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Noah Gordon: El Médico

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Noah Gordon El Médico

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Esta arrebatadora novela describe la pasion de un hombre del siglo XI por vencer la enfermedad y la muerte, aliviar el dolor ajeno e impartir el don casi mistico de sanar que le ha sido otorgado. Arrastrado por esa pasion, recorrera un largo camino que le conducira, desde una Inglaterra en la que domina la brutalidad y la ignorancia, a la sensual turbulencia y el esplendor de la remota Persia, donde conocera al legendario maestro Avicena, que esta experimentando con las primeras armas de la medicina moderna.

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– No es de extrañar que quisieras tenerme aquí -le dijo a Mary más tarde-. En este puñetero campo todos los demás son parientes.

Mary le dedicó una sonrisa fatigada, porque habían estado desollando todo el día. La sala donde se despellejaba apestaba a oveja, pero también a sangre y carne, olores que no le resultaban desagradables, pues le recordaban el maristán y los hospitales de campaña en la India.

– Ahora que estoy aquí necesitarás un pastor menos -dijo Rob y la sonrisa de ella se apagó.

– ¡Cómo! -exclamo en tono áspero-. ¿Estás loco?

Le cogió la mano, y se lo llevó de la casa de despellejamiento a otra dependencia de piedra, con tres estancias encaladas. Una era un despacho.

Otra había sido instalada como dispensario, evidentemente, con mesas y armarios que doblaban en tamaño y comodidades al que tenía en Ispahán. En el tercer recinto había bancos de madera en los que los pacientes podrían esperar a que los atendiera el médico.

Rob comenzó a conocer personalmente a las gentes del lugar. El que se llamaba Ostric era el músico. Se le había resbalado de la mano un cuchillo de desollar, que se deslizó en la arteria de su antebrazo. Rob restañó la sangre y cerró la herida.

– ¿Podré tocar? -preguntó Ostric, ansioso-. Es el brazo que soporta el peso de la gaita.

– Dentro de unos días notarás la diferencia -le aseguró Rob.

Días después, andando por el cobertizo de curtidos, donde se curaban las pieles, vio al anciano Malcolm Cullen, padre de Craig y primo de Mary.

Interrumpió sus pasos, observó las yemas de sus dedos agarrotadas e hinchadas y notó que sus uñas se curvaban extrañamente al crecer.

– Durante largo tiempo has tenido mucha tos. Y fiebres frecuentes -dijo Rob al anciano.

– ¿Quién te lo ha contado? -preguntó Malcolm Cullen.

Era una dolencia que Ibn Sina denominaba "dedos hipocráticos" y siempre significaba la presencia de la enfermedad pulmonar.

– Lo veo en tus manos. Y en los dedos de los pies te ocurre lo mismo, ¿verdad?

Malcolm asintió.

– ¿Puedes hacer algo por mí?

– No sé.

Rob apoyó la oreja contra el pecho del anciano y oyó un ruido crujiente, semejante al que hace el vinagre hirviendo.

– Estás lleno de líquido. Ven por la mañana al dispensario. Te haré un pequeño agujero entre dos costillas y drenaré esa agua, un poco cada vez.

"Entretanto, analizaré tu orina y observaré los progresos de la curación; además te haré fumigaciones y te daré una dieta para secar tu cuerpo.

Esa noche Mary le sonrió.

– ¿Qué has hecho para hechizar al viejo Malcolm? Le está contando a todo el mundo que posees poderes curativos mágicos.

– Todavía no he hecho nada por él

A la mañana siguiente, estuvo solo en el dispensario; no apareció Malcolm ni ningún otro ser viviente. Ni tampoco el día siguiente.

Cuando se quejó, Mary meneó la cabeza.

– No aparecerán hasta después de las pariciones. Esa es su manera de hacer las cosas.

Era verdad. Nadie se presentó en el dispensario durante diez días. Entonces llegaba una época más tranquila, entre la parición y la esquila, y una mañana abrió la puerta del dispensario, vio los bancos llenos de gente y el viejo Malcolm le dio los buenos días.

Después, todas las mañanas tenía pacientes, porque en los valles y huertos se había corrido la voz de que el hombre de Mary Cullen era un autentico sanador. Nunca había habido médico en Kilmarnock, y Rob reconoció que le llevaría años remediar algunos males causados por la automedicación.

También llevaban a la consulta a sus animales enfermos o, si no podían, no se avergonzaban de llamarlo a sus establos. Llegó a conocer bien las mataduras bucales de los animales y la morriña de las ovejas. Cuando se le presentaba la oportunidad, hacia la disección de alguna vaca o una oveja, para conocer más a fondo lo que estaba haciendo. Descubrió que no se parecían en nada a un cerdo o a un hombre.

En la oscuridad de su alcoba, donde esas noches se dedicaban a la tarea de engendrar otro hijo, Rob intentó darle las gracias por el dispensario que, le habían dicho, fue lo primero que hizo Mary a su regreso a Kilmarnock.

Mary se inclinó sobre él.

– ¿Cuánto tiempo te quedarías conmigo si no te dedicaras a tu trabajo, Hakim?

No había mordacidad en sus palabras, y lo besó en cuanto las dijo.

UNA PROMESA CUMPLIDA

Rob llevó a sus hijos al bosque y a las colinas, donde seleccionó las plantas y hierbas que necesitaba. Recolectaron todo entre los tres y lo llevaron a casa, donde secaron algunas hierbas y pulverizaron otras. Rob se sentaba con sus hijos y les enseñaba pacientemente, mostrándoles cada hoja y cada flor. Les habló de las hierbas: cuál se utilizaba para curar el dolor de cabeza y cuál los retortijones, cuál para la fiebre y cuál para los catarros, cuál para las hemorragias nasales y cuál para los sabañones, cuál para las anginas y cuál para los huesos doloridos.

Craig Cullen era fabricante de cucharas y ahora se dedicó a la confección de cajas de madera con tapa, donde podían conservarse secas las hierbas medicinales. Las cajas, como las cucharas, estaban decoradas con tallas de ninfas, duendes y animales salvajes de todo tipo. Al verlas, Rob tuvo una inspiración y dibujó algunas piezas del juego del sha.

– ¿Podrías hacer algo así?

Craig lo observó inquisitivamente.

– ¿Por qué no?

Rob dibujó la forma de cada pieza y el tablero a cuadros. Con muy pocas indicaciones, Craig talló todo, y poco después Rob y Mary volvían a pasar algunas horas con el pasatiempo que le había enseñado a Jesse un rey ya difunto.

Rob estaba decidido a aprender gaélico. Mary no tenía ningún libro, pero se dispuso a enseñarle, comenzando por el alfabeto de dieciocho letras.

A esas alturas, Rob sabía qué debía hacer para aprender una lengua extranjera, y trabajó todo el verano y el otoño, de modo que a principios del invierno escribía oraciones breves en gaélico e intentaba hablarlo, para gran diversión de sus hijos.

Tal como suponía, el invierno allí era crudo. El frío más riguroso llegó inmediatamente antes de la Candelaria. A continuación, llegó la época de los cazadores, porque el terreno nevado los ayudaba a rastrear venados y aves, y a acabar con los gatos monteses y los lobos que arrasaban los rebaños. Al anochecer, siempre había gente reunida en el salón, ante un gran fuego que chisporroteaba. Allí podía estar Craig con sus tallas, otros reparando arneses o cumpliendo cualquier tarea doméstica que fuera posible realizar junto al calor y en compañía. A veces, Ostric tocaba la gaita. En Kilmarnock producían un famoso paño de lana. Teñían sus mejores vellones con los colores del brezo, remojándolos con líquenes recogidos en las rocas. Tejían en la intimidad pero se congregaban en el salón para el encogimiento de la tela. El paño húmedo, que se había impregnado con agua jabonosa, pasaba alrededor de la mesa, y cada una de las mujeres lo golpeaba y frotaba. En ningún momento dejaban de cantar canciones alusivas a la tarea. Rob pensó que sus voces y las gaitas de Ostric se conjuntaban en un concierto singular.

La capilla más cercana estaba a tres horas de cabalgata y Rob creía que no sería difícil evitar a los sacerdotes, pero un día de la segunda primavera que pasó en Kilmarnock, se presentó en la puerta un hombre bajo y regordete, de sonrisa cansada.

– ¡Padre Domhnall! ¡Es el padre Domhnall! -gritó Mary, y se apresuró a darle la bienvenida.

Todos se apiñaron a su alrededor y lo saludaron cariñosamente. El hombre pasó un momento con cada uno, haciendo preguntas sin dejar de sonreír, palmeando un brazo, diciendo una palabra de estímulo…, como un conde bondadoso caminando entre sus palurdos, pensó Rob amargamente.

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