– ¿Qué?
– Parecías tener una horrible pesadilla. Luego pareció que te relajabas. Luego dejaste escapar un ruido tan espantoso que he tenido que despertarte.
– Un sueño. Sólo era otro mal sueño… -El de Eudamo y Birria?
– Sí. -Traté de tragar saliva. Tenía la boca tan seca como una hoja de papiro-. ¿Nos queda algo de agua de ayer?
– Un poco. Toma. -Hundió la mano en forma de copa en el cubo y la llevó a mis labios. Tragué agradecido.
– A veces me gustaría que la pesadilla fuera realidad, para bien o para mal. Ojalá apareciera alguien para poner fin a esta desgraciada situación de una manera o de otra.
– Calla, papá. Te sentirás mejor cuando te hayas levantado y te hayas estirado un poco.
Así empezó, según los cálculos de Eco, nuestro cuadragésimo segundo día de cautividad, el quinto día del mes de marzo, nueve días antes de los idus, del año sin cónsules.
– ¿Qué crees que estará pasando en Roma en estos momentos, papá? -dijo Eco con un dejo nostálgico en la voz.
Me aclaré la garganta.
¿Quién sabe? Oímos todo tipo de rumores en el monte Albano antes de ser capturados. Algunos tenían más sentido que otros. No puedo creer que Milón se suicidara, por ejemplo. Es demasiado cabezota. Ha debido de meterse en una trampa de la que no puede salir, como su tocayo de Crotona, pero debe de estar tratando de salir a flote, pateando y gritando. Claro que puede haber pasado cualquier cosa… ¡Por Hércules, cuarenta y dos días son una eternidad!
– Tiempo suficiente para que el dios del hebreo inundara el mundo entero -dijo Eco torciendo el gesto.
– Y tiempo suficiente para que el Estado romano se ahogue en un mar de sangre. Pero si tengo que apostar, apuesto más por el orden que por el caos, aunque a corto plazo. Sabemos que Pompeyo se proponía hacer que el Senado le autorizara a reclutar tropas para sofocar los desórdenes de la ciudad. Apuesto a que lo ha conseguido. Pompeyo a la cabeza de un ejército es una fuerza prácticamente imparable.
Eco era escéptico.
– Es bueno frente a tropas extranjeras en el campo de batalla, quizás, pero ¿qué me dices de la gente que le tira piedras en los callejones de Roma?
– No me imagino a la plebe clodiana enfrentándose a las tropas de Pompeyo.
– Los soldados no pueden estar en todas partes. Los pequeños alborotos y los fuegos pueden estallar en cualquier sitio y a cualquier hora.
– Sí, puede que haya desórdenes incluso con las tropas de Pompeyo tratando de sofocarlos, pero a escala pequeña. El Foro estará seguro.
– ¿Lo bastante para celebrar comicios?
Negué con la cabeza.
– Este asunto entre Milón y Clodio se debe resolver antes. ¿Te imaginas que se celebraran comicios y saliera elegido Milón? Supongo que es posible, y el resultado inevitable sería otra serie de disturbios, lo que significaría guerra abierta contra las tropas de Pompeyo… No creo que el Senado permita que ocurra algo semejante.
– Entonces, ¿quién está gobernando? ¿Crees que habrán nombrado a Pompeyo dictador?
– Seguro que no, con César en la Galia al frente de su propio ejército. César decidiría que no le queda más remedio que marchar sobre Roma. Me estremecí ante la idea de ver a Metón arrastrado a una guerra civil.
– Seguro que no.
– Suena impensable, ya lo sé, pero ¿quién habría podido imaginar que quemarían el Senado por completo a plena luz del día? -Sacudí la cabeza. Ya habíamos sostenido la misma conversación unas cuantas veces. A veces Eco era el que adoptaba la voz de la razón y yo la del escéptico insidioso. Era imposible abstenerse de especular con lo que estaría pasando en nuestra ausencia; en la misma medida en que era imposible saberlo.
Tras una larga pausa, Eco dijo:
– Eso no era lo que quería decir, ¿sabes?
– ¿Qué quieres decir?
– Cuando pregunté «¿Qué crees que estará pasando en Roma en estos momentos?» no me refería a la política ni a los comicios ni a nada parecido. Quería decir…
– Sé lo que querías decir. Lo intuyo por el tono de tu voz. Entonces, ¿por qué has cambiado de tema? ¿No quieres hablar de eso? De casa…
– Pensar en ellos me hace sentir bien al principio, reconfortado. Pero entonces algo frío se arrastra por dentro y me hace un nudo en la garganta, tan helado y duro como un carámbano.
– Ya lo sé, papá. Yo también temo por ellos.
– Llevamos mucho tiempo fuera. Deben de pensar que estamos muertos. ¿Puedes imaginar a Bethesda de luto? No puedo ni soportar la idea.
– Te entiendo. Me imagino a Menenia llorando y se me parte el corazón. Mujeres penando… ¿Recuerdas a Fulvia y a Clodia la noche que vimos el cuerpo de Clodio? Realmente era un sujeto horrible, ¿no es cierto, papá?
Me encogí de hombros.
– Depende de a quién preguntes. Era rudo con sus enemigos, eso seguro. Les causó más sufrimientos de los que les correspondía padecer en este mundo. Pero también dio esperanza y poder a cantidad de gente que nunca los había tenido, por no mencionar el que les garantizara suficiente pan para sus estómagos. Para esas personas, es un héroe.
– Pero seguía siendo un inútil, loco por el poder y vanidoso. Puedes darte cuenta con sólo echar un vistazo a las casas que construyó.
– Supongo que sí.
– Al menos cuando murió su hermana lloró. Pero Fulvia… ¿Recuerdas cómo intentó no demostrar nada cuando estábamos en la habitación? Y después, enfrente de la multitud, se puso a gritar y a lamentarse. En aquel momento pensé que estaba haciendo teatro, pero ahora creo que realmente estaba sufriendo, perdida y desesperada. Pienso en Menenia y Bethesda llorando por nosotros, asustadas por el futuro, y pienso en Clodia y Fulvia y siento mucha pena por todas ellas. -Arrugó la frente y volvió sus ojos hacia arriba, hacia los rayos del sol que se veían a través de las barras y del techo-. Pero seguimos sin hablar de lo que realmente nos preocupa, ¿verdad? Estamos hablando de la pena que sentirían por nosotros. A lo que yo me refería es…
– ¿A si les ha ocurrido algo?
– Sí.
Suspiré.
– Todo nos lleva a Pompeyo. Prometió que velaría por su seguridad mientras estuviéramos fuera. Pompeyo es un hombre de palabra.
– Pero llevamos fuera mucho más tiempo del que había previsto. Probablemente él también creerá que estamos muertos.
– Sí, probablemente. Si es que piensa en nosotros.
– ¿Y si Pompeyo no está a cargo de la ciudad? ¿Y si ha sido asesinado? ¿Y si ha ocurrido algo demencial, una guerra civil con César, y Pompeyo ha huido a Hispania para reorganizar allí su ejército?
– No tenemos forma de saberlo, Eco. Ninguna forma… -Apoyé la cabeza entre las manos.
La puerta del establo chirrió y se abrió.
Eco respiró hondo. La cesta del pan fue elevada y vuelta a bajar, junto con un cubo de agua fresca.
– ¿Qué le ocurre a ése?
– Quieres decir mi padre. ¿No puedes decir: «qué le ocurre a tu padre»? Eco parecía realmente irritado. Mantuve la cabeza gacha y me encogí sobre mí mismo. Estaba desesperado; en ese estado era muy fácil fingir que estaba descompuesto.
– Está bien, ¿qué le ocurre a tu padre?
– No se encuentra bien.
– Pues parece que sigue comiendo igual.
– Apenas come nada.
– Entonces, ¿qué ha pasado con todo el pan que traje ayer? ¿Te lo comiste tú solo? ¿Le quitaste el pan de la boca a tu padre enfermo?
– He comido lo que he necesitado. Las ratas se comieron el resto anoche, si quieres saberlo.
El hombre gruñó.
– Así pues, necesitarás que vuelva a vaciarte el cubo hoy.
– No.
– ¿Estás seguro?
– Limítate a largarte, si no te importa. Creo que lo único que haces es que mi padre se ponga peor.
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