– Tú y tu hermano parece que hayáis hecho todo un negocio enseñando las vistas de la región a los visitantes.
– La gente quiere saber lo que ocurrió aquí en la Vía Apia.
Sí, efectivamente.
– Pero ¿cómo sabías que éramos hermanos? ¿Te lo dijo Félix?
Me había referido al sacerdote como su hermano en un mero sentido religioso, sin sospechar que fueran realmente parientes. Era un negocio familiar, entonces, el encargarse de los santuarios y el aprovecharse de los viajeros en aquel tramo de la Vía Apia. También parecía existir algo de rivalidad entre hermanos.
– Supongo que mi hermano te habrá dicho también que de joven fui prostituta del templo al servicio de Isis -dijo Felicia. Sin aguardar respuesta, alzó la barbilla, lo cual añadía altura a su ya alta y esbelta figura-. Sí, era prostituta del templo. Pero hoy sólo sirvo a Fauna, la Buena Diosa. -Parecía muy orgullosa de ambos hechos.
Fascinante -dije-. ¿Y estabas por casualidad de servicio aquel día?
– ¿El día de la batalla? Oh, sí.
– ¿Y viste lo que ocurrió?
¡Oh, sí! -Yo tenía la impresión de que mantenía los ojos abiertos como platos de forma antinatural, como hace la gente cuando se esfuerza para no dormirse, o cuando tratan de asustar a los niños pequeños. Señaló hacia Bovilas-. El grupo de Milón subía el monte desde Bovilas. ¡Eran un montón!
Levanté una ceja.
– Todos eran peluqueros y maquilladores, según tengo entendido.
– Oh, no, nada de eso. Bueno, sí, parecía haber varios esclavos para el baño y la alcoba. ¡Teníais que haber oído cómo chillaban cuando comenzó la lucha! Pero también había multitud de hombres armados. Por delante, por detrás, por todas partes. Como un pequeño ejército que desfilara hacia el combate.
– ¿Dónde estaba Milón?
– Cerca de la parte delantera de la procesión, en un carruaje con su esposa.
– ¿Se detuvieron aquí?
– ¿En el santuario? No. Fausta Cornelia nunca paraba aquí.
– ¿De verdad? Yo suponía que la hija de Sila, una mujer de tan alta condición, debía de desempeñar un papel importante en el culto de la Buena Diosa en Roma.
– En Roma, tal vez. Pero me encuentro con que la mayoría de las mujeres que se detienen en este santuario son de ciudades más pequeñas y de condiciones más humildes. Muchas mujeres de la ciudad parecen considerarse demasiado dignas para detenerse en un lugar tan humilde con objeto de presentar sus respetos a la diosa. Prefieren acudir a ella en un ambiente más lujoso, supongo.
– No parece muy piadoso por parte de ellas.
– Yo no juzgo. -Su sonrisa nunca titubeaba. Sus ojos nunca se entornaban-. Pero queríais saber algo acerca de la pelea. Bien, pues empezó ahí mismo, directamente delante del santuario. Yo estaba sentada en las escalinatas calentándome un poco al sol. Lo vi todo.
– ¿A qué hora fue?
– Sobre la hora nona.
Hasta entonces, todos los testigos habían confirmado lo que decía Fulvia y rechazado lo que decía Milón, según el cual la pelea había tenido lugar dos horas más tarde.
– ¿Estás segura?
– Sí. Hay un reloj de sol en el claro que hay detrás del santuario. Lo había mirado poco antes.
¿Cómo empezó la pelea?
– Milón y su séquito subían por el monte y Clodio y los suyos bajaban.
– ¿Clodio estaba, pues, al descubierto en la carretera? No surgió de repente del bosque.
– No.
– ¿No tendió ninguna emboscada?
– Ninguna.
– ¿Iba a caballo?
– Sí, igual que dos de los que le acompañaban. El resto iba a pie.
– ¿Iban con él mujeres o niños?
– No. Todos eran hombres adultos.
– ¿Cuántos?
– Aproximadamente veinte o veinticinco.
– ¿Armados?
– Parecía un grupo de luchadores entrenados, si es eso lo que quieres decir. Tienes más curiosidad por los detalles que la mayoría de los viajeros con que he hablado.
– Ah, ¿sí? -Observé con más detenimiento el tramo vacío de la carretera-. Entonces, cuando los dos grupos llegaron a la misma altura, ¿empezaron a luchar inmediatamente?
– No, no fue así.
– ¿Intercambiaron insultos?
– No, no al principio. Más bien al contrario, en realidad. No bien los dos grupos se tuvieron a la vista, todo el mundo se quedó en silencio. Todos se pusieron algo tensos. Pude ver la reacción a medida que recorría los dos grupos, como ondas gemelas desde el punto de encuentro. Las nucas se tensaron, las mandíbulas se contrajeron, los ojos se quedaron fijos mirando al frente en un gesto desafiante, como suelen hacer los hombres cuando están delante de otros. Hubo algo de confusión cuando se cruzaron. La carretera es ancha, pero ambos grupos tuvieron que encogerse y alargarse un poco para hacerse sitio. Los hombres de Clodio se dispersaron más que los de Milón. Aun así, hubo algunos empujones y algunas quejas. Se respiraba tanta tensión en el ambiente que me puso los pelos de punta (¿cómo explicarlo?) como cuando se rasca una teja de pizarra con la uña. Recuerdo que me vi súbitamente haciendo esfuerzos por respirar y me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración mientras observaba, temerosa de que algo espantoso sucediera.
»Cuando los dos grupos se cruzaron, Clodio y los que iban a caballo se apartaron de la carretera, justo enfrente de donde estaba yo sentada, para dejar que sus hombres fueran delante de ellos. Milón y su esposa prosiguieron colina arriba en su carruaje, alejándose cada vez más. Finalmente, el último del grupo de Milón y el último del grupo de Clodio se cruzaron también enfrente de mí. Clodio tiró de las riendas y se colocó detrás de sus hombres. Dejé escapar un suspiro de alivio. Susurré una plegaria a la Buena Diosa, agradecida de que, después de todo, no hubiera sucedido nada. Pero Clodio no podía dejar las cosas quietas.
Algún demonio debía de estarle azuzando. Miró atrás y gritó algo por encima del hombro a los dos gladiadores que iban detrás del séquito de Milón.
– ¿Dos gladiadores?
– Sí, formando la retaguardia, supongo. Son famosos, o eso dice mi hermano…
– ¿Eudamo y Birria?
– Sí, esos dos.
– ¿Y qué les dijo Clodio?
Guiñó los ojos.
– Si todavía fuera prostituta del templo y no servidora de la Buena Diosa, citaría las palabras exactas.
¿Entonces, una modesta aproximación?
– Fue algo así como: «¿A qué viene ese aspecto tan sombrío, Birria? ¿No te ha dejado Eudamo que le limpies la espada lo bastante a menudo?».
– Entiendo. Y entonces, ¿qué pasó?
El tal Birria se giró en redondo como un rayo, como el chasquear de los dedos, y tiró la lanza a Clodio. Ocurrió tan deprisa que no la habría visto si no hubiera estado mirándolo directamente. Clodio seguía mirando hacia atrás, riéndose de su propio chiste. La lanza le golpeó de lleno.
– ¿Dónde?
Se llevó la mano al hombro.
– Aquí, creo. Apenas vi que le golpeara… La lanza voló más rápida de lo que yo pude seguirla con la mirada y golpeó tan fuerte a Clodio que lo tiró del caballo. Después, hubo un momento de total confusión. Hombres gritando, dando vueltas en todas direcciones, chocando unos con otros. Me levanté de las escalinatas y entré corriendo en el santuario, pero continué observando lo mejor que pude desde las sombras. Todo sucedió muy rápidamente. Nunca había visto una batalla. Supongo que todas las batallas deben de ser así: un montón de hombres corriendo de un lado a otro blandiendo las armas unos contra otros, chillando a todo pulmón. Todo parecía muy ridículo, a decir verdad, pero a la vez muy impresionante. En lo único en que podía pensar era en que de niña solía mirar cómo copulaban los desconocidos entre las sombras del templo de Isis. Resultaba difícil de contener la risa, pero al mismo tiempo había algo espantoso en ello. Fascinante, asqueroso y absurdo a un tiempo.
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