La puerta de la jaula estaba abierta.
– No creo que pueda ponerse en pie. -La voz de Eco se quebró como la de un niño cuando se agitó a mi alrededor actuando como si fuera incapaz de hacer nada.
– Por Hades, ¿cómo vamos a sacarle? -se lamentó el captor que siempre nos atendía.
– Tienes que conseguir que tu padre se ponga en pie -dijo el otro-. Eso es. Que levante los brazos. ¡Si no los puede levantar solo, levántalos tú por él! Por Hércules, ¡está vivo todavía o no! Eso… ahora, cada uno lo cogerá por un brazo. ¡Ten cuidado al inclinarte, estúpido!
El mayor error que puede cometer un general, como César y Pompeyo estarían de acuerdo en decir, es subestimar la fuerza del enemigo. Les había convencido de que estaba débil, dolorido y muy enfermo. Me cogieron por los brazos para izarme esperando encontrar un cuerpo que no ofrecería resistencia. Un momento antes de que me elevaran, tiré de ellos con todas mis fuerzas. Eco ayudó, saltando para cogerles los brazos por encima de los codos.
Todo podría haberse perdido en aquel momento. Podrían haber mantenido el equilibrio y haberse librado de nosotros, dejándome caer sobre mi espalda como si fuera un completo idiota. La puerta se habría cerrado de golpe, nuestros captores nos habrían maldecido y luego se habrían reído de nosotros y nos habrían dejado de nuevo en el pozo para que siguiéramos dándole vueltas obstinadamente a las mismas ideas enloquecedoras, para que siguiéramos durmiendo entre ratas y desesperándonos por nuestros seres queridos, para permanecer angustiados y preguntarnos durante cuánto tiempo más podríamos seguir soportándolo.
Pero eso no fue lo que pasó.
Primero, sus cabezas chocaron con un fuerte golpe. El sonido era más bajo que el de dos piedras que entrechocan pero más alto que el que harían dos calabazas huecas. Fue uno de los sonidos más dulces que he oído en mi vida.
Lo que vino a continuación sucedió muy deprisa.
Uno de ellos, el que solía quedarse fuera, cayó de cabeza al pozo. Me arrojé sobre él de inmediato. Todavía tenía en la mano el palo de Eco. En los últimos días nos las habíamos arreglado para afilarlo lo más posible frotándolo contra algunas de las piedras del pozo. Se lo clavé al menos una vez antes de darme cuenta de que no era necesario. Al caer se había roto el cuello.
Me di la vuelta y descubrí que estaba solo en el pozo con el cadáver. Eco había trepado y ya había salido. Oí ruidos de lucha en el establo.
Me puse el palo-daga entre los dientes; sabía a sangre; empecé a dar saltos para llegar a la abertura. Me agarré a una de las barras de hierro y me impulsé hacia arriba. Habíamos practicado aquel movimiento todos los días, izándonos y empujándonos para fortalecer los brazos. A pesar de todo, pensaba que atravesar por mí mismo la entrada me iba a costar mucho más. Sin embargo, me pareció que volaba, como si una mano invisible me empujara desde abajo. Me empujaban una ira fría y la seguridad de que Fortuna estaba con nosotros.
Eco y el captor rodaban por el suelo, golpeándose. Eco era con mucho el más pequeño, pero estaba invadido por la misma furia que yo y se las estaba arreglando bastante bien. Corrí hacia ellos con la tosca daga de madera en alto. En la frente del captor ya había una mancha de sangre. Hubo más sangre y un fuerte grito cuando clavé la daga en su cuello. Escapó de los brazos de Eco y corrió hacia la puerta; la sangre chorreaba entre los dedos con los que se tapaba la herida del cuello.
Le seguimos fuera, aturdidos por la clara luz del día. Me preparé para seguir luchando pero no había nadie a la vista. Estábamos solos en un terreno de malas hierbas, enfrente de un establo en desuso, rodeados de árboles y de tierras sin cultivar.
¡El otro todavía está en el pozo! -dijo Eco. Corrió dentro, levantó la trampilla con una sola mano y la cerró con un fuerte estruendo-. ¡Ja! ¡A ver si te gusta! ¡Ahora nos dirás dónde estamos y para quién trabajas, maldito hijo de perra!
Seguí a Eco, todavía entusiasmado pero repentinamente débil.
– Vamos, Eco. Será mejor que nos demos prisa. Quién sabe adónde habrá ido el otro o si tiene más amigos por aquí cerca. Aún no estamos fuera de peligro.
– Pero, papá…
– Eco, ese hombre está muerto.
– ¡No!
Eco miró dentro del oscuro pozo. El hombre yacía en una postura que ningún ser viviente habría podido soportar. Eco no se convenció hasta que vio una rata paseando por encima de la cabeza del hombre.
– Papá, ¿lo has matado tú?
– No. Se rompió el cuello al caer. Sucedió con la rapidez de un parpadeo.
– Qué mala suerte. ¡Tendría que haber sufrido!
Sacudí la cabeza, incapaz de darle la razón. Aquel hombre nunca había demostrado crueldad, lo que muchos hacen cuando tienen poder sobre otros. De hecho, había sido nuestro criado ya que nos había llevado comida y se había encargado de nuestras heces. Nuestra lucha no era contra él.
El hecho de que fuera capaz de pensar con tanta calma era una señal peligrosa. La fría furia me estaba abandonando. El palo sangriento que llevaba en la mano me dio asco. El momento de escapar a toda costa había llegado y pasado. Si venían más enemigos me encontrarían con el instinto de lucha embotado. La parte verdaderamente peligrosa de nuestra huida acababa de empezar.
Estábamos solos, sin amigos ni dinero, en un territorio desconocido. Sólo teníamos la ración de un día de pan…, la comida que nos habían llevado nuestros captores por la mañana.
Estábamos en alguna parte de la campiña. Lo cual empeoraba las cosas. En la ciudad habríamos podido robar lo que necesitáramos: ropa nueva para sustituir los andrajos que llevábamos, monedas para entrar en un baño público y costearnos un barbero que nos hiciera parecer personas respetables… y habríamos podido hacer preguntas de forasteros sin llamar la atención. En una ciudad quizá habríamos encontrado algún conocido, nuestro o de algún amigo, que nos habría podido prestar algo de dinero o que podría arreglar nuestro regreso a Roma. Pero el campo era otra cosa. Al andar por los caminos rurales no podíamos dejar de llamar la atención. Los enemigos que nos buscaran estarían en una posición bastante más ventajosa. Dada nuestra mísera apariencia, los extraños nos tomarían por esclavos huidos a pesar de nuestros anillos de ciudadanos. Es más fácil pasar inadvertido en un callejón lleno de gente que en medio de la desierta campiña.
¿Dónde estábamos? Por las colinas y las granjas que nos rodeaban, no había forma de saberlo. Podía orientarme por el sol pero ¿Roma estaba al norte, al sur, al este o al oeste? ¿Cerca o lejos? La única manera de comenzar el viaje a casa era empezar a andar, manteniéndonos fuera de la vista todo lo que pudiéramos. Traté de fijarme para poder volver sobre nuestros pasos después, pero estaba aturdido y agotado y todo el campo me parecía igual.
Aquella noche dormimos al raso. Teníamos frío y nos abrazamos en busca de calor; me desperté antes de que amaneciera con el estómago protestando y los pies helados. Pero, por primera vez en muchas noches, no había soñado con Eudamo y Birria; además, ver el cielo cuando desperté fue de lo más agradable.
Llegamos a un camino pavimentado que era sin duda una vía importante, pero ¿cuál? Todos los caminos llevan a Roma, pero sólo si vas en la dirección correcta.
– ¿Norte o sur? -pregunté.
Eco escudriñó el camino durante largo rato.
– Sur.
– Estoy de acuerdo. ¿Crees que deberíamos ser como los perros y descubrir el camino correcto por instinto?
– No -dijo bruscamente. Empezaba a tener hambre. Yo también. Nos dirigimos hacia el sur, evitando como podíamos cruzarnos con otros viandantes.
Читать дальше