– En absoluto -dijo Metón-. Se han escapado hace tan sólo unos días, a pocas millas de aquí.
– Debe de ser una buena historia. Tenéis que contármela. -Cesar hizo un gesto para que nos sentáramos.
– Pero tienes que estar muy ocupado, general -dije, pensando en Cicerón que esperaba en el patio.
– No especialmente. Tengo que estar de vuelta en la Galia dentro de pocos días pero pueden prescindir de mí para los preparativos. Paso el tiempo dictando un nuevo capítulo de mis memorias. Aquella pequeña escaramuza con los eburones el año pasado… ¿Lo recuerdas, Metón? -Se volvió y acarició la cara de Metón. Metón le devolvió la sonrisa. El momento me pareció desconcertantemente íntimo, hasta que me di cuenta de que César había rozado con sus dedos una pequeña cicatriz que Metón tenía en la mejilla.
– A mi padre y a mi hermano les tendieron una emboscada en la Vía Apia -dijo Metón-. Estaban haciendo un trabajo para Pompeyo, investigando la muerte de Publio Clodio.
– ¿De veras? Vaya, qué interesante. ¿Qué descubriste, Gordiano?
Miré a Metón, disgustado porque había descubierto descaradamente mis asuntos a César. Pero yo no tenía secretos para Metón y, evidentemente, Metón no tenía secretos para César.
– Sólo descubrí lo que todo el mundo en Roma parece saber ya, que Clodio fue asesinado por los esclavos de Milón tras un altercado en la Vía Apia.
– ¿Así de simple? Creía que le llevarías a Pompeyo un informe más amplio. Pero te estoy incomodando, Gordiano. No tenía intención de interrogarte. La decisión sobre la culpabilidad y el castigo de Milón es asunto de Pompeyo, no mío, es lo correcto. Después de todo, Milón fue su hombre hasta que se convirtió en el hombre de Cicerón. Dejemos a Pompeyo el quebradero de cabeza que supone disponer de Milón y restaurar el orden en la ciudad. Tengo una tarea más importante: restaurar el orden en la Galia. El caos que comenzó con la muerte de Publio Clodio ha llegado incluso hasta allí. ¿No es notable la repercusión que puede tener una sola muerte?
– Explícate, por favor -dije.
– Algunos individuos rebeldes de las tribus, al enterarse de los altercados romanos, llegaron a la conclusión de que quedaría retenido en Ravena indefinidamente y no podría reunirme con mis tropas. Aprovecharon la oportunidad para empezar una revuelta que se ha extendido rápidamente. El primer brote fue en Cenabum…, puedes verlo en el mapa, aquí. El hombre que yo personalmente había designado para dirigir el comercio con Roma fue asesinado y el almacén saqueado. Un joven arveno llamado Vercingetórix parece creer que el momento es propicio para autoproclamarse rey de los galos. Aún tiene posibilidades de reunir un gran número de tribus bajo su mando. Y, lo que es peor, me ha cortado el camino hasta el grueso de mis tropas. Me plantea un problema: cómo reunirme con mis hombres. -César estudió el mapa y, de repente, pareció estar muy lejos-. Ya ves como un simple asesinato en la Vía Apia ha tenido enormes consecuencias que están mucho más allá de la muerte de un solo hombre. Publio Clodio muerto ha causado aún más estragos que los que causó en vida y Milón ha ejercido más influencia en el curso del mundo de la que nunca habría esperado ejercer como cónsul. -César apartó la mirada del mapa-. Pero aún no me has contado la historia de tus desventuras, Gordiano.
– No hay mucho que contar. Nos tendieron una emboscada en las cercanías del monumento de Basilio; unos hombres cuyas caras no pudimos ver nos metieron en sacos y nos transportaron a un lugar que resultó estar cerca de Arímino. No nos trataron demasiado mal. Cuando escapamos, uno de nuestros captores murió y el otro escapó. Por desgracia, no creo que seamos capaces de volver a encontrar ese lugar.
– ¿Pidieron un rescate?
– Parece que no, aunque enviaron un anónimo a mi esposa diciendo que no nos harían daño y que, a su debido tiempo, nos liberarían.
– Qué curioso. ¿Crees que este incidente está relacionado con las investigaciones que realizas para Pompeyo?
– Quizás.
César rió.
– Eres un ser discreto, Gordiano. Respeto al hombre que es capaz de no decir más de lo que debe… Es raro. ¡Es obvio que nunca te has entrenado para ser orador! Me lleva a pensar que, si alguna vez necesito un hombre de tu talento y discreción, podría requerir tus servicios.
– Sería un honor, César.
Sonrió un momento y volvió a mirar el mapa con expresión abstraída. El relato de mis aventuras le había distraído durante un momento, pero su atención había vuelto al absorbente problema de la Galia.
– ¿Debemos dejarte ahora, César? -preguntó Metón.
Necesito volver de nuevo a mi trabajo, sí. Me alegra saber que vas a quedarte a mi lado, Metón, especialmente por los días que nos esperan. Estoy contento por haberte visto de nuevo, Gordiano, y a ti, Eco. Os deseo a ambos un viaje seguro y tranquilo hasta Roma. Y, Gordiano…
– ¿Sí, César?
– Cuando informes a Cneo Pompeyo, dile que hablaste conmigo y, si puedes, que le envío mis mejores deseos. Era mi yerno, ¿sabes?, y aún lo sería si la mala fortuna no hubiera intervenido. Debería haber tenido un hijo de Julia y yo un nieto. Pero las parcas lo estimaron de otra forma y nos robaron a los dos.
– Haré lo que me pides, César.
El secretario llamó al guardia, que fue a escoltarnos. Se detuvo en la puerta.
– ¿Debo hacer pasar a los otros, César?
– ¿Qué otros?
– Cicerón y su hombre. Están esperando en el patio. Insisten en que te traen asuntos de la mayor importancia.
César juntó los dedos y estudió el mapa de la Galia.
– No, todavía no. Antes tengo que terminar de dictar este capítulo. Quizás, después de la comida del mediodía, tenga tiempo de recibir a Marco Tulio Cicerón.
El guardia nos escoltó por un pasillo hasta el patio. Cicerón se puso en pie cuando nos acercamos. Antes de que pudiera decir una palabra, el guardia le hizo un gesto con la cabeza. Cicerón se cruzó de brazos y volvió a sentarse. No nos miró cuando pasamos a su lado, sino que fingió encontrar una tremenda fascinación en la fuente del centro del patio. De nuevo traté con todas mis fuerzas de esconder mi júbilo y conseguí suavizar la sonrisa en el lado de la cara que quedaba frente a Cicerón. Debía de parecer un hombre con un terrible dolor de muelas.
Comimos con Metón en una gran tienda de campaña llena de soldados. En circunstancias normales habría juzgado la comida pasable y la compañía tolerable. Tras largos días de cautividad y carencia de variedad en mis compañeros de mesa, la sencilla comida y la conversación vulgar y a grito pelado me hacían sentir como si estuviera en una fiesta celebrada en honor del rey Numa.
En medio de la charla, alguien mencionó el nombre de Marco Antonio.
Metón vio mi reacción y la de Eco y enarcó una ceja.
– ¿Le conoces, papá? ¡Ah, claro! Te lo presenté el año pasado. Aquí en Ravena, ¿no?
– Sí.
– Está algo más rollizo -dijo uno de los hombres-. Toda esa indolencia romana le va muy bien.
– ¡Yo diría que estar en Roma es un deber peligroso estos días! -dijo otro.
– Se mantiene en forma haciendo ejercicios diarios…
– ¡En casa de la viuda Fulvia!
Hubo una explosión de sugerentes gruñidos y exclamaciones.
Me volví hacia Metón.
– ¿Debo entender que Antonio está aquí, en Ravena?
– Sí. Lleva varios días en el campamento conferenciando con César sobre la situación en Roma. Creo que se va mañana. ¿A qué viene esa expresión, papá?
– Oh, nada. -Como mi contestación no le satisfizo, le dije que deberíamos ir fuera para hablar en privado.
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