– ¡Gordiano! ¿Realmente se ruborizó? No, imposible; Clodia estaba más allá del sonrojo. Debía de ser un engaño de la luz, como la perfección de su piel-. Gordiano, he venido en nombre de Fulvia; debes saberlo. -Trató de hablar con tono serio pero no pudo reprimir una sonrisa.
– ¿Es lo que le dijiste a mi esposa cuando se asomó a la litera para saludarte?
– Por supuesto. Luego hablamos del tiempo. ¿No te gusta el comienzo de la primavera?
– Mi mujer es una diosa, ¿sabes? Una mortal estaría locamente celosa de ti.
Ladeó la cabeza.
– Estoy de acuerdo en que tiene que ser divina; cualquier hombre casado con una simple mortal habría sucumbido a mis encantos hace mucho tiempo. Pero pensaba que quizá considerabas que la diosa era yo.
– Oh, no, Clodia. Definitivamente te considero una mujer. No hay ninguna duda sobre eso…
Ambos sonreímos. Las sonrisas se desvanecieron. Una nube había cubierto el sol cambiando la luz que penetraba en la litera. Ninguno de los dos apartó la mirada.
– ¿Está a punto de ocurrir algo, Gordiano? -dijo Clodia. Apenas reconocí su voz.
Respiré hondo y le estreché la mano. Al poco rato, comprendió el significado de mi apretón y la retiró. Me encogí de hombros.
– Si ocurriera algo entre los dos, Clodia, todo sería distinto. El juego de la luz en la litera, la calidez de tu cuerpo, la esencia inolvidable y esquiva. Nunca volvería a ser lo mismo y quiero que no cambie jamás.
Pareció estremecerse, luego se rió suavemente.
– ¡Hombres! -dijo con voz desdeñosa pero no hostil. Por un momento pensé que la había herido y sentí un escalofrío. Luego me di cuenta de lo absurdo que era. Unos momentos con Clodia podían hacer que cualquier hombre se comportara como un pavo real-. ¿Qué descubriste en la Vía Apia? -De nuevo hablaba en tono casual-. ¿Algo nuevo de importancia?
– Casi no sé por dónde empezar. Ya casi estamos en casa de Fulvia, ¿no? ¿Por qué no entras conmigo y escuchas lo que le cuento a ella?
Su expresión dejó claro que no era posible.
– Quizá más tarde, cuando vuelvas a casa, puedas darme un informe privado -dijo.
– Sí, si así lo deseas.
Su litera me dejó en los escalones que conducían a la entrada. Un guardia me acompañó dentro. Las altas habitaciones estaban sin terminar y amuebladas sin orden ni concierto. Sin patrón y sin arquitecto, la casa de Clodio había quedado congelada en el tiempo.
La habitación en la que me esperaban Fulvia y su madre era más brillante y más cálida que la última vez, pero Sempronia aún llevaba una manta sobre su regazo y me dirigió una mirada helada. Vi que había más gente en la habitación y me sentí inesperadamente aliviado cuando Fulvia los presentó.
– Gordiano, creo que ya conoces a Felicia, guardiana del santuario de la Buena Diosa en la Vía Apia, y a su hermano Félix, servidor del altar de Júpiter en Bovilas.
– ¿Así que seguiste mi consejo? -pregunté a Felicia.
– Mi hermano y yo lo estuvimos discutiendo durante una hora, luego recogimos lo que necesitábamos y al día siguiente, antes de que amaneciera, vinimos a Roma. Apenas hemos salido de esta casa desde entonces. -Felicia era tan sorprendente como siempre. Incluso acogida en la casa de otra mujer, se comportaba con la misma indiferencia intrigante e irritante.
– No les dejaré marchar -dijo Fulvia-. Son demasiado valiosos como testigos. Y demasiado vulnerables; Milón ya se habrá enterado de que hubo testigos de sus crímenes. Félix y Felicia están a salvo conmigo, y muy cómodos.
– Muy, muy cómodos -dijo Félix, cuya cara parecía más oronda de lo que recordaba.
– ¿Testigos? -dije-. ¿Va a haber un juicio?
– Sí -dijo Fulvia-. Ha habido aplazamientos. Pompeyo tiene que reorganizar el tribunal a su gusto y Milón ha dado un espectáculo de sí mismo mayor que el que nunca dieron sus gladiadores, postergando y bramando y utilizando todo tipo de triquiñuelas legales para librarse de lo inevitable. Pero mi sobrino Apio está por fin preparado para llevar el caso. Una vez los cargos estén debidamente presentados, será cuestión de días que aplastemos a ese bastardo para siempre. Sempronia rechinó los dientes y soltó un escupitajo.
Hemos oído hablar de tus desgracias -dijo Fulvia.
– Por favor, como acabo de decirle a tu cuñada, no tengo estómago para hablar de ello.
– Bien -dijo Fulvia bruscamente-. Yo también estoy harta de oír hablar de desgracias. En lo que quiero pensar ahora es en el futuro.
Félix, Felicia, por favor, dejadnos solos. -Félix se arrastró obsequiosamente. Su hermana le siguió, dirigiéndome una inapropiada sonrisa. Fulvia hizo una mueca.
– ¡Qué gentuza! Me hierve la sangre cada vez que se acercan.
– El hombre come como un cerdo -dijo Sempronia-y la mujer curiosea por todas partes y cuando la descubro se hace la tonta. ¡Gentuza de lo peor! -declaró Fulvia.
– Pensaba que el amplio círculo de amistades de tu difunto marido debería haberte familiarizado con todo tipo de personas mejores o peores -dije.
– ¡Vigila tu lengua, Gordiano! -dijo Sempronia. Fulvia levantó una mano para prevenir a su madre.
– Gordiano es nuestro invitado. Y tenemos asuntos pendientes con él.
– ¿Ah, sí?
– Ya sé que nunca llegamos a un acuerdo formal sobre la proposición que te hice. De todas formas, has estado investigando la muerte de mi marido. Sospecho que habrás sido empleado por cierta persona; ¿cómo explicar, si no, la presencia de sus guardaespaldas en tu casa? Pero el hecho de que enviaras testigos valiosos a mi casa para que los protegiera… -Lo hice tanto por ellos como por ti -dije. Se detuvo, sorprendida por mi brusquedad.
– Quizá sí, pero el hecho te señala como amigo de nuestra causa. ¿Es que aceptaste mi proposición? ¿Tienes alguna información para mí?
– ¿Quieres decir sobre Marco Antonio?
– Sí.
Vacilé.
– ¿Cuál fue la cantidad que ofreciste?
Dijo la cifra.
– Lo dejaremos en la mitad -dije-. Para completar la diferencia, quiero que me des dos de tus esclavos.
Pareció dudarlo.
– Si estás buscando más guardaespaldas, debo decirte que uno de mis mejores hombres vale mucho más que la cifra que acabo de decir. -No, Fulvia. No busco protectores. Sólo quiero dos chicos que residen en tu villa del Albano. Hermanos; se llaman Mopso y Androcles. ¿Qué? ¿Los mozos de cuadras?
Sempronia hizo una mueca.
– ¿Eso es lo que te gusta, Sabueso? Clodia debe de decir la verdad cuando asegura que nunca has tratado de tocarla a pesar de todas sus insinuaciones.
Me mordí la lengua. Suspiré y me encogí de hombros.
– Sólo puedo decir que intento darles a los chicos mejor uso del que tú les das, Fulvia. ¿Sabes que salvaron la vida de tu hijo cuando Milón y sus hombres irrumpieron en la villa?
– ¿Por qué? ¿Porque resultó que estaban en el mismo pasadizo que él y se las arreglaron para que no lloriqueara?
– ¿Así es como lo ha explicado tu hijo? Creo que no das suficiente crédito a los chicos.
– Sólo son los mozos de cuadras, Gordiano.
– Quizá, pero apuesto que los dos serán tan inteligentes y hábiles como cualquiera de tu familia.
Fulvia enarcó una ceja.
– Si quieres los dos esclavos como parte de tu paga, Gordiano, los tendrás.
– Bien. ¿Puedo hacer mi informe?
– Sí.
– Marco Antonio no tiene nada que ver con la muerte de tu esposo.
– ¿Así de simple?
– Tienes mi palabra.
– ¿Tu palabra? -dijo Sempronia con frialdad. Fulvia empezó a pasear ante las ventanas abiertas.
– ¿Qué más puedo ofrecerte? La certidumbre es algo extraño. Aristóteles nos enseñó que ningún hombre puede probar que determinada cosa no sucedió. Llevé tu pregunta conmigo a lo largo de toda la
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