Frank Baer - El Puente De Alcántara

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El Puente De Alcántara: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 1064, caballeros normandos y franceses emprendieron una cruzada contra los moros en España. Ante las murallas de esta ciudad se produjo el encuentro de tres hombres: Mohamed Ibn Amar, un poeta andaluz de origen árabe, Yunus Ibn al Ahwar, un médico judío, y Lope, un escudero de quince años. Los caminos de los tres se separaron y volvieron a cruzarse años después en Sevilla. El poeta se había convertido en gran visir y Lope estaba enamorado de la hija del médico judío, pero los sucesos de una noche infausta en el puente de Alcántara hicieron de él una persona distinta. En estos tres destinos se refleja la diversidad de una época grandiosa, en la que Andalucía era un floreciente centro artístico y cultural.

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Partieron al día siguiente, antes del amanecer. El grupo se detuvo a una cierta distancia del territorio del venado, y sólo siguieron adelante el cazador que llevaba al sabueso y el conde con su mozo, ambos a caballo. El bosque era tan espeso que los demás no tardaron en perderlos de vista.

Al salir el sol sonó el primer toque de cuerno, indicando que el conde había llegado al borde de la espesura en que vivía el venado y que penetraría en ella a pie, acompañado solo del cazador.

Lope y los otros aguardaron la siguiente señal. Lope estaba al lado del condestable. Esperaba que el venado fuera lo bastante fuerte para resistir una persecución prolongada, y que, en ese territorio de bosque tupido e impracticable, el grupo de cazadores no tardara en desmembrarse. Desde luego, el condestable parecía dispuesto a mantenerse pegado a los talones de su señor, pero si la cacería se prolongaba y el conde cambiaba de caballo varias veces, se quedaría rezagado en algún momento.

Media hora después llegó del denso monte la triple señal, que abría la montería. El sabueso había guiado al cazador y al conde hasta el refugio del venado. Ahora el animal había escapado y la señal llamaba a la jauría de perros y a los mozos de los caballos, para que el conde pudiera emprender la persecución. El grupo de cazadores también se puso en marcha y siguió las señales de cuerno, que ahora se repetían a intervalos regulares para estimular a los perros e indicar la dirección en que había huido el venado. A veces, cuando el viento estaba a favor, se oían los penetrantes ladridos de la jauría, que corría tras el sabueso, llevado de una larga cuerda.

El venado se dirigió primero valle arriba, deteniéndose en el espeso bosque cercano al fondo del valle, donde la maleza era tan intrincada que los caballos apenas podían atravesarla. Los toques de cuerno se sucedían rápidamente. Parecía como si, a pesar de las dificultades del terreno, el conde quisiera reducir las distancias desde un primer momento, para que los perros no pudieran perder el rastro fácilmente cuando el venado saliera a campo abierto.

Lope se quedó rezagado, para cuidar su caballo. Se detuvo a mitad de la ladera, donde el bosque era más ralo, y prestó atención únicamente a las señales de cuerno de los hombres más adelantados, que le indicaban la dirección, de manera que podía ahorrarse todas las curvas y rodeos que daba el venado en su huida.

En algún momento tuvo a la vista el río y vio a la jauría de perros en la orilla. Vio también que el conde perdía mucho tiempo porque el cazador que llevaba al sabueso registró la otra orilla primero río arriba, como era costumbre, hasta que finalmente se dio cuenta de que el venado había avanzado un buen trecho río abajo. Lope esperó hasta que apareció el resto del grupo, y vio que todos se lanzaban a cruzar el río, encabezados por el condestable. Lope decidió no vadear el río, pues estaba seguro de que el venado no intentaría huir por las colinas; le parecía mucho más probable que el animal volviera a cruzar el río para alcanzar de nuevo el terreno que le era más familiar. Se quedó a la misma altura que antes. No temía perder el contacto con el grupo, pues los ruidos de la cacería le llegaban con tal nitidez desde la ladera opuesta del valle que hasta oía los constantes gritos del encargado de la jauría.

Durante una media hora, la cacería se desarrolló a un ritmo vertiginoso, río abajo. El venado salió del bosque y huyó por un terreno más abierto, en el que era más veloz. Lope no tenía problemas para seguirlo.

Pero luego el valle se ensanchó de repente en un lugar en el que desembocaba un estrecho riachuelo, y el venado huyó hacia el valle lateral, dejando a Lope en el inesperado dilema de si debía seguir al grupo a todo galope o si debía confiar en que el animal volviera por el mismo camino. Esto último era su única esperanza si no quería agotar a su caballo.

Oyó que los ladridos de la jauría se hacían cada vez más lejanos, hasta finalmente desvanecerse. Vio al condestable, montado en su bayo, que se había separado del grupo de cazadores y ya casi había dado alcance al conde. Esperó hasta que todos los jinetes hubieron desaparecido por el valle lateral, y observó con satisfacción que el maestro de cazadores apostaba en la salida del valle a un mozo con un caballo de reemplazo, lo cual indicaba que el hombre que mejor conocía la región también contaba con la posibilidad de que el venado volviera sobre sus pasos. Luego desmontó y se acomodó a la sombra de un árbol.

No se sentía ni una ligera brisa. El aire estaba quieto y el sol calentaba el bosque, hasta el punto que el olor resinoso de los pinos era más intenso que el perfume del romero. Las señales de cuerno, que sonaban como alargados lamentos, se tornaron cada vez más débiles. Pronto no hubo más sonido que el canto de los grillos, el zumbido de las abejas, y el agudo chillido de un ave rapaz, que volaba tan alto que se perdía en el caliente azul del cielo.

Lope esperó, nervioso, levantándose una y otra vez y llevándose las manos a las orejas para escuchar en la dirección de la que esperaba al venado. Pero todo estaba en silencio. Tal vez los perros habían cogido al venado al final del valle. El mozo apostado a la orilla del río ya tampoco parecía contar con que hicieran falta sus servicios; había atado las patas delanteras del caballo y se había echado a dormir entre los arbustos.

Pero entonces, de repente, volvió a oírse el sonido del cuerno. Las señales tocaban a largos intervalos, y se acercaban rápidamente. Y Lope vio al venado. Al parecer, había cruzado el arroyo más arriba, pues ahora bajaba por el otro lado del valle. Unos pocos perros ya casi lo habían alcanzado, y el resto de la jauría se acercaba ladrando. Estaba tan agotado que las patas delanteras se le doblaban una y otra vez mientras corría ladera abajo, en dirección al río y al bosque, probablemente con la esperanza de desembarazarse de los perros en el agua o arrastrándolos hacia la espesura. El conde estaba a menos de ochenta cuerpos de caballo del animal; estaba solo, no se veía ni a su mozo ni al resto de los cazadores.

Cuando el mozo apostado en la entrada del valle hizo la señal para que el conde se percatara del caballo de reemplazo, éste dejó momentáneamente la persecución, bajó la ladera, cambió de caballo y luego siguió por la orilla, río abajo, hasta llegar al lugar donde el venado se había arrojado al agua, y donde la mayor parte de la jauría husmeaba la orilla entre furiosos ladridos. Lope esperó a que el conde cruzara el río, seguido por el mozo, y luego bajó rápidamente para colocarse en el punto donde el venado y sus perseguidores habían vuelto a salir del río.

En ese lugar el río era estrecho y profundo, y sus orillas tan pantanosas que el caballo se hundía hasta el vientre. Lope llevó el caballo a terreno más firme y lo ató entre los árboles, de modo que no se viera desde el río. Luego, pisando islas firmes de hierba, volvió a la orilla siguiendo a pie las profundas huellas dejadas por el venado, los perros y los dos caballos de los perseguidores, y se ocultó entre los arbustos de la orilla. Confiaba en que el siguiente en llegar al río sería sire Hugues. Había planeado esperar a que el condestable se lanzara al río con su caballo y entonces, amenazándolo con una flecha, obligarlo a dirigirse río abajo hasta el siguiente recodo, donde los demás no los verían. El cuerno del conde le llegaba ya desde muy lejos, desde lo más hondo del bosque que se extendía en la parte baja del valle. Oyó la señal que indicaba que los perros habían cercado al venado, y que llamaba al resto de cazadores y compañeros para que presenciaran el final de la cacería.

Oyó dos débiles toques de respuesta al otro lado del río. Sacó el arco de la aljaba y tensó la cuerda. De repente, Lope sintió surgir dentro de él una temblorosa inquietud, una fiebre suscitada por la cacería, que le hizo recordar tiempos muy lejanos, cuando cazaba lobos al servicio del conde de Foix. Era el mismo sentimiento, extrañamente ambiguo, que lo había embargado en aquel entonces cada vez que intuía el final de una larga cacería, cada vez que, tras semanas de busca y minuciosa preparación, un lobo viejo y experimentado saltaba sobre el cabrito atado en el centro de la trampa. Era un sentimiento de orgullo por el éxito de la caza, pero también un sentimiento de tristeza por su inevitable final. Y un miedo indeterminado al vacío de lo que vendría después.

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