– El caso es que funciona.
– Ah, ¿sí? Quiero decir, el calendario está tan desarticulado ahora que a veces las estaciones no coinciden con las vacaciones tradicionales.
– Sí, y a lo largo de mi vida cada vez ha ido a peor. Supongo que aún sería peor si no recortaran febrero y metieran el mes intercalar cuando se necesita.
– Ese es otro tema, papá…, «cuando se necesita». Parece que los sacerdotes siempre deciden meter ese mes en el último momento. ¿No pueden decir cuándo lo necesitan con un año de antelación?
– Parece que no.
– Yo diría que el calendario romano necesita una seria reforma.
– Es interesante que tú digas eso. Hace poco, tu hermano decía en una carta que César pensaba lo mismo. Es uno de sus proyectos. Cuando tenga un rato libre entre matar galos y dictar sus memorias a caballo, el general quiere jugar con formas nuevas de fijar el calendario.
– ¿Un nuevo calendario para Roma? Se necesitaría un rey para conseguir un cambio semejante.
Pretendía que me riera pero, en lugar de hacerlo, fruncí el entrecejo.
– No deberías hablar así, Eco. Ni siquiera en broma.
– Lo siento, papá.
– De todas formas -dije-, si César puede fijar un nuevo calendario, seguro que tú y yo podremos al menos descubrir en qué día estamos.
– ¿Sin Menenia y Bethesda para decírnoslo?
– Totalmente solos. Vamos a ver, si han pasado…
Tragué aire cuando oí el familiar crujido de la puerta fue se abría cerraba arriba. Dejé escapar un gemido y me derrumbé contra la pared, agachando la cabeza y cogiéndome el estómago.
– La escotilla de arriba se abrió con un chirrido. Deslizaron una cuerda y supe fue de ella colgaba una cesta con pan del día. Eco la quitó del gancho y colgó la cesta vacía del día anterior.
Volví a gemir, tratando de fue sonara como si estuviera ahogando el sonido en lugar de forzarlo. A un ciudadano or oso no le gusta mostrar debilidad ante los esclavos de su enemigo.
– ¿Qué le pasa? -preguntó una voz desde arriba. ¿A ti qué te importa? -dijo Eco.
Mantuve la cabeza gacha, resistiendo el impulso de mirar hacia arriba. De todas formas, tampoco podría ver bien la cara de mis captores. Con la débil luz y la distancia sólo se verían toscas siluetas. ¿Podrías vaciar el cubo? -dijo Eco. ¿Otra vez? Ya lo vacié ayer.
– ¿Por favor?
El hombre soltó un gruñido de asco.
– Bueno, está bien. Ahí va la cuerda.
Eco colgó el cubo. Oí un ruido susurrante cuando el hombre lo subió, poco a poco. Cuando se iba le oí murmurar: ¿Qué es esto?
Se detuvo y lo imaginé parpadeando, rechinando los dientes y arrugando la nariz mientras examinaba el contenido liquido. Luego continuó su camino hasta la puerta y la abrió. Desde algún sitio me llegó el débil sonido de una conversación en murmullos y un ruido de liquido al caer sobre la tierra.
Poco después, el hombre volvió y bajó el cubo vacío al pozo.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó.
Ahogué un gemido y me apreté el estómago con las manos.
– Lárgate -dijo Eco con frialdad.
Oímos pasos. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Poco después le pregunté a Eco:
– ¿Qué te ha parecido?
– A mí me ha parecido muy convincente.
Asentí. Ambos miramos el montoncillo de tierra fue cubría el cuerpo de la rata fue Eco había matado por la mañana y cuya sangre habíamos añadido a nuestra orina en el cubo.
¿Crees fue podremos cazar otra rata tan fácilmente? -dije.
– A la luz del día, si es necesario -me aseguró Eco.
Abrí los ojos a la oscuridad absoluta. El aire era frío y húmedo, viciado y apestoso.
¿Dónde estaba? El pozo, claro. Ahora lo recordaba. Donde cada día era como el anterior, donde nada cambiaba… pero algo era diferente. No estábamos solos.
Lo sentí, lo supe. ¿Cómo? No por mis ojos, ciertamente. ¿Fue un ruido? ¿El sonido de otra respiración aparte de la de Eco? ¿O un débil movimiento? ¿O un olor…?
Sí, olor a ajo, sudado por los poros, exhalado en el aliento. Otro hedor fue añadir a los miasmas fue se adueñaban del pozo por la noche, enrarecido por el malsano aire nocturno. Mi cabeza empezó a dar vueltas.
¿Quién come ajos? Los gladiadores. Aseguran fue les da vigor. Dejan sin sentido al oponente al echarle el aliento, dice el chiste. Empecé a sudar a pesar del frío. Las gotas me resbalaban por la frente en tal cantidad fue tuve fue enjugármelas con la manga, una sucia manga de una túnica convertida durante cuarenta días en un pingajo. Entonces podía oír sus respiraciones, incluso por encima de los latidos de mi corazón. ¿Quién estaba, o qué había, en el pozo con nosotros?
Seguro fue nadie podía haber entrado por la rejilla sin despertarnos. La escotilla era demasiado pequeña para dejar paso a un hombre; para eso había una trampilla cerrada con una pesada cadena. La cadena habría armado un gran estruendo. Los goznes de la trampilla (fue no había sido usada desde fue nos metieron a Eco y a mí) habrían crujido y chirriado. De repente se me ocurrió cómo habían entrado los intrusos, y de dónde venían…
En lo más profundo de la tierra vi una llama, y un resplandor rojizo iluminó la grieta fue se había abierto en un lado del pozo. El mismo suelo se había abierto. El resplandor descubrió las siluetas de dos hombres… enormes, musculosos, monstruosos, perfilándose amenazadoramente mientras se acercaban. Debían de venir directamente de Hades.
Eco se agitó y se despertó.
– Papá…, ¿qué…?
Le toqué los labios para que callara, pero los dos intrusos ya nos habían visto. Yo también pude verlos, ya que el resplandor, que se había extendido a todos los rincones del pozo, brillando en las espadas sucias de sangre seca que llevaban, iluminó sus espantosas caras. ¿Qué aspecto tienen los que han matado a cientos de hombres sin compasión, se regodean en la crueldad, se alimentan del placer salvaje de poner fin a las vidas de otros? Esos hombres tienen el aspecto de Eudamo y Birria, claro. Ambos estaban de pie a nuestro lado. Desde nuestra posición parecía casi cómica la mirada maliciosa, la sonrisa cruel y la forma en que fruncían las ventanas de la nariz. Qué destino tan desgraciado, pensé, que aquéllas fueran las últimas caras que viera a este lado de Hades.
O…
«¡No! ¡Ni lo pienses siquiera! Pero ¿por qué no? ¡La esperanza es lo último que se pierde! ¡Coge la esperanza, agárrate a ella, estrangúlala! Los dioses se han divertido con tu vida durante cincuenta años. ¿Por qué te la iban a quitar ahora? Piensa: entre tus amigos mortales, ¿quién puede saber cuáles son amigos y cuáles enemigos? Quizá… sólo quizá… Eudamo y Birria no están aquí para asesinarte sino para salvarte; ¡exacto!, ¡para sacarte de este miserable lugar!
»¡Gordiano! No tienes armas pero aún te queda tu dignidad. ¡Levántate! No te escondas como una víctima. Estira la columna. Eres un ciudadano romano. Son los esclavos de otro hombre. Hazles un mínimo gesto de reconocimiento. Trata de no mirar sus espadas. No muestres tu miedo. Mírales a los ojos. Obsérvales de arriba abajo. No importa que sean mucho más altos que tú y que el aliento a ajo te marchite como a una hoja en otoño. No importa el destello del metal que veas por el rabillo del ojo cuando levanten la espada… ¡No retrocedas!
»¿Qué se sentirá al ser decapitado?
»¡Tiemblas como una hoja! Intentas parar pero a pesar de todo tiemblas y tiemblas hasta…»
Abrí los ojos a la tenue luz que anunciaba la mañana en el pozo. Eco se inclinó sobre mí con aire de preocupación y me sacudió suavemente.
– ¡Papá! ¿Te encuentras bien?
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