– Has estado fuera durante mucho tiempo, Sabueso. Debo confesar que casi había renunciado a ti. Fue una agradable sorpresa recibir noticias de tu regreso. Tenéis buen aspecto aunque estáis un poco más delgados que la última vez que os vi. He podido mantenerme informado acerca de vosotros gracias a la cooperación de tu esposa. Fuisteis secuestrados al lado del monumento de Basilio. Y hace pocos días recibió una nota diciéndole que no se preocupara y prometiendo que, en un momento dado, seríais liberados. Y aquí estáis.
– Pero no nos liberaron nuestros captores, Grande. Escapamos.
– ¿Sí? -Pompeyo enarcó una ceja-. Así que ha sido toda una aventura. Sentaos aquí. Puedo disfrutar de un buen relato para distraerme de mis asuntos durante un rato. Empezad por el principio.
Si Pompeyo prefería llamarlo relato en lugar de informe, yo no tenía ninguna objeción, aunque quedó claro por sus frecuentes preguntas que quería detalles completos de todo lo que habíamos visto, oído y hecho en la Vía Apia. No llamó a su secretario para que tomara notas; aparentemente prefería anotar los detalles relevantes en su cabeza y guardarse toda la información para sí. A él le saqué muy poco. Después de todo, habíamos hecho un trato. El pago que había ofrecido nunca compensaría los días que habíamos estado encerrados, pero había cumplido su palabra de mantener a salvo a mi familia mientras estuviera fuera.
En ciertos puntos, sobre todo en el encuentro entre Milón y Clodio, nos hizo varias preguntas. Eco y yo habíamos repasado las pruebas tantas veces durante nuestro encierro, que podríamos haber contestado a sus preguntas en sueños. Pero también estaba harto de hablar y pensar sobre el mismo tema y Pompeyo pareció notarlo porque, de vez en cuando, se reclinaba en su asiento y hablaba de otros asuntos, nos preguntaba si habíamos disfrutado de su villa del Albano y de los servicios de su cocinero antes de volver a nuestros descubrimientos en la Vía Apia. La conversación llegó a tener ritmo propio, a ratos intenso y a ratos relajado, y, antes de que me diera cuenta, había pasado toda la mañana.
Pompeyo no era un gran orador, pero sí era un interrogador hábil. Su larga experiencia como general le había enseñado a interrogar a sus hombres y a contrastar sus declaraciones. No había duda de que sus reformas jurídicas habían puesto más énfasis en interrogar a testigos y menos en los discursos retóricos. Si mis informes le sorprendieron o le alarmaron, incluyendo los detalles del encierro, no lo manifestó.
Terminé el informe con un breve resumen de nuestra huida y unas palabras sobre la estancia en el campamento de César en Ravena. Pompeyo pareció impresionado cuando le dije que habíamos hablado con el general en persona.
– Dijo que te enviaba sus mejores deseos -dije.
– Ah, ¿sí? -Pompeyo parecía ligeramente divertido-. Y dime, ¿cómo trató a Cicerón?
Mientras pensaba en el modo en que debía contestar esta pregunta, Pompeyo vio la mueca de Eco y asintió. ¿Mal?
– César parecía estar muy ocupado y no le daba audiencia -dije con diplomacia.
– Ja! Quieres decir que hacía todo lo posible para que Cicerón se sintiera como un idiota. Es porque lo he enviado yo, naturalmente.
– Perdón, Grande, ¿qué quieres decir?
– Cicerón estaba allí en representación mía. ¿No te diste cuenta, Sabueso? ¿Te dijo que actuaba por su cuenta?
– No exactamente…
– Te despistó. ¡Admítelo! Bien, Cicerón nos ha despistado a todos en una ocasión u otra, así que ¿por qué no iba a hacerlo contigo también? Vaya un zorro. Estoy seguro de que puso cara de circunstancias y actuó como el gran salvador del Estado que golpea aquí y allá , buscando sentido a todos los conflictos y encadenándolo todo. El hecho es que yo envié a Cicerón a Ravena para que hiciera un trato con César en mi nombre. Ya sabes que en estos momentos tengo el poder que necesito para hacer ciertas cosas que han de hacerse. Pero los partidarios de César en el Senado podrían causarme muchos quebraderos de cabeza. Desconfían de mí. Están irritados porque soy el único cónsul. Para equilibrar las cosas, insisten en que César tenga la oportunidad de ser cónsul el año que viene, aunque esté ausente en la Galia. Bien, ¿por qué no? Celio era el que más pinchaba, amenazando con vetar la licencia especial para César. Esto lo hizo todo más interesante. Además está esa nueva revuelta entre los galos; César está impaciente por aclarar las cosas en Roma antes de dirigirse al norte. Lo que lo hace todo aún más interesante. ¡Oh! Le daré a César lo que quiere, por supuesto, pero siempre hay que negociar un poco. Así que pensé: ¿quién mejor que Cicerón para ser mi mensajero? Ahí está César, acosado, presionado y preparándose para partir hacia una campaña peligrosa, y ¿quién aparece buscando una audiencia? ¡Un hombre al que no puede soportar! ¡Marco Cicerón! Probablemente, César descargará todo su malhumor en el pobre Cicerón, pero al mismo tiempo tendrá que reconocer que le estoy haciendo un favor. Mientras tanto, Cicerón tendrá la oportunidad de sentirse poderoso e importante ya que es la única persona que puede meter algo de sentido común en ese cabezón de Celio y se sentirá absurdamente agradecido conmigo por haberle dado semejante responsabilidad…, dejarle participar en el juego y hacer de él un mediador entre César y yo. Y, si no consigue nada, ¡al menos el viaje habrá servido para apartar a Cicerón de mi vista durante unos días!
Pestañeé y asentí, pensando que realmente no entendía absolutamente nada de política ni de políticos.
– Bien, Sabueso, aprecio tu honradez y tu pormenorizado relato. Y siento vuestro sufrimiento a manos de los captores. Si fueras un soldado, diría que has servido más allá del deber. Serás recompensado. Nunca olvido estos servicios.
– Gracias, Grande.
– Si lo deseas, puedo dejar los guardianes en tu casa.
– Te lo agradecería mucho, Grande. ¿Hasta cuándo?
– Mientras dure el conflicto que atravesamos. Creo que se solucionará bastante pronto. -Bebió un largo trago de vino-. ¿Sabes, Sabueso? Tu hijo y tú no sois los únicos que os habéis enfrentado al peligro este último mes. Yo también tuve mis pequeñas aventuras tratando de mantener mi cabeza pegada a los hombros. Me atrevería a decir que podría haber utilizado los servicios de un hombre de tu habilidad en Roma para que me ayudara a comprender todo lo que pasa.
– ¿Aventuras, Grande?
– Hay quien dice que Milón está dispuesto a deshacerse de mí.
– ¿De veras?
– ¡No palidezcas, Sabueso! No voy a pedirte que investigues las intenciones de Milón. Ya tengo gente dedicada al caso y tú te mereces un descanso. Sin embargo, me habría gustado que hubieras estado aquí para ayudarme en el incidente de Licinio, el sacerdote carnicero.
– ¿Perdón, Grande?
– Licinio; es carnicero y sacerdote. Es un victimario, el que corta la garganta de un animal cuando los sacerdotes ofrecen un sacrificio; el tal Licinio hace el trabajo sucio mientras los otros cantan y desparraman incienso. Pero en su tiempo libre, lleva una carnicería en la arcada que rodea el Circo Máximo. Muy apropiado, ¿eh? Me atrevería a decir que parte de la carne que es sacrificada a los dioses un día, termina siendo vendida a simples mortales hambrientos al siguiente. Pero el sujeto parece ser bastante respetado como sacerdote. Mi trato con él comenzó pocos días antes de que el Senado me nombrara cónsul. Licinio se presentó en mi puerta una noche, explicó quién era y pidió verme por mi propia seguridad, dijo. ¡Tuve que pensarlo dos veces antes de admitir a un carnicero profesional en mi presencia!
Tomó un sorbo de vino.
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