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Noah Gordon: El Médico

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Noah Gordon El Médico

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Esta arrebatadora novela describe la pasion de un hombre del siglo XI por vencer la enfermedad y la muerte, aliviar el dolor ajeno e impartir el don casi mistico de sanar que le ha sido otorgado. Arrastrado por esa pasion, recorrera un largo camino que le conducira, desde una Inglaterra en la que domina la brutalidad y la ignorancia, a la sensual turbulencia y el esplendor de la remota Persia, donde conocera al legendario maestro Avicena, que esta experimentando con las primeras armas de la medicina moderna.

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Hugh Tite, que era padre de Anthony y se le parecía, llegó en representación de los porta ataúdes, una comisión permanente que se reunía a fin de fabricar los féretros para los agremiados difuntos.

Palmeó el hombro de Nathanael.

– Tengo guardadas suficientes tablas de pino duro. Sobraron del trabajo del año pasado en la taberna de Bardwell. ¿Recuerdas que era una madera muy bonita? Ella tendrá lo que se merece.

Hugh era un jornalero semicualificado y Rob había oído a su padre hablar desdeñosamente de él por no saber cuidar sus herramientas, pero ahora Nathanael asintió atontado y se entregó a la bebida.

El gremio había proporcionado alcohol en abundancia, ya que un velatorio era la única ocasión en que se justificaban la embriaguez y la gula. Además de sidra y cerveza de cebada, había cerveza dulce y una mezcla denominada traspié, hecha mezclando agua con miel, dejando fermentar la solución seis semanas. También había pigmento, amigo y consuelo de los carpinteros, un vino condimentado con moras llamado morat e hidromiel con especias.

Se presentaron cargados con brazadas de codornices y perdices asadas, diversos platos de liebre y venado fritos o al horno, arenque ahumado, truchas y platijas recién pescadas y hogazas de pan de cebada.

El gremio ofreció una contribución de dos peniques para limosnas en nombre de la bendita memoria de Agnes Cole, y proporcionó portaféretros que encabezaron el cortejo hasta la iglesia, y cavadores que prepararon la fosa. Una vez en la iglesia de San Botolph, un sacerdote apellidado Kempton entonó distraídamente la misa y confió a mamá a los brazos de Jesús, al tiempo que los miembros del gremio recitaban dos salterios por su alma.

Fue enterrada en el camposanto, delante de un tejo joven.

Al regresar a casa, las mujeres ya habían calentado y preparado el banquete fúnebre, y la gente comió y bebió durante horas, liberada de su destino de pobreza por la muerte de una vecina. La viuda Hargreaves se sentó con los niños, les fue dando los mejores bocados y armó gran alharaca. Los abrazó entre sus senos profundos y perfumados, donde se retorcieron y palidecieron. Pero cuando William se sintió mal, fue Rob quien lo llevó a la parte de atrás de la casa y le sostuvo la cabeza mientras se doblaba y vomitaba. Después, Della Hargreaves palmeó la cabeza de Willum y dijo que era una pena, pero Rob sabía que había atosigado al niño con un plato de su propia factura, y durante el resto del banquete mantuvo a sus hermanos lejos de la anguila en conserva de la viuda.

Aunque Rob sabía lo que significaba la muerte, seguía esperando que mamá volviera a casa. Algo en su interior no se habría sorprendido demasiado si mamá hubiera abierto la puerta y entrado en casa, con provisiones del mercado o dinero del exportador de encajes de Southwark.

"La lección de historia, Rob."

"¿Cuáles fueron las tres tribus germánicas que invadieron Britania en los siglos V y Vl después de Cristo?"

"Los anglos, los jutos y los sajones, mamá."

"¿De dónde venían, cariño?"

"De Germania y Dinamarca. Conquistaron a los britones de la costa Este y fundaron los reinos de Northumbrta, Mercia y Eastanglia."

"¿Qué vuelve tan inteligente a mi hijo?"

"¿Una madre inteligente?"

"¡Ja, ja! Aquí tienes un beso de tu madre inteligente. Y otro beso porque tienes un padre inteligente No olvides jamás a tu padre inteligente…"

Para gran sorpresa de Rob, su padre se quedó. Daba la sensación de que Nathanael quería hablar con los niños, pero era incapaz de hacerlo. Pasaba la mayor parte del tiempo reparando el techo de paja. Algunas semanas después del funeral, a medida que la parálisis iba desapareciendo y Rob empezaba a comprender lo distinta que sería su vida, por fin su padre consiguió trabajo.

El barro de la ribera londinense es marrón y profundo, un lodo blando y pegajoso que sirve de hogar a unos gusanos de los barcos llamados teredos.

Los gusanos habían hecho estragos en las maderas, horadándolas a lo largo de los siglos e infestando los embarcaderos, por lo que había que reemplazar algunos. Era un trabajo pesado que no tenía nada que ver con la construcción de bonitos hogares, pero, en medio de sus penurias, Nathanael lo aceptó con mucho gusto.

A pesar de que era un mal cocinero, las responsabilidades de la casa recayeron en Rob J. A menudo Della Hargreaves llevaba alimentos o preparaba una comida, sobre todo si Nathanael estaba en casa, ocasiones en que se tomaba la molestia de perfumarse y de mostrarse bondadosa y considerada con los críos. Era robusta pero atractiva, de tez rojiza, pómulos altos, barbilla puntiaguda y manos pequeñas y rollizas que usaba lo menos posible para trabajar. Rob siempre había cuidado de sus hermanos, pero ahora se convirtió en su única fuente de atenciones, y ni a él ni a ellos les gustaba. Jonathan Carter y Anne Mary lloraban constantemente. William Steward había perdido el apetito y era un chiquillo de cara cansada y ojos muy abiertos. Samuel Edward estaba más descarado que nunca y lanzaba palabrotas a Rob J. con tanto regocijo que al mayor no le quedó más remedio que abofetearlo.

Procuró hacer al pie de la letra lo que pensó que ella habría hecho.

Por las mañanas, después que el pequeño tomaba su papilla y los demás recibían pan de cebada y algo de beber, Rob J. limpiaba el hogar bajo el agujero redondo para el humo, por el que, cuando llovía, caían gotas siseantes al fuego. Tiraba las cenizas en la parte trasera de la casa y luego barría los suelos. Quitaba el polvo de los pocos muebles de las tres habitaciones. Tres veces por semana iba al mercado de Billingsgate para comprar las cosas que mamá lograba llevar a casa en un único viaje semanal. La mayoría de los dueños de los puestos lo conocían. La primera vez que fue solo, algunos hicieron un pequeño regalo a la familia Cole como muestra de condolencia: unas manzanas, un trozo de queso, la mitad de un pequeño bacalao curado en sal… Pero a las pocas semanas se habían acostumbrado a su presencia, y Rob J. regateaba aún más ferozmente que mamá, por temor a que se les ocurriera aprovecharse de un niño. De vuelta en casa, siempre arrastraba los pies, pues no estaba dispuesto a recibir de manos de Willum la carga de los niños.

Mamá había querido que ese mismo año Samuel empezara la escuela. Se enfrentó a Nathanael y lo convenció de que permitiera a Rob estudiar con los monjes de San Botolph. Durante dos años, Rob había ido andando diariamente a la escuela parroquial, hasta que se vio en la necesidad de quedarse en casa para que mamá pudiera estar libre y hacer los encajes. Ahora ninguno asistiría a la escuela, porque su padre no sabía leer ni escribir y opinaba que la educación era una pérdida de tiempo. Rob echaba de menos la escuela. Atravesaba a pie los barrios ruidosos de casas baratas y apiladas, y apenas recordaba que antaño su preocupación principal eran los juegos infantiles y el espectro de Tony Tite el Meón. Anthony y sus cohortes lo dejaban pasar sin perseguirlo, como si haber perdido a su madre le diera inmunidad.

Una noche su padre le dijo que trabajaba bien.

– Siempre has sido maduro para tu edad -comentó Nathanael casi con desaprobación.

Se miraron incómodos, pues tenían muy poco más que decirse. Si Nathanael pasaba el tiempo libre con fulanas, Rob J. no estaba enterado. Aún odiaba a su padre cuando pensaba cómo le había ido a mamá en la vida, pero sabía que Nathanael luchaba de un modo que ella habría admirado.

Fácilmente podría haber entregado a sus hermanos a la viuda, pero vigilaba expectante las idas y venidas de Della Hargreaves, ya que las chanzas y las risillas de los vecinos le habían hecho saber que era candidata a convertirse en su madrastra. Se trataba de una mujer sin hijos, cuyo marido, Lanning Hargreaves, también carpintero, había muerto quince meses antes, cuando le cayó una viga encima. Era costumbre que cuando una mujer moría y dejaba hijos pequeños, el viudo contrajera nuevo matrimonio en seguida, y no llamó la atención que Nathanael pasara ratos a solas en casa de Della. De todos modos, esos encuentros eran breves, pues por lo general Nathanael estaba demasiado cansado. Los enormes pilotes y tablones utilizados en la construcción de los embarcaderos debían cortarse en línea recta a partir de leños de roble negro, y hundirse en el fondo del río durante la bajamar. Nathanael trabajaba sometido al frío y la humedad. Al igual que el resto de su cuadrilla, desarrolló una tos seca y cavernosa, y siempre volvía con dolor de huesos. De las honduras del agitado y pegajoso Támesis extrajeron fragmentos de historia: una sandalia romana de cuero, con largas tiras para los tobillos; una lanza rota, restos de alfarería… Llevó a casa, para Rob J., un pedazo de pedernal trabajado; afilada como un cuchillo. La punta de flecha había aparecido a veinte pies de profundidad.

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