– ¿Y cuál es tu papel, Cicerón?
Se encogió de hombros.
– Algunos grupos me han pedido que use mi influencia con Celio para disuadirle de que hostigue a César. Celio está dispuesto a dar marcha atrás, pero antes queremos estar seguros de que sabemos perfectamente cuáles son las metas y los intereses de César. Así que me dirijo a Ravena para tener una conversación amistosa con él. Para despejar el ambiente, por decirlo de alguna manera.
– Ruedas dentro de ruedas -murmuró Eco.
– Es mejor que una gran rueda conduciendo toda la maquinaria del mundo, que es lo que a algunos les gustaría ver -Rijo Cicerón-. Pero tengo prisa. César abandonará Ravena cualquier día de éstos para adentrarse en el campo. Se rumorea que hay un levantamiento dirigido por algún galo de nombre impronunciable. ¿Cómo se llama, Tirón?
– Vercingetórix -dijo Tirón secamente. Estaba claro que no estaba borracho.
– Lo que sea -dijo Cicerón-. Así que ya ves que no tengo tiempo para ponerme a buscar… ¿cómo lo llamaste, Eco? «Un establo abandonado en un campo yermo.» Y tú tampoco deberías hacerlo, Gordiano. No tientes a las parcas. Estás a salvo conmigo. Te proveeré de todo lo que necesites. Acompáñame a Ravena mañana y luego ven conmigo a Roma.
– Tenemos que volver a Roma de inmediato -dijo Eco malhumorado-. Bethesda y Menenia no pueden sufrir ni un día más el no saber qué ha sido de nosotros.
– No tienes un hermano que probablemente estará con César en Ravena? -dijo Cicerón-. Sí, tu hijo, Gordiano… Metón. Tu familia le habrá escrito contándole tu desaparición, estoy seguro. Estará tan inquieto como los otros. Es vuestra oportunidad de verle antes de que se dirija al norte con César. ¿Lo ves? Tienes que venir conmigo a Ravena. Y ahora creo que ha llegado la hora de retirarme. Pareces débil, Gordiano, y Eco está bostezando. Esta noche tendréis la mejor habitación que el posadero nos haya ofrecido, una habitación individual con una suave cama. Yo mismo lo arreglaré. Y presiento que dormiréis como troncos.
Y lo hicimos.
La residencia de César en Ravena era una gran villa en las afueras de la ciudad; varias tiendas, cuadras y construcciones provisionales se agolpaban a su alrededor. Como todos los campamentos militares, parecía una pequeña ciudad donde las necesidades de una vigorosa y a menudo joven población masculina con fuertes apetitos podían ser satisfechas diariamente. Hay tres cosas inevitables en un lugar así: las prostitutas, el olor a comida y el lenguaje más soez que se pueda imaginar.
Llegamos poco después de mediodía. Cicerón y Tirón fueron a pedir una audiencia con César. Eco y yo fuimos a buscar a Metón. No fue difícil encontrarle. Un soldado de infantería nos señaló el camino hasta una tienda llena de jóvenes oficiales. Cuando entramos se hizo un silencio que no tenía nada que ver con nosotros, seguido de un golpeteo y una explosión de carcajadas y maldiciones. Estaban jugando a los dados.
Utilizaban cuatro dados anticuados hechos con hueso, afilados en los extremos y con números en las cuatro caras planas. Un joven salió de entre los soldados y se adelantó para tirar los dados; se me hizo un nudo en la garganta cuando vi que era Metón.
Desde que empezó su carrera con César, nos habíamos visto sólo algunas veces al año y nunca durante demasiado tiempo. Cada vez que iba a ver a mi joven hijo, me preparaba para resistir alguna desagradable sorpresa: cojera, un dedo perdido, una cicatriz reciente cruzando su cara y uniéndose a la que recibió en su primera batalla. De momento estaba entero aunque no sin marcas. Cada vez que lo volvía a ver, me sorprendía de nuevo lo joven que aún parecía. Tenía veintiséis años, era ya un hombre de los pies a la cabeza, con algunas canas en las sienes y marcados rasgos provocados por años de sol ardiente y frío viento, pero cuando sonrió al tirar los dados no pude evitar ver al niño que había librado de la esclavitud y adoptado veinte años antes. Siempre había sido un chico de naturaleza afable, cariñoso, de risa fácil, pícaro pero tranquilo. Era difícil imaginarlo matando extranjeros para ganarse la vida.
Metón se hizo soldado a los dieciséis años, cuando huyó para luchar por Catilina. Necesitaba un líder, un héroe, alguien a quien prometer su lealtad. En la batalla de Pistoia perdió a Catilina y ganó la cicatriz que cruzaba su cara y de la que tan orgulloso se sentía. Creí (deseé) que sería el final de una locura juvenil, pero Metón seguía buscando lo que había encontrado con Catilina. Y volvió a encontrarlo en César. Y César, afortunadamente, había encontrado a Metón, había descubierto su talento con las palabras y lo había tomado para su servicio personal como una especie de ayudante literario. (César el político siempre estaba ocupado escribiendo y publicando las memorias de César el general y tenía su propia tropa privada de escribientes). En los últimos años, Metón también se había dedicado a traducir, ya que había demostrado tener mucha facilidad para aprender los dialectos galos. Aparte de estos estudios sedentarios, veía muchas batallas y peligros, a menudo al lado del mismo gran general. Nunca podía dejar de preocuparme por él.
Aún no nos había visto en la tienda abarrotada de gente. Mientras sacudía el cubilete con los cuatro dados, entornó los ojos y pareció musitar una oración… ¿a un dios?, ¿a una amante? ¿Quiénes serían ahora sus dioses? ¿Quiénes serían sus amantes? Nunca hablábamos de semejantes temas. Sacudió el cubilete por última vez y tiró los dados.
Silencio, un ruido de huesos y más carcajadas y maldiciones. Metón era el que más gritaba; levantó sus brazos en señal de triunfo mientras se reía diciendo:
¡La suerte de Venus! Un número de cada… ¡La suerte de Venus gana! ¡Pagad, pagad!
Las largas mangas de la túnica se deslizaron por sus brazos y pude ver una cicatriz nueva, roja y retorcida, cruzando su bíceps izquierdo. Era bastante fea pero no parecía causarle dificultades ni dolor. Sacó una pequeña bolsa de su túnica y la abrió para que los demás metieran monedas.
Entonces nos vio a Eco y a mí.
Creo que en aquel momento supe qué expresión debía de tener mi cara en las ocasiones en que había estado separado de él por grandes distancias, me había preocupado por él sin saber si estaba vivo o muerto y, por fin, volvía a verlo, a menudo inesperadamente porque aparecía en Roma sin avisar. Era la expresión de un hombre cuyos ojos descubren de repente lo que su corazón ha estado deseando durante mucho tiempo.
– ¿No pone objeciones vuestro comandante a este juego? -dije.
– No mientras apostemos solamente con monedas que tengan su cara. Metón se rió de su propio chiste. Las monedas romanas no llevan la imagen de personajes vivos, sólo de muertos. Ni siquiera César se atrevería a acuñar una moneda con su propia efigie.
Nos habíamos retirado a un lugar más tranquilo, a una salita de la villa abarrotada de papiros, pergaminos y mapas. Apenas cabíamos los tres. Allí era donde Metón realizaba la mayor parte de su trabajo para César, leyendo y corrigiendo su último volumen de memorias. Decidí cómo se escribían los nombres galos era un problema demencial.
Le pregunté cómo se había enterado de nuestra desaparición.
– Diana me escribió una carta. Fue una buena idea que la enseñaras a hacerlo, ¿ves? Aunque su sintaxis es atroz. Deberías haber pasado más tiempo instruyéndola, papá, o haber alquilado los servicios de un buen maestro. Podría jurar que estaba muy desasosegada. Le temblaba la mano. Aquí está, te la enseñaré.
Rebuscó en un montón de documentos y sacó una delgada tablilla doblada. Desaté la cinta que la ataba. Las letras que había grabadas en la cera que cubría el interior eran ciertamente inseguras y vacilantes.
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