– Aparentemente, Licinio tenía una clientela regular de guardaespaldas y gladiadores del circo…, su tienda es algo así como un lugar habitual para los buenos comedores de carne. Aquel día había ido un grupo a atiborrarse de embutidos sanguinolentos y vino. Se emborracharon, tanto de sangre como de vino, y se les escapó que eran parte de una conspiración de Milón para asesinarme. Cuando se dieron cuenta de que el carnicero estaba escuchando, lo acorralaron contra una pared, le pusieron un cuchillo en las costillas y le dijeron que lo matarían si se lo contaba a alguien.
»Después de cerrar la tienda vino aquí, bastante preocupado. Le escuché y después convoqué a Cicerón para ver qué tenía que decir en defensa de Milón. Antes de que Licinio terminara su historia, Cicerón comenzó a atacar el carácter del hombre. Lo llamó carnicero disfrazado de sacerdote, dijo que había derramado más sangre con su cuchillo que cualquiera de los hombres a los que estaba acusando y que lo más probable era que el asesino fuera él, ya que estaba en bancarrota y desesperado por conseguir dinero, y así continuó sin parar.
»¿Ves la falta de lógica, Gordiano? ¿Cómo es que Cicerón sabía tanto de aquel desconocido carnicero del Circo Máximo? ¿Cómo es que había llegado a mi casa armado con argumentos contra él… si no había realmente una conspiración y Cicerón lo sabía? No acuso a Cicerón; no creo que tomara parte activa en una conspiración para matarme. Pero creo que los gladiadores de Milón debían de haber avisado a su jefe de que el carnicero les había oído y Milón debió de comunicarlo a Cicerón, así que no se sorprendió mucho al ver a Licinio aquí. Cuando el carnicero se levantó la túnica para enseñar el lugar en el que el gladiador había puesto su daga, Cicerón relinchó como un burro. "¿Ese pequeño arañazo? ¿Esperas impresionarnos con eso? ¿Quieres hacernos creer que un enorme y fuerte gladiador hizo ese pequeño arañazo? Es obvio que has utilizado una horquilla de tu mujer y te has arañado tú mismo y ni siquiera mucho. ¡Para ser un carnicero eres demasiado escrupuloso en derramar tu propia sangre! »
»Entonces, mientras Cicerón vociferaba, un hombre que decía ser amigo del carnicero apareció, diciendo que quería verle. Dejé que Licinio lo viera en la antesala; por supuesto, tenía la antesala vigilada y, al poco, entró un guardia a decirme que el supuesto amigo de Licinio estaba tratando de sobornarle para que mantuviera la boca cerrada. ¡Aquí, bajo mi propio techo! Era suficiente para un solo día. Envié a Licinio a casa bajo custodia, encerré al sujeto que quería sobornarlo (que era un simple recadero y no sabía nada) y le dije a Cicerón que desapareciera de mi vista antes de que lo estrangulara.
– ¿Y qué resultó de todo esto?
– Expuse las pruebas al Senado. Cuando Milón habló, juró que nunca había visto a la mayoría de los gladiadores en cuestión. A algunos reconoció haberlos poseído en otra época, pero dijo que los había manumitido hacía tiempo y que ya no era responsable de ellos. Como ciudadanos, no podían ser torturados para que confesaran, por supuesto, por lo que mantuvieron la boca cerrada. Milón sugirió que Licinio el carnicero había oído fantasías de borrachos y había entendido mal lo que decían. Yo no tenía pruebas concretas de lo contrario. Y así han quedado las cosas… de momento. -Pompeyo miró hacia la ciudad-. Quizá podrías haberme ayudado a descubrir la verdad, Sabueso, pero no estabas aquí.
– Créeme, Grande, habría preferido estar aquí que donde estaba.
– Sí, sí, ya sé que has pasado grandes privaciones. No desprecio tu sufrimiento. Pero te aseguro que hay días en los que no es fácil ser Pompeyo el Grande.
Pasaron unos días sin que nadie me molestara. Eco y yo ocupábamos el tiempo examinando todos los papiros y pergaminos que había en nuestras respectivas casas, buscando una escritura parecida a la de la nota de Bethesda. No tuvimos éxito, aunque clasificar recuerdos y correspondencia se convirtió en un fin en sí mismo, en una tregua nostálgica. Necesitaba aquel periodo de distracción. Me había reunido con mi propia vida. Había pensado, equivocadamente, que cuando estuviera de vuelta en Roma podría continuar con mis asuntos sin perder un minuto, pero la experiencia en el pozo me había asustado e inquietado más de lo que había pensado. Me encontré en una especie de cuarta dimensión, no estaba preparado para ponerme en marcha.
De Bethesda no podría haber esperado más consuelo y apoyo. Nunca me dijo una palabra de reproche por haberme colocado en una situación tan peligrosa. Nunca me llamó vanidoso, ni estúpido irreflexivo como yo me había llamado a mí mismo miles de veces en el pozo. Vio que necesitaba toda su atención y afecto incondicionales y me los dio. Empecé a pensar que me había casado con una diosa.
Diana era más problemática. Si se hubiera enfadado conmigo por haberle causado tanta preocupación, por haberla hecho sentirse abandonada y desamparada, lo habría entendido, pero su comportamiento era mucho más desconcertante que todo eso. Siempre había sido inescrutable para mí, aún más que su madre. La experiencia me había enseñado, a veces con un fuerte golpe, que Diana era capaz de tener pensamientos y actos imposibles de predecir. Así que traté de no preocuparme demasiado por su aparente frialdad, su melancolía y su nueva costumbre de quedarse mirando al vacío.
Davo también me desconcertaba. Pensé que mi conversación en susurros con él, en el jardín, había puesto las cosas en su sitio y que dejaría de esconderse por ahí y de evitar mi mirada. Por el contrario, su conducta culpable empeoró. ¿Qué le pasaba?
Precisamente cuando empezaba a sentirme asentado de nuevo y comprometido con los avatares familiares, la distracción llegó en forma de una litera de rayas rojas y blancas.
Era inevitable que Clodia me mandara llamar tarde o temprano, al igual que lo había sido la cita con Pompeyo. Incluso había una parte de mí que había estado esperando su llegada con cierta impaciencia. Cuando Davo entró con el mismo esclavo arrogante que me había acompañado hasta la litera la vez anterior, traté de reprimir una sonrisa. Eco estaba fuera atendiendo sus propios asuntos, así que ¿qué otra cosa podía hacer que ir yo mismo? Cuando atravesaba el vestíbulo, me encontré con Bethesda que entraba. Con toda seguridad, había visto la litera y sabía adónde me dirigía. Contuve la respiración pero ella se limitó a sonreír cuando nos cruzamos y a decirme:
– Cuídate, esposo.
Luego se detuvo, inclinó mi cara hacia la suya y me dio un largo y profundo beso. Se fue riéndose. La política de Pompeyo, el sentido del humor de Bethesda, los cambios de humor de mi hija de diecisiete años: ¿qué más necesitaba para añadir a la lista de cosas que jamás comprendería?
Poco después estaba al lado de Clodia en la litera, recorriendo las calles del Palatino. Me cogió la mano y me dedicó una mirada larga y llena de sentimiento.
– Gordiano, los rumores que oímos sobre ti… ¡fueron tan horribles! ¡Qué prueba tan dura para tu familia! Cuéntamelo todo.
Sacudí la cabeza.
– No. Estoy de demasiado buen humor para echarlo a perder con una conversación tan desagradable.
– ¿Tan doloroso es para ti recordarlo? -Levantó las dos cejas a la vez. El hecho de que no se le notara ni una sola arruga debía de ser un engaño de la tenue luz que se filtraba-. Gordiano, ¿por qué sonríes?
– La luz de la litera. La calidez de tu cuerpo. Ese perfume esquivo e inolvidable que te envuelve. Los hombres nacen y mueren, las naciones se elevan y caen, pero algunas cosas nunca cambian.
– Gordiano…
– Eres una mujer extraordinaria, Clodia. ¿Viviré y moriré sin hacer el amor contigo?
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