«Cuando Fortuna sonríe, es que las parcas están contando un chiste», dice un viejo proverbio etrusco.
Con las tripas crujiéndonos y los pies doloridos, anduvimos hora tras hora, pensando que tarde o temprano el camino nos conduciría a algún lugar donde pudiéramos saber, al menos, dónde nos encontrábamos. Llegamos a una región en la que el sendero atravesaba varias colinas bajas y onduladas, por lo que, en determinados puntos, podíamos ver lo que nos deparaba el camino a una distancia considerable. Vimos al grupo que se aproximaba desde tres colinas atrás, luego desde dos. Alguien del grupo debía de habernos visto primero, ya que eran muchos y además algunos tenían la ventaja de disfrutar de un caballo. Habría levantado más sospechas que nos escondiéramos al lado del camino que limitarnos a pasar con las cabezas gachas. No era probable que estuvieran buscándonos, ya que venían por delante y no por detrás. Sin embargo…
Llegamos a la siguiente cima de la colina. Allí estaban, justo delante de nosotros, con un pequeño valle en medio.
– Si alguno de ellos nos preguntara -dije a Eco-, no permitas que se tomen libertades. Después de todo somos ciudadanos. Tenemos todo el derecho del mundo a estar en este camino… cualquiera que sea. Y…
– Papá…
– ¿Qué, Eco?
– ¿No puedes verlo con tus propios ojos?
Me detuve y miré atentamente al grupo que se aproximaba. Parecían viajeros serios con negocios serios, aspecto sobrio y polvoriento después de un duro viaje a caballo. Algunos eran, sin duda, guardaespaldas. Otros…
– ¡Por Júpiter, Eco! ¿Puede ser?
Eco asintió y levantó la mano para saludar. Tras un momento de incredulidad, hice lo mismo. A pesar de todo, los jinetes casi ni nos miraron. Seguro que nos tomaban por un par de desdichados barbudos. Fue Tirón el que dio un respingo, murmuró una exclamación de sorpresa y le dio un codazo a su viejo amo. El grupo se detuvo.
– ¡Por todos los dioses! -Cicerón se inclinó y me miró como si fuera un fenómeno anómalo de los que se exhiben en la arena del circo-. ¿Puede estar Gordiano debajo de todo ese pelo y porquería? ¿Y Eco?
– ¡Estáis vivos! ¡Los dos, vivos! -La voz de Tirón se quebró. Saltó del caballo y corrió a abrazarnos a los dos, llorando de alegría.
Cicerón mantuvo la compostura y se quedó en el caballo. Le llegó nuestro olor e hizo una mueca. Me contempló y sacudió la cabeza.
– ¡Gordiano, estás horrible! ¿Qué demonios has estado haciendo?
– Se ha hablado mucho de vuestra desaparición en Roma -dijo Cicerón aquella noche mientras cenábamos en una sala privada de una posada, en las afueras de Arímino.
– Me sorprende que alguien se diera cuenta de que no estaba.
– Oh, todo lo contrario. Eres más conocido de lo que crees. Las especulaciones no terminan. Incluso los vendedores de pescado de los mercados hablan de la inexplicable desaparición del Sabueso y su hijo; al menos eso me han dicho mis esclavos. Roma ha estado llena de todo tipo de extraños sucesos y rumores extravagantes este último mes. Tu desaparición sólo ha sido uno más.
– Pero ¿mi familia está bien? -Ya había hecho esta pregunta más de una vez.
Tirón me contestó pacientemente.
– Muy bien. Antes de abandonar Roma, fui de visita a tu casa para preguntar si había noticias tuyas. Todos disfrutaban de buena salud…, tu mujer, tu hija, tu nuera y los niños. Estaban muy preocupados por vosotros, por supuesto…
Eco sacudió la cabeza.
– ¡Deberíamos ir a Roma en seguida, papá, en lugar de estar aquí atiborrándonos de comida!
– Ni hablar -dijo Cicerón. Hizo una seña a un esclavo para que volviera a llenarme la copa de vino aguado y me trajera más comida-. No tenéis ni idea del aspecto andrajoso que teníais cuando os encontramos esta mañana. Por fortuna, la ciudad de Arímino tiene buenos baños, de ahí que hayamos conseguido que os bañaran y afeitaran. Y esta posada tiene buena comida, así que también os hemos podido alimentar. Ahora empezáis a parecer de nuevo seres humanos. Y no os aconsejo que salgáis corriendo a Roma. Necesitáis descanso y recuperación, buena comida, aire del campo y luz del sol, aparte de la seguridad de viajar en compañía de hombres armados. ¡Oh, no! Insisto en que os quedéis conmigo, al menos hasta que lleguemos a Ravena mañana.
Cicerón nos había explicado que iba a ver a Julio César en su cuartel general de invierno de Ravena. Todavía no sabíamos por qué. Tirón y él habían abandonado Roma cuatro días antes; una pequeña información que Eco había recibido con gran regocijo, citándola como prueba de que sus recuerdos de un viaje de cuatro días al principio de nuestra cautividad habían sido exactos. Además, su recuento de los días y mis cálculos de la fecha resultaron ser correctos; faltaban seis días para los idus de marzo y habían pasado setenta y dos días desde la muerte de Publio Clodio. Habíamos estado prisioneros durante cuarenta y cuatro días en las afueras de Arímino, donde termina la parte norte de la Vía Flaminia y la nueva Vía Popilia continúa hacia el norte, hacia Ravena.
– ¿De qué más hablan en Roma? -dije-. Los vendedores de pescado, me refiero. Que los mercados estén abiertos me parece una buena señal.
– Sí, las cosas se han tranquilizado bastante en Roma desde vuestra… desgracia. El Senado autorizó a Pompeyo a reclutar tropas para mantener el orden y han hecho un buen trabajo. Ha habido algunos enfrentamientos entre soldados y civiles y algún pequeño incendio provocado pero, en su mayoría, el orden ha sido restablecido.
– ¿Y los comicios?
Cicerón puso mala cara. ¿Mala digestión o política?
– La cuestión de los comicios se está volviendo cada vez más… problemática. Insostenible, de hecho. Imagínatelo; ha habido trece regentes desde Lépido y todavía no hay comicios. Eso se ha acabado. Pocos días antes de que Tirón y yo abandonáramos Roma, el Senado decidió hacer cónsul único a Pompeyo durante lo que queda de año. -Su voz se convirtió en un susurro seco. Tosió y cogió la copa de vino. La cancelación de los comicios consulares tenía que haber significado un gran fracaso personal y político para él. ¿Qué iba a ser ahora de su campeón, Milón? ¿Volvería a normalizarse el proceso electoral alguna vez?
Cicerón se aclaró la garganta y continuó.
– Ha habido grandes disputas y maniobras en el Senado, como puedes imaginar. -Hizo el comentario sin saborearlo. Cicerón había hecho mucho por mejorar mi lamentable aspecto, pero empezaba a pensar que él también parecía bastante cansado y ojeroso-. Primero, los clodianos trataron de que Milón dejara en libertad a sus esclavos para interrogarlos. Milón se anticipó a todos, ¿eh, Tirón? Liberó a los esclavos con el tiempo suficiente para que ni siquiera el Senado pudiera atraparlos y torturarlos en busca de pruebas. Nosotros contraatacamos con una denuncia para que Fulvia entregara a los esclavos de Clodio con objeto de que los torturasen e interrogasen. Ella y su familia no se preocuparon mucho por el asunto. -Cicerón sonrió con desgana ante su pequeño triunfo-. Desde que Pompeyo se convirtió en cónsul, los clodianos han estado tratando de forzar una investigación especial sobre la muerte de Clodio. Lo que quieren es un juicio espectacular en el que Milón sea crucificado como un esclavo, algo dramático y exagerado. Luego asegurarían que la ofensa de Milón fue tan espectacular que el Senado tuvo que aprobar una ley especial sólo para su caso. Ellos propusieron esta investigación y nosotros contraatacamos con una legislación adicional que condenara específicamente el incendio de la Curia y el ataque a la casa del interrex Lépido. De esta manera, los tres incidentes habrían sido condenados de igual forma a los ojos de la ley y todos los malhechores habrían sido procesados por las mismas faltas. ¡Oh, a los clodianos no les gustó el cariz que tomaba aquello! ¡No, no, no! ¡Ellos esperaban que alguien fuera destruido por la muerte de su querido jefe, pero pensaban que podían quemar medio Foro sin pagar por el delito! Bien, ya veremos, ya veremos…
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