Leonardo Padura - El Hombre Que Amaba A Los Perros

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En 2004, a la muerte de su mujer, Iván, aspirante a escritor y ahora responsable de un paupérrimo gabinete veterinario de La Habana, vuelve los ojos hacia un episodio de su vida, ocurrido en 1977, cuando conoció a un enigmático hombre que paseaba por la playa en compañía de dos hermosos galgos rusos. Tras varios encuentros, «el hombre que amaba a los perros» comenzó a hacerlo depositario de unas singulares confidencias que van centrándose en la figura del asesino de Trotski, Ramón Mercader, de quien sabe detalles muy íntimos. Gracias a esas confidencias, Iván puede reconstruir las trayectorias vitales de Liev Davídovich Bronstein, también llamado Trotski, y de Ramón Mercader, también conocido como Jacques Mornard, y cómo se convierten en víctima y verdugo de uno de los crímenes más reveladores del siglo XX. Desde el destierro impuesto por Stalin a Trotski en 1929 y el penoso periplo del exiliado, y desde la infancia de Mercader en la Barcelona burguesa, sus amores y peripecias durante la Guerra Civil, o más adelante en Moscú y París, las vidas de ambos se entrelazan hasta confluir en México. Ambas historias completan su sentido cuando sobre ellas proyecta Iván sus avatares vitales e intelectuales en la Cuba contemporánea y su destructiva relación con el hombre que amaba a los perros.

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La cena de aquella noche de finales de octubre fue un éxito. Hasta Roquelia estuvo de buen humor (la cercanía de la partida conseguía aquellos efectos) y todos alabaron las cualidades culinarias de Ramón. Leonid Eitingon, además de devorar una cantidad impresionante de patas de cerdo, bebió vino, cava, vodka y hasta ron cubano de una botella traída por Elena Feerchstein (andaba en romances con un mulato habanero, estudiante en la academia militar de Moscú), y parecía el más feliz de los mortales. Después de apropiarse de la dirección de los brindis, fue el primero en ponerse a cantar las viejas letras de los himnos republicanos. Con puros en los labios, posaron para la foto que les tomó Arturo, y Conchita Brufau contó media docena de chistes que tenían como motivo central una supuesta resurrección de Lenin o de Stalin. Pero el que más éxito tuvo fue el de la mejor manera de cazar un león:

– Muy fácil: agarras a un conejo y le empiezas a dar bofetadas y a decirle que vas a matar toda su carnada… hasta que confiese que en realidad es un león disfrazado de conejo.

– Me gusta veros así -dijo Eitingon-. Felices y despreocupados… ¿Acaso no sabéis que estos edificios están hechos de microhormigón?

– ¿Microhormigón? -preguntó Elena Feerchstein.

– Veinte por ciento de micrófonos y el resto de hormigón…

Aquella noche, empujado por el alcohol que en esta ocasión se había permitido, Ramón pensó que, a pesar de los encierros, los silencios, las decepciones, y hasta el miedo y la obsesión por micrófonos reales e imaginarios, valía la pena vivir. Eitingon era la demostración exultante de aquella certeza. Su cinismo, a prueba de golpes y años de cárcel, resultaba salvador y paradigmático. ¿Y no era él tan cínico como su mentor? Pensó que el hecho de haber creído y luchado por la mayor utopía jamás concebida encierra necesarias dosis de sacrificios. Él, Ramón Mercader, había sido uno de los arrastrados por los ríos subterráneos de aquella lucha desproporcionada y no valía la pena evadir responsabilidades ni intentar descargar sus culpas en engaños y manipulaciones: él encarnaba uno de los frutos podridos que se cultivan incluso en las mejores cosechas, y si bien era cierto que otros le habían abierto las puertas, él había atravesado, gustoso, el umbral del infierno, convencido de que debía existir la morada de las tinieblas para que hubiese un mundo de luz.

Pasada la medianoche, cuando se avecinaban las despedidas, Luis pidió a Ramón que lo acompañara a la cocina. Con su puro casi consumido en la comisura de los labios, Luis se recostó a la meseta donde se apilaba la loza que Ramón (era parte del compromiso con Roquelia) debía fregar antes de irse a la cama.

– ¿Qué pasa?, ¿necesitas algo? -Ramón se sirvió un poco de café y le dio fuego a un cigarrillo. Sentía que su euforia etílica de un rato antes iba dejando paso a una tristeza difusa pero envolvente.

– No quería amargarte la fiesta, pero es que…

Ramón miró a su hermano y permaneció en silencio. La experiencia le había enseñado que no es necesario empujar a las malas noticias: su peso siempre las hace caer.

– Caridad llega en dos días. Me ha llamado esta tarde.

Ramón miró hacia fuera. El cielo se veía rojizo, anuncio de la inminente nevada. Luis dejó caer su tabaco apagado en el cesto de desperdicios.

– Me ha preguntado si puede quedarse contigo. Como Roquelia se va…

– No, dile que no -dijo Ramón, casi sin pensarlo, y regresó a la sala, donde los visitantes se ponían los abrigos para salir a la calle. Ramón los despidió con promesas de prontos reencuentros, y cuando Leonid Eitingon fue a besarlo, él movió el rostro y lo pegó a la oreja del asesor.

– Caridad viene -le dijo y lo besó.

Ramón pudo observar cómo los ojos azules de Eitingon recuperaban el fulgor atenuado por el alcohol. La sola mención de aquel nombre parecía desvelar en él intrincadas reacciones químicas que debían de andar por encima de una ya gastada empatía sexual: definitivamente eran almas gemelas, unidas por su capacidad de odiar y destruir.

– Mañana te llamo, muchacho -sonrió y, con la mano enguantada, palmeó el rostro de Ramón.

– No, será mejor que no vuelvas a llamarme… Estoy harto de re-volcarme en la mierda.

Mientras fregaba platos y cazuelas, Ramón puso en el tocadiscos, a un volumen muy bajo, una placa de canciones griegas a la cual se había aficionado. La inminente visita de su madre lo desasosegaba, y cuando secaba unos platos se detuvo a observar, en su mano derecha, la cicatriz en forma de arco. Aquellas huellas en su piel, un grito en sus oídos y la sombra de Caridad eran como cadenas que lo ataban a su pasado, y las tres podían ser terriblemente pesadas si pretendía moverlas juntas. La cicatriz y el grito eran indelebles, pero al menos a su madre podía mantenerla lejos. En prisión, acompañado por el grito y la cicatriz, había continuado entrenándose en su odio por Caridad al culparla del fracaso de sus planes de fuga. Pero recordó que durante los infinitos exámenes psicológicos a que lo habían sometido en México, los especialistas creyeron entrever, en medio de aquel odio, la presencia de una obsesión por la figura materna que algunos de ellos calificaron de complejo de Edipo. Cuando se enteró de tales juicios, él optó por reírse en la cara de los psicólogos, pero supo que algo perdido en su subconsciente debía de haberse liberado por un cauce imprevisto, alarmando a los especialistas. La memoria de los besos de Caridad, cuya saliva caliente y anisada le producía sensaciones equívocas, el malestar que siempre le había provocado verla en compañía de otros hombres y la ascendencia incontrolable que su madre había ejercido sobre él, tenían un componente enfermizo del que había tratado de liberarse por medio de la distancia y hasta de la hostilidad. El juicio de los psicólogos lo había hecho meditar en las actitudes de ella hacia él y en el desvalimiento de él ante ella, y comenzó a rescatar de su memoria caricias, palabras, gestos, cercanías y palpitaciones que le resultaban dolorosamente perversas.

A pesar de la fatiga de todo un día de trabajo y de haber aceptado más copas de las que solía beber, Ramón dio vueltas en la cama, perseguido por la idea de un reencuentro con su madre, hasta que en el cielo se hizo patente la cercanía del amanecer y observó cómo comenzaban a caer los copos de la primera nevada de aquel otoño. Contemplando la nieve, Ramón recordó el viaje en tren que a finales de 1960 había emprendido hasta los límites del Asia soviética, acompañado por Roquelia y dos jóvenes oficiales de la KGB, guías y custodios. Después de veinte años de encierro, aquel viaje debía ser como un acto de liberación, la recuperación del gozo de moverse durante días y días, atravesando mundos tan diversos, cruzando husos horarios y la lógica del tiempo (a unos metros de donde ahora es hoy se puede regresar a ayer o saltar a mañana). Con sus propios ojos descubrió la pujanza económica del país, las escuelas diseminadas por todo su inmenso territorio, la dignidad de la pobreza de los niños uzbekos, kirguises, siberianos, un mundo nuevo que lo hizo sentirse recompensado, al obligarse a pensar que su sacrificio personal había tenido como fin aquella realidad. Pero el viaje de retorno, siempre en un vagón de primera clase del Transiberiano, le había provocado una sensación contradictoria. No se debió a que, durante los dos días en que el tren estuvo detenido a causa de una helada, el vagón restaurante se hubiese convertido en una especie de bar-letrina cuando un grupo de militares se adueñaron de él y pasaron cada hora de estancamiento tragando vodka, orinando y vomitando en los rincones. Lo que le ocurrió fue que el hecho de permanecer inmóviles, rodeados del blanco infinito e impenetrable de la estepa helada, le devolvió una abrumadora impresión de desvalimiento, más aplastante que la sentida en las muchas celdas donde había vivido. Algo en aquel paisaje siberiano de enero lo paralizaba y oprimía. Y esa opresión, creyó descubrir, estaba relacionada con la noción exactamente opuesta al encierro: era obra de la inconmensurabilidad, de la oceánica inmensidad de un paisaje blanco que apenas se lograba entrever durante unas pocas horas del día. La inabarcabilidad física le asfixiaba, y comprendió que aquel blanco infinito podía ser capaz de agobiarlo hasta enloquecerlo.

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