Al concluir la sesión, el pequeño O'Malley era dos guineas más rico, y se despidió mostrando una sobria deferencia que sugería que en el proceso de asado de los capones, cuyos despojos había observado con envidia, había disfrutado de un «pellizco».
A pesar de los vagos recuerdos de una velada agradable, Drinkwater se despertó con la desagradable sensación de que algo no iba bien. Le dolía la cabeza, no estaba acostumbrado a ingerir aquellas cantidades de vino, pero había algo más. Buceó en su memoria en busca de alguna pista para su malestar. Al principio, pensó que había cometido alguna grosería. Su estómago se encogió ante la posibilidad de una indiscreción en presencia del almirante. La silueta que se le acercaba cruzando la sombría cubierta inferior le hizo recordarlo todo.
Morris venía a recordarle su guardia en el puente. El farol emitía una luz demoníaca sobre aquel rostro. El resto de su cuerpo era invisible en la oscuridad del sollado. La espectral figura encontró a Drinkwater despierto y escupió un torrente de improperios en un susurro sibilante. Nathaniel estaba paralizado por el miedo y se sentía aún más vulnerable al estar tumbado boca abajo. Los celos y el odio ardían dentro de Morris, enfrentados al miedo que le producía lo que Drinkwater sabía de su comportamiento. El conflicto resultante era una emoción poderosísima que bullía dentro de sí como un volcán de ira terrorífica e intimidante.
– ¡Vamos, comemierda! ¡Levántate y lleva tu grasiento trasero a cubierta! ¡Maldito holgazán!
Drinkwater no respondió y se limitó a encogerse, desprotegido, bajo su manta. Morris lo observó un segundo y la malevolencia de su mirada parecía tener vida propia. Con un movimiento rápido y preciso, Morris sacó su cuchillo y la luz gris del farol se reflejó en su hoja. Durante apenas un instante, Drinkwater, inexplicablemente, se dio cuenta de que no tenía miedo. Sólo aguardó, en tensión, lo inevitable. Morris dio un tajo con su cuchillo. El cabo del coy se partió y con un áspero ruido, Drinkwater cayó sobre la cubierta. Luchó por desembarazarse de la manta y, cuando lo hizo, vio que estaba solo en la chirriante oscuridad.
En cubierta, un fuerte aguacero resbalaba sobre Spithead, acompañado por un cortante viento. Drinkwater se estremeció y se envolvió en su capote. Aún no se apreciaba el amanecer y la silueta de Morris apenas se distinguía, acurrucado al inútil abrigo del aparejo de mesana.
La silueta se movió y se dirigió hacia Drinkwater. La cara de Morris, en penumbra, estaba ahora más cerca. El guardiamarina de primera agarró el brazo del muchacho. Los salivazos insultaban la mejilla de Drinkwater.
– Escúchame bien -le dijo Morris entre dientes-, porque seas un cabrón lameculos, no te pases de la raya. Threddle no ha olvidado los azotes y ni él ni yo hemos olvidado a Humphries. Así que recuerda bien lo que te digo. Porque lo digo por algo.
La vehemencia de Morris era irrefrenable. Drinkwater se encogió por el sonido de su voz, por los salivazos y por la mano despiadada que lo aferraba con fuerza. Morris le dio un rodillazo en la ingle. El dolor le impedía respirar.
– ¿Lo entiendes, maldito comemierda? -le interrogó Morris, sin rastro de duda en su voz.
– S… sí -susurró Drinkwater, doblándose por el dolor y las náuseas, mientras la cabeza le daba vueltas. De entre la penumbra barrida por la lluvia, surgió otra silueta. Durante un angustioso momento, Drinkwater creyó que era Threddle, pero la voz de Tregembo le preguntó:
– ¿Todo bien, señor Drinkwater?
Sintió el desconcierto de Morris y luego como relajaba su mano al incorporarse. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas pero consiguió tranquilizarse lo suficiente para decir:
– Sí, gracias.
En tono cortante, Morris dio sus instrucciones para la siguiente guardia.
– Esta noche se exime a los tenientes de las guardias. Todos a cubierta cuando suenen las tres campanadas.
Uno de los suboficiales se acercó con la ampolleta de media hora en la mano. El cristal inferior estaba casi lleno.
– Ocho campanadas, señor Morris.
– Dé el aviso.
– Sí señor.
Eran las cuatro de la mañana.
Una vez se hubo ido Morris, Drinkwater se dirigió a la banda de barlovento. La lluvia humedeció e hizo escocer su rostro. Aquello le alivió. El dolor de la ingle remitió y ya no le pesaba tanto la cabeza. Entonces, le embargó una oleada de náuseas. El dolor, el vino y el asco le hicieron vomitar sobre las aguas sibilantes y oscuras de Spithead. Después se sintió mejor. Seguía mirando a barlovento, agarrándose al pasamanos. Se despreciaba. ¿Por qué no se había defendido de Morris? Aunque sólo fuera por una vez. Tenía que afrontar el hecho de que estaba asustado y de que no aplicaba sus valientes decisiones que iba descartando, una y otra vez, a la espera de una mejor oportunidad. Ahora tenía una. Morris lo había agredido. Había tratado de pasar inadvertido con la esperanza de que así Morris lo dejaría tranquilo. Pero Morris jamás haría eso…
Deseaba con todas sus fuerzas no saber lo que sabía sobre Morris. Era tan repugnante que aquella imagen, que recordaba de forma tan vivida su impresionable mente, le resultaba abominable.
Lo que había presenciado aterrorizaba a Drinkwater casi tanto como los protagonistas de aquella escena. De este terror surgió la convicción del poder que tenía sobre Morris. En la agresión de Morris, no veía más que brutalidad. No alcanzaba a distinguir que dicha brutalidad enmascaraba el miedo. No veía el origen de todo aquello, sólo su manifestación.
De repente se dio cuenta de que ya no estaba solo.
Una voz cercana tosió, a modo de excusa.
Drinkwater, nervioso, comenzó a alejarse.
– Discúlpeme, señor.
– ¿Sí?
– He visto lo que ocurrió, señor. Vi cómo le pegaba… A lo mejor necesita un testigo, señor.
– No Tregembo, gracias -Drinkwater se detuvo. Recordaba la conversación que mantuvieron en el Mediterráneo. Revivió brevemente la imagen de Humphries, de Sharpies y Threddle, y de los latigazos que había soportado Tregembo. Drinkwater le dirigió una dura mirada a Tregembo… El marinero esperaba que le diese una paliza a Morris, de no ser así, pensaría que Drinkwater era un cobarde.
Inesperadamente, Drinkwater recordó el preciso momento en que no había sentido miedo una hora antes. Le embargó un enérgico sentimiento. No podía seguir sufriendo la tiranía de Morris y estaba decidido a retar a su superior. Era una decisión desesperada pero, en estas circunstancias, las resoluciones se toman con rapidez, aunque no son tan sencillas de realizar. Con un forzado y adusto tono, dijo:
– No Tregembo, este es un asunto del sollado, como tú mismo dijiste. Te agradeceré que no digas nada…
El hombre se retiró defraudado. No había calculado bien su ofrecimiento de ayuda al joven caballero. Debido al respeto que sentía hacia el guardiamarina, Tregembo creía haber encontrado un medio legítimo para provocar la caída de Morris. Tregembo recordaba el artículo 29 de las Ordenanzas Militares; si en algún momento alguien había tenido a otra persona a su merced, este era ahora Drinkwater con Morris. Tregembo estaba desconcertado. Se había «encariñado» con el muchacho y no entendía que no se hubiese perpetrado una agresión contra Morris, tal y como había visto suceder de vez en cuando en otros barcos. Tregembo era demasiado simple para entender los escrúpulos de Drinkwater, al igual que Drinkwater no sabía que el acoso de Morris escondía un alma pusilánime, que a Tregembo le resultaba muy fácil de entender.
Con la primera luz del alba, Drinkwater comprendió la alicaída redrada del gaviero.
– ¡Tregembo!
– ¿Señor? -preguntó dubitativo el marinero.
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