Antonio Garrido - El lector de cadáveres

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El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune.
Cí Song fue el primero de ellos.
Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial.
Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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* * *

Aunque Cí intentó hablar con su padre, no lo consiguió. El hombre se había encerrado en su habitación con la puerta atrancada por dentro. Su madre le imploró que no lo importunara. Lu ya era un adulto emancipado y cualquier cosa que intentaran hacer en su favor sólo les procuraría una deshonra aún mayor. Cí intentó convencerla en vano. Luego se desgañitó sin que su padre le respondiera. Entonces, y sólo entonces, decidió que él se ocuparía de Lu.

A mediodía solicitó audiencia con el Ser para comprobar los resultados de las gestiones de Feng. El magistrado recibió a Cí y le ofreció algo de comer, cosa que sorprendió al joven.

– Feng me ha hablado bien de ti. Lástima lo de tu hermano, un mal sujeto, según se ha visto. Pero pasa, no te quedes ahí. Siéntate y dime en qué puedo ayudarte.

A Cí continuó asombrándole su cordialidad.

– El juez Feng me dijo que hablaría con vos sobre las minas de Sichuan -dijo inclinándose ante él-. Me comentó que podríais enviar allí a mi hermano.

– Ah, sí. Las minas… -El Ser engulló un trozo de pastel y se chupó los dedos-. Mira, muchacho, en la antigüedad sobraban las leyes porque bastaba con las cinco audiencias: se presentaban los antecedentes, se observaban los cambios del rostro, se escuchaban la respiración y las palabras, y en la quinta audiencia se escrutaban los gestos. No hacía falta nada más para desvelar la negrura de un espíritu. -Dio un nuevo bocado-. Pero ahora las cosas son distintas. Ahora un juez no puede, digamos… interpretar los sucesos con la misma… ligereza -dijo enfatizando sus palabras-. ¿Entiendes lo que digo?

Pese a no comprenderle, Cí asintió. El Ser continuó.

– De modo que te gustaría que Lu fuera trasladado a las minas de Sichuan… -Se limpió las manos en un paño y se levantó a buscar un tratado-. Veamos, veamos… Sí. Aquí está. En efecto, en según qué casos, la pena de asesinato puede conmutarse por la de destierro, siempre y cuando un familiar satisfaga la compensación monetaria correspondiente.

Cí prestó atención.

– Lamentablemente, el asunto que nos ocupa no admite discusión. Tu hermano Lu es culpable del peor de los crímenes. -Se detuvo un momento a reflexionar-. De hecho, deberías agradecerme que durante el juicio no calificara la decapitación de Shang como parte de algún ritual de magia familiar, pues en tal caso, no sólo Lu estaría abocado a la muerte de los mil cortes, sino que, por añadidura, tú y tu familia habríais sido desterrados a perpetuidad.

«Sí. Hemos tenido una gran suerte».

Cí apretó los puños. En efecto la ley contemplaba que los parientes del reo culpable, aun resultando inocentes del crimen, podían compartir con el asesino el mismo arte malévolo, en cuyo caso se hacía preciso su destierro. Sin embargo, no comprendía a dónde quería llegar el Ser. El magistrado, al advertir la extrañeza de Cí, decidió ser más explícito.

– Bao-Pao me ha comentado que tu familia posee propiedades. Unos terrenos por los que en su día ofreció a tu padre una buena cantidad.

– Así es -balbuceó Cí sin comprender.

– Y Feng me observó que, en estas circunstancias, sería preferible que discutiera contigo este asunto en lugar de con tu padre. -Se levantó y comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Luego volvió a la mesa y se acomodó.

– Disculpadme, magistrado, pero no alcanzo a entender…

El Ser se encogió de hombros.

– Por ahora sólo pretendo que llenemos el estómago, pero, quizá, mientras comemos, podamos acordar la cifra que libre a tu hermano del tormento.

* * *

Cí pasó el resto de la tarde meditando la propuesta del Ser. Cuatrocientos mil qián era una cantidad exorbitante, pero también una minucia si servía para salvar la vida de Lu. Cuando llegó a su casa, sorprendió a su padre encorvado sobre unos papeles El hombre tosió torpemente y los guardó en el cofre rojo. Después se volvió hacia él, indignado.

– Es la segunda vez que me interrumpes. A la tercera te arrepentirás.

– Conserváis un código penal, ¿no? -Su padre no dio crédito a lo que tomó por una impertinencia, pero antes de que pudiera articular palabra, Cí continuó-: Necesito consultarlo. Tal vez pueda ayudar a Lu.

– ¿Quién te ha dicho eso? ¿El desgraciado de Feng? ¡Por el Gran Buda, olvida a tu hermano de una maldita vez, que bastante infamia nos ha traído con su crimen!

Cí achacó lo airado de sus palabras a un desvarío momentáneo.

– Quien me lo haya dicho es lo de menos. Lo que de verdad importa es que nuestros ahorros podrían salvar a Lu.

– ¿Nuestros ahorros? ¿Desde cuándo has ahorrado tú? Olvida a tu hermano y aléjate de Feng. -Sus ojos parecían los de un demente.

– Pero, padre… El Ser me ha asegurado que si entregamos cuatrocientos mil qián

– ¡He dicho que lo olvides! ¡Maldición! ¿Sabes de cuánto disponemos? ¡En seis años de contable no he reunido ni cien mil! La mitad los gasté en mantenernos y la otra mitad en ti. A partir de hoy estamos solos, así que ahorra tu esfuerzo para gastarlo en el campo, que es donde lo vas a necesitar. -Se agachó y protegió el cofre con un paño.

– Padre, en este crimen hay algo que no entiendo. No voy a olvidar a Lu…

Un guantazo cruzó la cara de Cí, que quedó demudado por una mueca de asombro. Era la segunda vez que su padre le levantaba la mano. Inexplicablemente, el antaño honorable patriarca se había convertido en un anciano encanecido que, atenazado por la ira, temblaba frente a él, con los labios crispados y su mano, elevada y amenazadora, a un palmo de su boca. Pensó en buscar él mismo el código penal, pero rehusó enfrentarse a su progenitor. Simplemente, se dio la vuelta y salió a la calle sin prestar atención a los gritos que le exigían que se detuviera.

Caminó bajo la lluvia hasta alcanzar el hogar de Cereza. En el exterior se apreciaba un pequeño altar mortuorio que la lluvia se había encargado de transformar en un puñado de velas caídas y flores deshojadas. Enderezó las que pudo y rodeó la entrada para dirigirse hacia la estancia en la que solía descansar su prometida. Allí, el alero le protegía de la lluvia. Como de costumbre, golpeó con un guijarro en uno de los maderos y esperó a que contestara. Le pareció que transcurrían años, pero, finalmente, un sonido similar le confirmó que la joven estaba al otro lado.

Pocas veces podían hablar. Las estrictas reglas del noviazgo lo dificultaban hasta el punto de especificar los acontecimientos y fiestas en las que podían encontrarse, pero ellos se las apañaban de tanto en tanto para coincidir en el mercado y rozarse las manos por debajo de los puestos de pescado o dirigirse miradas cuando no se sentían observados.

La deseaba. A menudo fantaseaba con el tacto de su piel nívea, su cara redondeada o sus caderas rellenas. Soñaba con sus pies, siempre ocultos incluso durante los actos más íntimos, que imaginaba pequeños y gráciles como los de su hermana Tercera. Unos pies que la madre de Cereza le había vendado desde pequeña para que se parecieran a los de las mujeres de alta alcurnia.

El golpeteo de la lluvia le arrancó de su ensoñación, haciéndole volver a una noche en la que ni los perros dormirían al raso. Observó que diluviaba como si los dioses hubieran destrozado los diques celestiales, y tan sólo el esporádico fulgor de los relámpagos interrumpía la negrura y el silencio. Sin duda, era la peor noche de su vida. Y, aun así, no se movió. Prefirió empaparse como una rata a regresar a su casa y enfrentarse de nuevo a la incomprensible ira de un padre obcecado. No sabía bien qué hacer. A través de los resquicios susurró a Cereza que la amaba, y ella golpeó una vez para responderle. No podían hablar porque despertarían a su familia, pero al menos él percibía cercana su presencia, así que se acurrucó contra la pared y se dispuso a pasar la noche bajo el alero, al abrigo de la tormenta. Antes de dormir recordó su conversación con el Ser. En realidad, no había dejado de pensar en sus palabras. Quiso soñar que la propuesta del magistrado, aunque plena de egoísmo, permitiría a Lu conservar la vida.

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