– Esposo mío, tienes que estar hambriento después de tanto tiempo.
Era curioso, pero, durante el tiempo que pasamos en el pozo, no había tenido ningún impulso amoroso ni fantasías. Unas pocas veces., sólo para desahogarme físicamente, me había acariciado mientras Eco dormía. Supongo que él había hecho lo mismo, aunque probablemente con más frecuencia. Y en alguna ocasión había recurrido a determinada fantasía que incluía a una señora de alta alcurnia y a su litera de rayas rojas y blancas. Pero la mayor parte del tiempo había huido de mi cuerpo tanto como había podido. Negar el placer era quizá una forma de negar las inminentes perspectivas de dolor y muerte. Era como si hubiera sido enterrado vivo…, lo que no estaba muy lejos de la realidad.
Ahora estaba libre y por fin en Roma, a salvo, bien alimentado y rodeado por mis seres queridos. Pero también estaba cansado, agotado por cuatro días de montar a caballo, y aún no me había recuperado de los efectos debilitadores de la cautividad. Muy, muy cansado para lo que quería Bethesda, pensaba…, pero los movimientos de su mano habían empezado a excitarme y su calidez pareció inyectar algo de vitalidad en mi cuerpo, devolviéndome de nuevo a la vida. Sentí que me hundía en un estado más allá de las palabras y las preocupaciones, como una piedra que se disolviera en el agua.
– Aquí no -susurré-. Deberíamos… entrar…
– ¿Por qué?
– ¡Bethesda…!
Así que lo hicimos en el jardín como jóvenes amantes; y no una vez, sino dos, con la luna por lámpara. El aire de la noche cada vez era más frío, pero eso sólo hizo que ardieran aún más las partes de nuestros cuerpos que estaban en contacto.
Una vez tuve la sensación de que nos estaban mirando, pero cuando miré a mi alrededor, sólo vi la cabeza de Minerva que me devolvía la mirada desde la hierba. No le hice caso hasta que terminamos la segunda vez. Cuando volví a mirar aún parecía estar observándome, con una mirada herida en sus ojos de lapislázuli. «¿Cuándo vas a satisfacer mis necesidades?», parecía decir su expresión…, como si sólo yo pudiera reunir los pedazos de la diosa de la sabiduría y devolverla a su pedestal.
Finalmente, Bethesda y yo nos retiramos al dormitorio; en medio de la noche, me levanté para hacer mis necesidades. La voluminosa sombra que vi al otro lado del jardín me alarmó al principio, hasta que me di cuenta de quién era.
– ¡Davo! -susurré-. ¿Qué haces levantado? Los guardias de Pompeyo ya vigilan la casa por la noche.
– No podía dormir.
– Pues tienes que hacerlo. Te necesito mañana fresco y alerta. -Lo sé. Trataré de dormir. -Davo se fue cabizbajo. Le toqué un hombro.
– Davo, es cierto lo que dije anoche. Creía que te habíamos perdido para siempre. Me alegro de que no haya sido así.
– Gracias, amo. -Se aclaró la garganta y miró a otro lado. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se sentía tan culpable?
– Davo, nadie te echa la culpa de lo que pasó. -Si hubiera sabido montar bien a caballo…
– He montado toda mi vida y me tiraron de la montura sin nigún problema.
– Pero a mí nadie me empujó. ¡Fui arrojado! Si hubiera resistido habría podido ir a buscar ayuda.
– Tonterías. Si hubieras resistido habrías luchado y entonces seguro que te habrían asesinado. Hiciste lo que pudiste, Davo.
– Pero no fue suficiente.
– ¿Cómo es que tenía una naturaleza tan responsable habiendo sido un esclavo toda su vida?
– Davo, Fortuna te sonríe. El caballo te tiró, te dieron por muerto y estás vivo. Fortuna nos sonríe a todos. Estamos aquí, ¿no? Piensa que eso es lo que importa.
Por fin me miró directamente a los ojos.
– Amo, tengo algo que decir. ¡Dijiste que te alegraba descubrir que yo todavía estaba vivo pero ni siquiera imaginas lo alegre que me sentí yo cuando os vi en la puerta! Porque… bueno, no puedo explicarlo. Ojalá pudiera pero no puedo. ¿Puedo irme ya?
– Por supuesto, Davo. Duerme un rato.
Davo echó a andar, con un nudo en la garganta y a punto de romper a llorar. Creo que lo entendí. Minerva, que puede verlo todo desde el lugar en el que ha caído, debió de reírse un buen rato a mi costa aquella noche.
A la mañana siguiente le dije a Diana que me enseñara la nota que había mencionado en su carta a Metón, la que había llegado con un correo anónimo dirigida a su madre. Era tal como la había transcrito.
No temáis por Gordiano y su hijo. No han sufrido daños. A su debido tiempo, volverán con vosotros.
Se la enseñé a Eco.
– ¿Reconoces la letra?
– No.
Yo tampoco. A pesar de todo, nos dice algo. El pergamino es de buena calidad, así como la tinta; no viene de familia pobre. Incluso la ortografía es correcta y las letras están bien escritas, lo cual hace pensar que el autor está bien educado.
– Probablemente lo ha escrito un esclavo al dictado.
– ¿Eso crees? Yo creo que un mensaje como éste lo ha tenido que escribir un ciudadano. Lo que debemos hacer ahora es echar un vistazo a mis archivos y a la correspondencia para buscar una letra que se parezca a ésta.
– Yo no tengo muchos ejemplares, y tú tampoco, papá. Muchas cartas vienen escritas en tablillas de cera y se puede escribir encima para. aprovecharlas.
– Sí, pero a lo mejor encontramos algo…, un recibo, una factura. algo. ¿Has visto cómo ha escrito la letra G en mi nombre? Es un rasgo distintivo. Si encontramos al hombre que escribe la G de esa manera…
– encontraremos al hombre que sabe algo acerca de nuestra cautividad.
– Exacto.
Eco sonrió.
– De todas formas, tengo que limpiar mi despacho y ordenar la correspondencia. ¿Empezamos aquí o en mi casa del Esquilino?
– Mejor aquí. A menos que quieras ir a tu casa para echar un vistazo, ya que has estado fuera tanto tiempo. Y, por supuesto, tarde o temprano, tendremos que ir a ver al Grande para informar…
Como respondiendo a una seña en una obra de teatro, Davo apareció en la puerta.
– Una visita, amo.
– ¿Alguien conocido?
– Creo que lo llamas por un apodo. Algo tonto… -Davo pareció pensativo-. ¡Ah! Ya lo recuerdo: ¡Cara de Niño! Me volví a Eco.
– Parece que tendremos que ver al Grande temprano y no tarde. ¿Tenemos que coger las capas, Davo?
– No, la mañana está templada, amo, y el cielo despejado. ¿Tengo… tengo que ir con vosotros?
– No creo que te necesitemos, Davo, si tenemos a Cara de Niño y a todos sus hombres cuidándonos. Quédate aquí. Has hecho un buen trabajo cuidando de las mujeres durante nuestra ausencia.
Pensé que con esto se quedaría contento, pero mis palabras de alabanza parecieron hundir a Davo en una melancolía más profunda.
Como cónsul, aparte del hecho de seguir mandando sus legiones en Hispania, Pompeyo estaba legalmente autorizado a entrar en la ciudad y podría haber establecido su residencia en la antigua casa familiar que poseía en el barrio de Las Carinas. Pero en lugar de esto, había elegido permanecer en la villa que tenía en el monte Pincio, probablemente porque era más fácil de defender. Mientras subíamos por las terrazas ajardinadas rodeadas de soldados, me preguntaba si sería así como viviría un rey si Roma lo tuviera.
El Grande nos recibió en la misma sala en que nos había recibido la primera vez. Estaba sentado en un rincón con un montón de documentos en el regazo, dictando a un secretario, pero en cuanto entramos, apartó los documentos y despidió al escribiente. Salimos a la terraza, iluminada por la brillante luz del sol. No había columnas de humo que estropearan la vista de la ciudad. Pompeyo había prometido restaurar el orden y lo había hecho.
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