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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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Emprendió una última batida aprovechando los primeros rayos de sol. Paseó de nuevo sobre los maderos, apartó unas pilastras y levantó los restos del somier de bambú para escarbar bajo el lecho de tierra con la avidez de un sabueso.

Se rio de pura desesperación.

Hasta el día en que descubrió el cuerpo de Shang, sus preocupaciones se habían limitado a madrugar cada mañana, lamentarse por los campos que debía arar y añorar su etapa en la universidad. Pero, al menos, había dispuesto de un techo donde cobijarse y una familia que le protegía.

Ahora todas sus posesiones se reducían a dos bocas hambrientas y unas cuantas monedas. Pateó una viga con impotencia y se sentó. Pensó en sus progenitores. Tal vez no había entendido las decisiones de su padre en los últimos días, pero, hasta entonces, siempre había sido un hombre íntegro y cabal. Quizá algo severo, pero honesto y juicioso como pocos. Se culpó por su rebeldía, la misma que le había conducido a odiarle en un estúpido arrebato; la necedad que le había impulsado a pasar la noche fuera de su casa en lugar de permanecer junto a ellos para cuidarlos.

Finalmente, dio por concluida la búsqueda tras comprobar que lo más valioso que quedaba era un nido de cucarachas. Escondió en el pozo las pertenencias que había recuperado y despertó a su hermana. Nada más abrir los ojos, Tercera preguntó por su madre. Mientras cortaba unas tajadas de la pata de cerdo ahumada, Cí le recordó que padre y madre habían emprendido un largo viaje.

– Pero te están vigilando, así que pórtate como una mujercita.

– ¿Y dónde están?

– Detrás de aquellas nubes. Venga, ahora cómetelo todo o se enojarán. Que ya sabes cómo se pone padre cuando se enfada.

– La casa sigue rota -señaló mientras mordisqueaba la carne.

Cí asintió. Era un problema. Intentó buscar una respuesta.

– Ya estaba vieja. Pero construiré una más grande. Aunque para eso me tendrás que ayudar. ¿De acuerdo?

Tercera tragó y afirmó al mismo tiempo. Cí le abrochó los botones de su chaqueta y ella recitó la cantinela que su madre le había enseñado cada mañana.

– Los cinco botones representan las virtudes que debe guardar una niña: la dulzura, el buen corazón, el respeto, el ahorro y la obediencia.

Cí aprovechó para añadir la alegría.

– Ésa no me la dice mamá.

– Me lo acaba de susurrar al oído.

Sonrió y la besó en una mejilla. Luego se acomodó a su lado y pensó en el Señor del Arroz. Tal vez en él radicara la solución a sus problemas.

* * *

Tenía faena por delante: reunir cuatrocientos mil qián podía resultar más complicado que trasladar de sitio una montaña, pero durante la noche había elaborado un plan que quizá le sirviera.

Antes de partir, cogió el código penal que había rescatado de los escombros y consultó los capítulos referentes a las condenas por asesinato y las conmutaciones de penas. El texto era claro al respecto. Una vez cerciorado, dedicó unos instantes al recuerdo de sus padres y les ofrendó una tajada de cerdo sobre un altar improvisado. Cuando terminó sus plegarias, rogó benevolencia a sus espíritus, cogió a Tercera en volandas y se encaminó hacia la hacienda del Señor del Arroz, el dueño de casi todas las tierras de la aldea.

En la muralla que delimitaba la entrada a la finca le salió al paso un hombretón mal encarado de brazos tatuados, pero cuando Cí le anunció sus intenciones, se lo franqueó y le acompañó a través de los jardines hasta un coqueto templete desde el que se dominaban las terrazas de arroz de las montañas. Allí, un anciano de gesto adusto descansaba sobre un palanquín, abanicado por una concubina. El hombre examinó a Cí con el tipo de mirada de quien valora a una persona por la calidad de sus zapatos y torció el gesto, pero lo mudó por una sonrisa cuando el centinela le indicó el motivo de la visita.

– De modo que quieres vender las tierras de Lu. -El Señor del Arroz le ofreció asiento en el suelo-. Siento lo de tu familia. Aun así, no es buena época para los negocios.

«Sobre todo en mis circunstancias, ¿no?».

Cí aceptó con una reverencia y envió a Tercera a jugar con los patos en el estanque de la casa. Tomó asiento sin prisa. Se había preparado la respuesta.

– He oído hablar de vuestra inteligencia -le aduló Cí-, pero más aún de vuestro tino para los negocios. -El anciano lució su vanidad con una sonrisa mentecata-. Sin duda, pensaréis que mi situación me obliga a malvender las propiedades de mi hermano. Sin embargo, no he venido aquí a regalaros nada, sino a ofreceros algo de un valor incalculable.

El anciano se reclinó en su palanquín, como si dudara entre escuchar a Cí o mandar que lo azotaran. Finalmente, le indicó que prosiguiera.

– Sé que desde hace tiempo Bao-Pao andaba en tratos con mi hermano -mintió Cí-. Su interés por las tierras de Lu venía de antiguo, desde antes de que mi hermano las adquiriera.

– No veo en qué puede eso interesarme. Poseo tantas tierras que necesitaría esclavizar diez pueblos enteros para poder cultivarlas -replicó con desdén.

– Es cierto. Y por esa razón estoy aquí y no en casa de Bao-Pao.

– Muchacho, estás colmando mi paciencia. Explícate o haré que te saquen a rastras.

– Su dignidad posee más tierras que Bao-Pao. En efecto, es más rico, pero no es más poderoso. Él es el caudillo. Su dignidad, con todos mis respetos, tan sólo un hacendado.

El hombre dejó escapar un gruñido. Cí supo que había acertado. Entonces continuó.

– Todos en el pueblo saben del interés de Bao-Pao por las tierras de Lu -agregó-. Su anterior dueño se negó mil y una veces a vendérselas por la enemistad ancestral que les enfrentaba.

– Y tu hermano se aprovechó para conseguirlas en una noche de juego… ¿Acaso crees que desconozco la historia?

– Y mi hermano se negó a vendérselas por la misma razón que el anterior propietario: porque el arroyo discurre por sus lindes y eso garantiza el riego incluso en los periodos de estiaje. Su dignidad posee las tierras inferiores, que se abastecen del agua del río, pero los terrenos de Bao-Pao se sitúan en la parte alta de las laderas, donde el agua no llega si no es con un sistema de bombas de pedales.

– Que no puede emplear porque atravesaría mis dominios. ¿Y bien? Ya sabemos que poseo más tierras de las que puedo cultivar y que dispongo de agua en abundancia. ¿Por qué habría de interesarme tu mísera parcela?

– Precisamente para evitar que se la venda a Bao-Pao. Pensad que si lo hiciera, el caudillo no sólo disfrutaría del poder, sino también de la abundancia que le proporcionaría el riachuelo de mi hermano.

El hacendado le miró de arriba abajo mientras rumiaba un bocado inexistente. Sabía que cuanto argumentaba Cí era cierto. Lo que desconocía era cuánto iba a costarle.

– Mira, muchacho, tus tierras no valen nada para mí. Si BaoPao las quiere, véndeselas a él.

«Sólo está fanfarroneando, Cí. Aguanta el envite».

– ¡Tercera! ¡Deja esos patos! -gritó Cí mientras se levantaba-. En fin, es normal que un caudillo consiga lo que se proponga y que un simple hacendado no sea capaz de impedírselo.

– ¿Cómo te atreves?

Cí no respondió a su amenaza. Simplemente se dio la vuelta y comenzó a descender la escalinata.

– ¡Doscientos mil! -le interrumpió el Señor del Arroz-. Doscientos mil qián por tu parcela.

– Cuatrocientos mil -replicó Cí sin inmutarse.

– ¿Bromeas? -Rio con sarcasmo-. Cualquiera sabe que ese terreno no vale ni la mitad de lo que te ofrezco.

«Tal vez tú lo sepas, pero tu codicia no».

– Bao-Pao me ha ofrecido trescientos cincuenta mil -volvió a mentir, jugándoselo todo a una baza-. Humillarle os costará cincuenta mil más.

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