– Un hijo de Israel, maestro -respondí en griego-. Un alumno en busca de la sabiduría de tus cabellos grises.
– ¿Y qué quieres saber, niño? -preguntó él, mirando al frente. Deslizó la moneda en el cinto que ceñía su túnica.
– Maestro, por favor, dime quién es Christos Kyrios.
– Ah, pequeño, son muchos los ungidos -dijo-, pero ¿el ungido por el Señor? ¿Quién crees tú que podría ser, aparte del hijo de David, el rey ungido de la raíz de Jesé que habrá de gobernar Israel y traer la paz a la Tierra Prometida?
– Pero, maestro, ¿y si unos ángeles cantaron cuando ese ungido nació?, ¿y si unos magos fueron a llevarle presentes, siguiendo una estrella en el cielo?
– Oh, esa vieja historia -dijo el ciego-. El bebé que nació en un pesebre, allá en Belén. De modo que la conoces. Ya casi nadie habla de esa historia. Es demasiado triste. Creía que estaba olvidada.
Me quedé sin habla.
– La gente dice «aquí está el Mesías» y «allá está el Mesías» -continuó, diciendo «Mesías» en hebreo-. Cuando venga el Mesías lo sabremos, ¿cómo no vamos a saberlo?
Yo estaba demasiado agitado para decir nada.
– Dime las palabras de Daniel, niño… «El que vendrá como Hijo del Hombre.» Niño, ¿estás ahí?
– Sí, maestro, pero ¿qué historia es ésa, la del niño que estaba en un pesebre? -pregunté.
– Fue algo espantoso, y además ¿quién sabe qué pasó exactamente? Todo ocurrió muy rápido. Sólo Herodes pudo hacer algo tan horrible, ¡un malvado sediento de sangre! Pero no debo decir estas cosas. Su hijo es ahora rey.
– Pero, maestro, ¿qué fue lo que hizo? Estamos a solas, no hay nadie por aquí cerca. El ciego me tomó la mano.
– ¿Cuántos años tienes? Tu mano es pequeña, y está áspera de trabajar.
No quise decírselo. Sabía que se iba a sorprender.
– Maestro, debo averiguar lo que sucedió en Belén. Cuéntamelo, te lo ruego.
– Cosas indecibles… -Meneó la cabeza-. ¿Cómo hemos podido acabar bajo el yugo de semejante familia?, ¿de unos hombres que ceden a la cólera, que asesinan a sus propios hijos? ¿A cuántos de sus propios descendientes aniquiló Herodes? ¿A cinco? ¿Y qué dijo César Augusto acerca de Herodes cuando éste asesinó a sus dos hijos varones? «Preferiría ser un cerdo de Herodes a ser su hijo.»
El ciego rió. Yo hice otro tanto por respeto a él, pero mi mente estaba conmocionada.
– Niño, responde por mí -dijo-. Debido a mi ceguera ya no puedo leer mis libros, y los libros lo eran todo para mí, mi único consuelo, y me cuesta un dinero tener alguien que me los lea, mis libros son mi tesoro. No los regalaré para pagar a un muchacho que me lea lo que queda de ellos. No puedo regalar los que yo mismo copié con tanto esmero, conforme a la Ley. Dime de Zacarías: «En ese día… En ese día…» Vamos, la última línea, niño…
– «En ese día no habrá ya más mercaderes en la casa del Señor» -dije.
El anciano asintió.
– ¿Los oyes? -preguntó.
Se refería a los hombres que cambiaban las monedas y a quienes discutían con ellos.
– Sí, los oigo.
– ¡En ese día! -repitió-. En ese día.
Miré sus ojos, el grosor del velo que los cubría. Era como leche sobre sus ojos. Si yo… No, pero había hecho una promesa. Si yo hubiera sabido que eso estaba bien… pero lo había prometido.
Sus dedos, blandos y resecos, apretaron los míos.
Y yo así su mano y recé silenciosamente por él. «Oh, Dios misericordioso, sólo si ésa es tu voluntad, concédele el consuelo, concédele algún alivio…»
José estaba detrás de mí.
– Ven, Yeshua -dijo.
– Que Dios te bendiga, maestro -dije yo, y le besé la mano.
El hombre se quedó agitándola a modo de despedida.
Tan pronto la vieja Sara se puso de pie y Riba se hubo asegurado el bebé con unas ligaduras, iniciamos el trayecto para salir del Templo.
En lo alto de la escalera que daba al túnel, José se detuvo y me agarró de la mano. Santiago había seguido andando.
El ciego venía presuroso hacia nosotros, sus ojos negros y centelleando de luz. Miró a derecha e izquierda y luego de nuevo a José. Ver resucitar a un muerto no habría sido menos pasmoso.
El corazón me dio un vuelco.
– ¡Aquí había un niño! -exclamó el anciano-. ¡Un niño! -Miró hacia mí y luego escalera abajo hacia la muchedumbre-. Un chico de doce o trece años. Acabo de oír su voz hace un momento. ¿Adonde ha ido?
José meneó la cabeza y, agarrándome con su fuerte brazo derecho, me subió a su hombro y caminó hacia el túnel.
De camino a casa no me habló en ningún momento.
Yo quería repetirle las palabras de mi oración, para que viera que me habían salido del alma, que yo no había querido hacer nada malo, que tan sólo había orado y me había puesto en manos del Señor.
Los días que siguieron fueron alegres y plenos para la familia. Estuvimos en el Templo para la purificación y nos bañamos después de ser rociados por segunda vez, como era de rigor. Durante el período de espera paseamos por las calles de Jerusalén, maravillados de las joyas, los libros y las telas que vendían en el mercado, y Cleofás compró incluso un librito en latín. José le compró a mi madre unos bonitos bordados, que ella podría coser en un velo para lucirlos en las bodas del pueblo.
Eso durante el día. Por la noche había música e incluso bailes en Betania, entre los campamentos.
Y la Pascua propiamente dicha fue una maravilla.
José se encargó de degollar el cordero delante del sacerdote y el levita, que recogieron la sangre. Y cuando estuvo asado, cenamos según la costumbre con pan sin levadura y las hierbas amargas, contando la historia de nuestro cautiverio en tierras de Egipto, y cómo el Señor nos había rescatado de allí y hecho cruzar el mar Rojo para devolvernos a la Tierra Prometida.
Comíamos el pan ázimo porque al huir de Egipto no habíamos tenido tiempo de hacer pan con levadura; las hierbas amargas eran en recuerdo de lo amargo que había sido nuestro cautiverio; el cordero, porque ahora éramos libres y podíamos celebrar que el Señor nos había salvado; y fue la sangre del cordero en las puertas de los israelitas lo que había hecho que el Ángel de la Muerte pasara de largo cuando había asesinado a los primogénitos de Egipto porque el faraón no quería dejarnos ir. ¿Y quién de nosotros, de nuestra pequeña asamblea, no iba a dar a todo esto un significado especial, haciendo un año que habíamos salido de Egipto, padecido guerras y penurias, y encontrado nuestra tierra prometida en Nazaret, desde donde habíamos acudido gozosos al Templo del Señor?
Pasada la festividad, cuando muchos ya se marchaban de Jerusalén y nuestra familia empezaba a hablar de la partida, si la vieja Sara estaría en disposición de hacer el viaje, y de esto y de lo de más allá, yo busqué a José en vano.
Cleofás me dijo que había ido a Jerusalén con mi madre, al mercado, ahora que había poca gente, con la intención de comprar hilo.
– Quisiera volver al Templo para oír a los maestros del pórtico -le dije-. No nos marcharemos hoy mismo, ¿verdad?
– No, qué va. Busca alguien que te acompañe. Está bien que veas el Templo cuando no hay aglomeraciones, pero no puedes ir solo. -Fue a hablar con los hombres.
En todo este tiempo, José no me había dicho una sola palabra acerca del ciego. Lo que había ocurrido con él lo había asustado. Yo no me había dado cuenta en el momento, pero ahora lo sabía. Lo que no sabía era si José podía ver el cambio operado en mí. Porque yo había cambiado.
Mi madre sí lo notaba. Ella lo veía, pero no la preocupaba. Después de todo, yo no estaba triste. Sólo había renunciado a jugar con los otros chicos. Y como veía las cosas con otros ojos, me mostraba callado pero en absoluto infeliz. Escuchaba a los hombres cuando hablaban, prestaba atención a cosas que antes no habría notado, y la mayor parte del tiempo estaba solo.
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