dicho que yo tenía que verlo, y por eso me había llevado consigo.
Hasta el día siguiente no recibiríamos la primera agua de purificación. Esto me tenía perplejo.
– ¿Cómo es que vamos a ir al santuario para el sacrificio si no hemos sido purificados todavía? -pregunté.
– Te equivocas -dijo Cleofás-. Nos purificamos en el mikvah antes de partir de Nazaret. Esta mañana nos hemos bañado en el arroyo junto a la casa de Caifás. Nos rociarán porque es la Pascua. Una purificación en toda regla por si hemos contraído alguna impureza de la que no tengamos noticia. -Se encogió de hombros-. Además, es la costumbre. Pero no hay motivo para que Santiago tenga que esperar. Santiago es bueno. Vamos a entrar en el santuario.
– Los judíos griegos deben pasar por la purificación antes de que entren -dijo tío Alfeo-. Y también los judíos de otras tierras.
José guardó silencio. Tenía una mano sobre el hombro de Santiago mientras lo guiaba, a él y a nosotros, entre la multitud.
Antes de comprar las aves, previamente seleccionadas para el sacrificio, tuvimos que cambiar nuestro dinero por los shekels recibidos por el Templo.
Por encima de las mesas de los que cambiaban monedas al pie de la columnata, vi el techo quemado y a los hombres que trabajaban allí, sudando al sol, mientras restregaban y limpiaban las piedras que habían sobrevivido al incendio, y a otros que colocaban piedras nuevas con mortero. Yo conocía bien ese trabajo. Pero jamás había estado en un edificio tan grande, y ni siquiera alcanzaba a ver el final de la columnata ni a derecha ni a izquierda. Los capiteles eran muy hermosos y buena parte del trabajo en oro había sido restaurado.
Oí un clamor de voces delante de mí. Hombres y mujeres discutían con los encargados de cambiar el dinero. Cleofás se impacientaba.
– ¿A qué viene tanta discusión? -me dijo en griego-. Fíjate. ¿Es que no saben que estos tipos son unos salteadores? -Empleó la misma palabra en griego que utilizábamos para los bandidos que vivían en las colinas, aquellos rebeldes que habían tomado Séforis y habían sido perseguidos luego por los romanos.
En nuestra primera visita, el derramamiento de sangre nos había impedido llegar hasta aquí. Y ahora, cuando nos tocaba ya el turno ante las mesas, el alboroto era tremendo.
– Pues si quieres comprar dos aves, ¡tienes que cambiar esto! -le dijo uno de ellos a una mujer, la cual no pareció entender lo que el otro le decía en griego. La mujer hizo una pregunta en un arameo diferente del nuestro, pero yo logré entenderla.
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