Sarah Lark - En El Pais De La Nube Blanca

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Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra a la que se compara con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo?
En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo sino está unido de forma indisoluble.

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¡Y luego estaba Julius, el marido de Larissa! Si bien procedía de una de las mejores familias de la nobleza era terriblemente incoloro y exangüe. Gwyneira recordaba que su padre había murmurado tras la primera presentación algo de «consanguineidad». Al menos, Julius y Larissa ya tenían un hijo…, con el aspecto de un fantasma. No, ninguno de ellos era como el hombre que soñaba Gwyneira. ¿Sería mejor la oferta en ultramar? Ese Gerald Warden daba una impresión muy vital aunque, naturalmente, era demasiado viejo para ella. Pero al menos sabía de caballos y no se había ofrecido a ayudarla a montar. ¿Podrían montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero? Gwyneira se sorprendía a veces soñando con las noveluchas del servicio. ¿Cómo sería echar una carrera a caballo con uno de esos apuestos cowboys americanos? ¿Mirarlo con el corazón desbocado en un duelo con pistolas? ¡Y las mujeres de los pioneros también recurrían en el Oeste a las armas! Gwyneira hubiera referido un fuerte rodeado por indios antes que el jardín de rosales de Diana.

En esos momentos se estaba embutiendo por vez primera en un corsé que todavía la ceñía con más fuerza que esa antigualla que llevaba al cabalgar. Odiaba tales torturas, pero cuando miró el espejo se sintió satisfecha con el talle extremamente esbelto. Ninguna de sus hermanas era tan grácil. Y el vestido de seda azul cielo le quedaba de maravilla. Reforzaba el brillo de sus ojos y acentuaba la luminosa cabellera rojiza. Lástima que tuviera que recogérsela. ¡Y qué agotador para la doncella, que ya estaba preparada a su lado con peine y horquillas! El cabello de Gwyneira era ondulado por naturaleza y cuando había humedad en el aire, lo que solía suceder casi siempre en Gales, se encrespaba especialmente y era difícil de dominar. A menudo, Gwyneira debía permanecer sentada sin moverse durante horas hasta que la doncella lo había domado del todo. Y esos momentos de inmovilidad le resultaban más difíciles que otros cualesquiera.

Gwyneira se instaló en la silla de peinar con un suspiro y se preparó para media hora de aburrimiento. Sin embargo, su mirada se posó en el discreto folletín que descansaba junto a los peines y otros instrumentos que había sobre la mesa. En manos del piel roja rezaba el sensacionalista título.

– He pensado que milady desearía un poco de entretenimiento -observó la joven doncella, y sonrió a Gwyneira por el espejo-. ¡Pero es muy terrorífico! Sophie y yo no hemos podido dormir en toda la noche después de habérnoslo leído la una a la otra!

Gwyneira ya había tomado el folletín. Ella no se asustaba tan pronto.

Mientras tanto Gerald Warden se aburría en el salón. Los caballeros estaban tomando una copa antes de comer. Lord Silkham acababa de presentarle a su yerno Jeffrey Riddleworth. Le explicó a Warden que Lord Riddleworth había servido en la colonia de la Corona en la India y que había regresado hacía apenas dos años a Inglaterra en posesión de importantes condecoraciones. Diana Silkham era su segunda esposa, la primera había fallecido en la India. Warden no se atrevió a preguntar de qué, pero con bastante seguridad la dama había muerto a causa de la malaria o de la picadura de una serpiente. Siempre que hubiera dispuesto de mucho más arrojo y ganas de acción que su marido. En todo caso, Riddleworth parecía no haber abandonado los alojamientos del regimiento durante toda su estancia en la colonia. Del país sólo podía contar que, salvo en los refugios ingleses, todo era ruido y suciedad. Consideraba a los nativos sin excepción un hato de desarrapados, en primer lugar a los maharajás, y, en cualquier caso, todo estaba infestado de tigres y serpientes fuera de las ciudades.

– Una vez hasta tuvimos una culebra en nuestro alojamiento -explicó Riddleworth asqueado mientras se retorcía su esmerado bigote-. Naturalmente, de inmediato maté a esa bestia de un disparo, aunque el culi me dijo que no era venenosa. Pero ¿puede uno fiarse de esa gente? ¿Cómo ocurre en su país, Warden? ¿Controla su servicio a esos engendros repugnantes?

Gerald pensó divertido que seguramente los disparos de Riddleworth en el interior de la casa habían causado más desperfectos que los que podría haber originado jamás un auténtico tigre. No creía que el pequeño y bien alimentado coronel fuera capaz de acertar de un tiro a la cabeza de una serpiente. En cualquier caso, era evidente que ese hombre había elegido el país equivocado como esfera de acción.

– El servicio necesita a veces…, hummm…, familiarizarse con las costumbres -respondió Gerald-. Solemos emplear a nativos para quienes el estilo de vida inglés resulta completamente ajeno. Pero no tenemos nada que ver con serpientes y tigres. En toda Nueva Zelanda no hay ninguna serpiente. Y en su origen tampoco había mamíferos. Fueron los misioneros y colonos los que introdujeron en las islas el ganado doméstico, perros y caballos.

– ¿No hay animales salvajes? -preguntó Riddleworth frunciendo el entrecejo-. Vamos Warden, no querrá hacernos creer que antes de la colonización aquello estaba como en el cuarto día de la creación.

– Hay pájaros -informó Gerald Warden-. Grandes, pequeños, gordos, delgados, que vuelan y que corren…, ah, sí, y un par de murciélagos. Salvo esto, insectos, claro está, pero tampoco son peligrosos. Si quiere que lo maten en Nueva Zelanda, milord, tiene que esforzarse. A no ser que recurra a ladrones de dos patas con armas de fuego.

– Probablemente también a otros con machetes, dagas y sables, ¿no? -preguntó riendo Riddleworth-. Bien ¡cómo puede alguien desplazarse por propia voluntad a esos lugares vírgenes es para mí una incógnita! Yo me sentí contento de poder abandonar las colonias.

– Nuestros maoríes suelen ser pacíficos -replicó Warden con tranquilidad-. Un pueblo extraño…, fatalista y fácil de contentar. Cantan, bailan, tallan madera y no conocen ningún armamento digno de mención. No, milord, estoy seguro de que antes se hubiera usted aburrido en Nueva Zelanda que asustado.

Riddleworth ya estaba dispuesto a aclarar, airado, que durante su estancia en la India no había tenido, naturalmente, ni una gota de miedo. Sin embargo, la llegada de Gwyneira interrumpió a los caballeros. La muchacha entró en el salón y descubrió desconcertada que su madre y su hermana no estaban entre los presentes.

– ¿Llego demasiado pronto? -preguntó Gwyneira en lugar de saludar primero a su cuñado, como era conveniente.

Éste también puso la oportuna cara de ofendido, mientras Gerald Warden apenas si podía apartar la vista de la figura de la joven. La muchacha ya le había parecido antes hermosa, pero ahora, vestida de ceremonia, reconoció que se trataba de una auténtica belleza. La seda azul acentuaba su tez clara y su vigoroso cabello rojizo. El peinado sobrio destacaba el corte noble de su rostro. ¡Y además de todo ello esos labios audaces y los luminosos ojos azules con su expresión despierta, casi provocadora! Gerald estaba arrebatado.

Sin embargo, esa mujer no encajaba ahí. Era incapaz de imaginársela al lado de un hombre como Jeffrey Riddleworth. Gwyneira pertenecía más al tipo de las que se colgaban una serpiente alrededor del cuello y domesticaban a un tigre.

– No, no, eres puntual, hija mía -respondió Lord Terence, consultando el reloj-. Son tu madre y tu hermana quienes se retrasan. Es probable que hayan vuelto a demorarse demasiado tiempo en el jardín…

– ¿No estaba usted en el jardín? -preguntó Gerald Warden a Gwyneira. De hecho, antes se la hubiera imaginado a ella al aire libre que a su madre, quien, en el momento de conocerla, le había parecido algo afectada y aburrida.

Gwyneira se encogió de hombros.

– No tengo afición por las rosas -reconoció, aunque con ello volvió a despertar la indignación de Jeffrey y seguramente también la de su padre-. Si fueran verduras o algo que no pinchara…

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