– ¿Y bien, papá? -dijo cuando los tres paseábamos entre las tiendas.
– Probablemente no es nada, pero cuando ayer te hablé de nuestras investigaciones en la Vía Apia, olvidé mencionar a Marco Antonio.
– ¿Antonio? ¿Qué tiene que ver…?
– Amenazó con matar a Clodio el año pasado, en el Campo de Marte…, lo persiguió hasta un almacén del río. Allí Clodio se escondió en un aparador que había debajo de unas escaleras.
Metón se echó a reír.
– ¿Ah, ese incidente!
– ¿Lo conoces?
– Claro. A Antonio le chifla contarlo, sobre todo cuando está un poco borracho. Asegura que no tenía intención de matar a Clodio. Sólo quería convertirlo en eunuco.
– ¿Por qué luchaban?
– ¿Quién sabe? Papá, sus relaciones se remontan a mucho tiempo atrás. Los dos estuvieron enamorados de la misma mujer, Fulvia. Por lo que sé, en otra época estuvieron enamorados a la vez de alguna otra. Probablemente se encontraron en el Campo de Marte, intercambiaron unos cuantos insultos amistosos, Clodio dijo algo que le tocó las pelotas a Antonio y éste sacó su espada. Pero al final nadie resultó herido.
– ¡Metón, ese vocabulario! gimió Eco.
Metón sonrió y se encogió de hombros.
– No puedo reprimirlo durante todo el día. Pero ¿qué tiene esto que ver con…?
– El día anterior le había contado a Metón que estaba trabajando para Pompeyo, pero no le había dicho nada de Fulvia. Mi reunión con ella parecía haber sido accidental.
– Fulvia me pidió que descubriera si Antonio tenía algo que ver en la muerte de su esposo.
– Pero Antonio es uno de los que están trabajando para que juzguen a Milón.
– Eso no prueba nada.
¿Has descubierto alguna prueba que lo relacione con el caso?
Lo pensé cuidadosamente.
– Ningún testigo de los que presenciaron el incidente y sus secuelas tenía nada que decir de Marco Antonio.
– Bueno, ahí lo tienes.
– Quizás.
– Realmente, papá, Antonio es un buen soldado y un amigo mío. No puedo quedarme aquí a oír decir que es un asesino.
– Nadie ha dicho que sea un asesino, Metón. Pero pareces pensar que lo es.
¿Qué había dicho Cicerón de mí? «Siempre esperando la hora propicia, analizando cada pequeña prueba, buscando nuevas revelaciones, posponiendo la conclusión definitiva.»
– Si Fulvia estuviera aquí ahora, no podría decirle que he probado lo contrario.
– Pues vamos y se lo preguntas.
– ¿Qué?
– Le preguntaremos a él.
– ¿Así de fácil?
– ¿Por qué no? Antonio no es exactamente tonto, pero es tan claro y fácil de leer como el latín de César. Ven conmigo.
– ¿Que vaya adónde?
– A los aposentos de Antonio. Se encuentran al otro lado de la villa. Por aquí.
Eco y yo lo seguimos.
– ¡Metón, esto es una locura! ¿Qué esperas que haga? Decir: hola, ¿me recuerdas? soy el padre de Metón y, de paso, ¿ayudaste a asesinar a Publio Clodio?
– Imagino que podrás ser algo más sutil, papá.
¿Y si decide desenvainar su espada y perseguirnos, como hizo con Clodio en el Campo de Marte?
– Ya has oído a los tipos de la tienda… Antonio ha ganado algunos kilos después de asistir a tantas fiestas en Roma. A lo mejor tú corres más deprisa que él. Entraremos por esta puerta.
Al igual que con César, tuvimos que recurrir a un guardia para llegar hasta él. Esperaba que Antonio estuviera demasiado atareado para recibirnos pero al oír la voz de Metón, apareció una cabeza entre las cortinas de su despacho con una ancha sonrisa.
– ¡Metón! ¿Has comido ya?
– He tragado mi ración de bazofia diaria, si te refieres a eso.
– De todas formas, siéntate a mi mesa. He conseguido rescatar algunos comestibles del puchero. ¿Quiénes son tus amigos? ¡Ah! Es tu hermano, ¿no?, y tu padre, el famoso Sabueso.
– ¿Famoso? -dije cuando atravesamos las cortinas.
– O infame. Lo que sea. Pasad. Sentaos. Manio, busca alguna otra cosa que hacer. -Antonio hizo un gesto al secretario y éste dejó su tablilla y su estilo y abandonó la habitación-. ¿Vino? Bueno, no tenéis ni que contestar. Ya sé cómo lo tomas, Metón: puro. Metón es como yo, tiene alergia al agua. ¿Quieres el tuyo aguado, Gordiano? ¿Y tú, Eco?
– Para mí, más agua que vino -dije-. Hace muchos días que no bebo y tengo que volver a acostumbrarme. -Además, me dije, quizá tenga que salir corriendo pronto.
– Para mí también -dijo Eco enarcando una ceja.
Físicamente, Antonio resultaba imponente. Tenía la constitución de un luchador, con el cuello y los hombros musculosos y el pecho de la anchura de un barril; pensé que era como una versión más joven y más alta de Milón. Tenía pocos años más que Metón, debía de andar por los treinta o los treinta y uno. El rostro, con sus cejas y barbilla sobresalientes y la nariz aplastada de boxeador, le daba un aspecto bastante bruto pero, cuando me miró a los ojos, esta impresión desapareció por la amabilidad de sus ojos y de su boca y por la redondez de sus mejillas. Antonio era atractivo de una manera sencilla, para utilizar una expresión de Bethesda. Tenía una apariencia que muchas mujeres encontraban irresistible y que hacía que muchos hombres confiaran en él instintivamente, como ciertamente parecía ocurrirle a Metón.
– Cuándo has llegado, Gordiano? -Antonio me miró con una expresión que no se parecía en nada a la de un asesino sin escrúpulos.
– Ayer.
– ¿Ah, sí? -Asintió y luego frunció el entrecejo-. No me digas que viniste con Cicerón…
– Llegamos juntos, sí. Nos lo encontramos en la última etapa del viaje, por casualidad.
– Me alegro de oírlo. ¿Así que no tenéis nada que ver con su misión ante César?
– Por supuesto que no.
– Papá y Eco están aquí por sus propios asuntos -dijo Metón.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles son? -preguntó Antonio.
– Están aquí para investigarte a ti.
– ¡Metón! -Aquello era demasiado.
Antonio entornó los ojos .
– ¿A mí? No tendrá nada que ver con ese viejo asunto de la hija del rey Ptolomeo en Egipto, ¿verdad? ¡Juro que nunca toqué a esa niña! -Antonio y Metón rieron al unísono ante lo que parecía ser un viejo chiste.
– No -dijo Metón-. Tiene que ver con…
– Con un desagradable rumor que alguien ha lanzado en Roma -dije-. Mi hijo parece estar dispuesto a bromear sobre el asunto pero es muy serio. Metón ya había hablado bastante. Ya que habita insistido en forzar el tema, decidí aprovecharlo lo mejor que pudiera-. Empezaré por contarte lo que le he dicho a César esta mañana temprano: a petición de Cneo Pompeyo, Eco y yo hemos hecho algunas investigaciones sobre las circunstancias que rodearon el asesinato de Publio Clodio. Aunque parezca ultrajante, nos encontramos con un rumor…, y te estoy diciendo esto, Marco Antonio, porque eres el amigo de mi hijo y creo que debes saber lo que se comenta sobre ti…, oímos un rumor según el cual tú tenías algo que ver con el caso.
– ¡Ridículo! -dijo Antonio, que no parecía en absoluto divertido.
Me encogí de hombros.
– Es un rumor ultrajante, como he dicho. Estoy seguro de que nadie con un poco de sentido común le daría crédito ni por un instante.
– Pero ¿quién diría algo parecido de mí? -Antonio se levantó y empezó a pasear por la pequeña estancia-. ¡Es una completa sandez que yo haya tenido algo que ver con lo que le ocurrió a Clodio! La infamia de la gente no tiene límite. Ni mentira tan ruin que no haya alguien que se rebaje a decirla. ¡Cicerón! Se lo has oído decir a Cicerón cuando veníais hacia aquí, ¿verdad?
– No.
– Dime la verdad, Gordiano. ¡Oh, suena muy típico de él, decir una mentira tan absurda que la gente piense que debe haber algo de cierto! Te aseguro que es la última vez, y quiero decir la última vez, que ese vejestorio me toca los cojones. Lo cogeré en medio de sus gimoteantes peticiones a César y lo tiraré a un pozo. ¡Le retorceré el pescuezo hasta que cruja! ¡No volverá a difundir un rumor falso sobre mí! -En aquel momento, Antonio parecía capaz de llevar a cabo tales amenazas.
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