Tessa Korber - La Reina de Saba

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La pequeña Simún ha nacido tullida de un pie, no conoce a su madre y vive con su abuelo al borde del desierto, donde crece cuidando cabras. Un día, al fin ve confirmado su presentimiento de ser especial: una riada arrasa su poblado de pastores y ella acaba en la portentosa ciudad de Saba, uno de cuyos príncipes, descubre, es su padre. Sin embargo, la ciudad está gobernada por un tirano asesino de muchachas que cada año celebra una boda sangrienta.
La joven está convencida de que sólo ella tiene la fuerza y el poder necesarios para destruir a ese hombre, pues sabe que es la única que también carece de escrúpulos para matar. Con todo, cuando Simún, ya mujer, sube al trono de Saba después de lograr la hazaña, descubre que está rodeada de enemigos y amigos insidiosos. Para hacer valer su poder y salvar al reino de Saba de la destrucción, tendrá que superar pruebas sobrehumanas.
Plena de imágenes históricas magnificas, La reina de Saba transporta al lector a un pasado remoto habitado por personajes movidos por el poder, el amor y la libertad. La fastuosa y fascinante novela de Tessa Korber consigue que el mito de la legendaria soberana ele Saba cobre vida de manera cautivadora.

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Los chiquillos tiraban de las riendas con todas sus fuerzas y desatendían las últimas instrucciones que les dirigían sus padres, tíos, mentores, que gritaban y gesticulaban en aquel barullo, no menos exaltados que los niños. Cada uno de ellos tenía una receta secreta para que su animal fuera el más rápido de todos. Uno le frotaba los tobillos a su camello con un aceite especial, el otro le ponía al suyo unas hierbas obradoras de maravillas ante los ollares. Con un gesto furtivo, Tubba metió un talismán bajo la silla de su hermano pequeño, que ese día iba a montar como él mismo lo hiciera dos años antes.

– ¿Qué es? -quiso saber Mujzen.

– Chsss -hizo Tubba, y se acercó la cabeza de su hermano hasta tenerla pegada a la boca para susurrarle al oído-: Vas a ganar. -Y, para terminar, algo más alto-: Igual que gané yo en mi día.

Mujzen asintió quizá con cierta vaguedad, pero la fortaleza y la confianza de su hermano mayor le infundieron valor, como siempre. Agarró mejor las riendas de su camello y le dio unos golpes en el cuello para tranquilizarlo, y también a él mismo.

– ¡Eh, Walid, que haya suerte!

– ¡No te caigas, Mujzen! -Los gritos se cruzaban entre sí en aquel caos.

Sólo donde estaba Simún había un poco más de silencio. Montada ya en su animal, aguardaba algo apartada del resto, mirando al frente sin decir nada y sin hacer ningún caso del ajetreo que la rodeaba. Se convenció de que todo ese ruido y esa alegría no significaban nada. Su misterioso silencio tenía mucho más significado. Además, no estaba sola. Entrecerró los ojos. Allá lejos, donde apenas si se veía la hilera de árboles, aguardaba la meta. Allí la recibiría Arik. También ella tenía a alguien que compartía su entusiasmo y sus esperanzas. Su abuelo simplemente estaba demasiado débil para aventurarse entre el tumulto de la salida, nada más. Y, sobre todo, era ya demasiado lento para seguir a los animales corriendo por el borde de la explanada, como harían todos los demás, que luego llegarían sin aliento a la meta poco después que los jinetes para compartir la alegría de la victoria y el triunfo. Sin embargo, en la meta ella también tendría quien la jaleara. Una vez llegara allí, las miradas de los demás le resultarían por fin ligeras, ya no serían un peso que amenazaba con dejarla sin aliento. Todos se quedarían maravillados y la contemplarían con asombro, pues se alzaría vencedora.

Simún apoyó el pie contra el cuello de su animal y le habló con palabras tranquilizadoras. El camello no era suyo, no había crecido con ella, como era el caso de la mayoría. Arik no podía permitirse un camello. Cuando Simún lo había asaltado con sus peticiones porque quería participar en la carrera, el viejo, tras mucha reticencia, había ido por fin a ver a un vecino y le había pedido un favor en pago de una antigua deuda. Era lo último de lo que podía echar mano. A Simún no le pareció un derroche. El camello era una preciosidad, de color crema, casi blanco; lo había lavado con leche esa misma mañana. Tenía el pelo rizado y unos ojos grandes y claros protegidos por pestañas largas, como las de una muchacha. Y aunque las riendas no eran doradas, la chiquilla había tejido durante incontables tardes una funda de lana amarilla para que ese día relucieran como el propio sol.

Simún ya no llevaba cintas en el pelo, pero en la silla de su camello había atado tantas que al montar ondearían tras ella.

¡La galopada! Simún creía sentir ya el viento en el rostro y las ondulaciones del animal bajo sí. Ya oía la fuerte trápala de las pezuñas que se transformaba en vuelo, en pura velocidad, que la dejaba sin aliento. Era como un murmullo que se la llevaba del presente, más bello que cualesquiera de los vuelos que hubiera emprendido en su imaginación. Cuántas tardes no había practicado ella sola, apartada de los demás, en la linde del pedregal… La penumbra lo había convertido todo en un paisaje impreciso y el viento había hecho que se le saltaran las lágrimas, de manera que lo había visto todo borroso. Había imaginado que cabalgaba por un mundo extraño, desconocido y de ensueño, llevada por el latir de su pulso y el jadeo de su respiración, que resonaba en sus oídos. Nunca se había sentido tan ella misma. Todo le había parecido tan intenso, tan sobrecogedor… Todo estaba bien. Simún pensó que un día asiría las riendas, partiría al galope y ya no se detendría jamás.

– ¡Sooo, eeeh! -Sofrenó a su animal, al que ningún pariente servicial sostenía por la brida.

Ya no faltaba mucho. Con un último movimiento enérgico se ató mejor el pañuelo rojo que debía sujetarle el pelo. Sintió su presión contra la frente como una premonición, como la circunferencia de una corona secreta.

Recuperada la confianza, se atrevió a mirar a sus competidores y se dijo que no tenían razón para mirarla con esos ojos. Irguió la cabeza con orgullo. En ningún sitio estaba escrito que una muchacha no pudiera participar en la carrera. Que todavía no lo hubiera hecho ninguna no quería decir que estuviera prohibido. Su abuelo había acabado por comprenderlo y había abandonado su resistencia. Le había encontrado el camello. Nadie había dicho nada. Y nadie se fijaba en ella.

Poco a poco, los animales empezaron a formar una fila. Azuzados por sus jinetes, empujados y tirados por numerosos ayudantes, ocuparon sus posiciones a regañadientes. Simún procuró unirse por sus propios medios al grupo, que seguía haciendo como si no estuviera allí. Sólo un muchacho la miraba.

Simún se dio cuenta enseguida. Vio que Mujzen y Tubba tenían las cabezas muy juntas y cuchicheaban algo, vio que el hermano pequeño sonreía y luego alzaba la cabeza. Entonces la miró a los ojos. Simún vio los blancos dientes en su rostro oscuro y apartó enseguida la mirada. Ahí llegaba ya el grito de salida.

Se oyó un chillido penetrante, y entonces fue como si descargara una tormenta. Como el torrente de un uadi , así se abalanzó la tropa de jinetes sobre la explanada. La polvareda se tragó al grupo como si fuera una nube de espuma de mar.

– ¡Yiiiiii! -El grito se arrancó del pecho de Simún casi sin que ella se diera cuenta. El viento le soplaba el cabello, la ropa, era una sensación maravillosa-. ¡Vuelo! -gritó de júbilo.

«Vuelo y me alejo de todos vosotros.» Los movimientos del animal ondeaban bajo ella como las olas de aquel océano del que su abuelo le había hablado una vez y que ninguno de los dos había visto nunca. Era una fuerza mayor que la suya propia. Simún sintió que se alzaba y se la llevaba consigo, cada vez más y más deprisa. ¡Deprisa!

Sin embargo, no podía perder de vista la meta. Con la cabeza gacha y los ojos entornados para que no le entrara polvo, intentó dominar su euforia y abrirse camino entre aquellas apreturas. Allí delante, los árboles crecían del horizonte. Allí aguardaba la colorida muchedumbre a la que tenía que ser la primera en llegar. Si de veras quería escapar volando de ellos, tenía que vencer.

Simún volvió la mirada. A izquierda y derecha tenía jinetes, un ovillo prieto que luchaba a gritos con azotes, patadas, empujones y reniegos. Veía sus bocas abiertas, pero no oía los alaridos en el barullo general. No existía más que el silbido del viento, la trápala de las pezuñas de los camellos. Tenía que escapar de ese infierno. Alzó la fusta y azotó a su animal en el flanco derecho y en el izquierdo, enseguida notó que alargaba el cuello y aceleraba. Poco a poco, algo más con cada paso, se fue separando del pelotón. Entonces alguien se cruzó en su camino.

Simún tiró de las riendas para evitar un choque, pero al mismo tiempo le hincó los talones en el cuello a su animal. Más deprisa, significaba eso, más deprisa. Por un instante pareció que las trayectorias de las dos moles de pelo fueran a chocar. Simún volvió a levantar la fusta. De soslayo vio cómo su contrincante alzaba las piernas para que no le quedaran atrapadas y aplastadas entre los poderosos cuerpos. Tiró de las riendas hacia arriba y gritó algo. Simún no lo oyó. Un paso más, y otro. El pelo áspero le raspaba en las pantorrillas, sintió que se le soltaba el pañuelo, la presión contra su frente remitía, había pasado delante.

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