Jack Ludlow - Los dioses de la guerra

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La profecía se ha cumplido, Aulo Cornelio y Lucio Falerio han muerto. Uno defendiendo Roma de un poderoso enemigo y el otro intentando salvar el prestigio del Imperio. Su amistad se había quebrantado el día del festival de Lupercalia, día en el que nace Marcelo, hijo de Lucio, y Áquila, bastardo de la esposa de Aulo y el caudillo celtíbero Breno. Marcelo Falerio descubre en los legajos heredados de su padre la traición y la corrupción. Quinto y Tito, herederos de Aulo, formarán parte ahora de las legiones que llevarán al triunfo de Roma. Tras un complejo entramado de personajes, finalmente en la última batalla se desencadenará el destino final de cada uno de ellos. Áquila conocerá a su verdadero padre a quien entregará a los romanos en señal de victoria y el amuleto del águila con las alas extendidas que cuelga desde siempre de su cuello hará posible el reencuentro con su madre.

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– Te encontraron junto al río Liris, cerca de Aprilium, con esto enrollado en un pie. Quiero decirte cómo y dónde llegó esto a ti.

El rostro de Áquila quedó inexpresivo como una piedra, aunque Claudia nunca averiguó lo que habría dicho, pues Cholón entró deprisa en la habitación.

Capítulo Veintitrés

Todos estaban ya despiertos antes del alba, para asegurarse de que se habían hecho todos los preparativos del día: los carros brillantes con sus ruedas bien engrasadas; los caballos alimentados y sin sed, con sus cascos ennegrecidos y sus adornos pulidos, y después cepillados para que sus pieles brillaran. Todo el patio de la villa publica en el exterior de la porta triumphalis era un hervidero de actividad, mientras que a dos leguas los tribunos a los que Tito había comandado en Hispania se habían levantado antes aún, para poner en orden la Decimoctava Legión, ya en casa tras una década en Hispania. El general los había elegido como las tropas que marcharían detrás de él para recibir los merecidos vítores del gentío romano, y a estos Tito había añadido a los marinos que habían servido bajo las órdenes de Marcelo.

Una vez en posición y tras pasar revista, marcharon hacia el campo de Marte, dispuestos en orden, para esperar a su comandante. Los carros que contenían los despojos de esta última guerra ya estaban allí, unos llenos hasta arriba de armaduras, lanzas y espadas, otros con el oro y la plata, así como las piedras preciosas que los romanos habían arrancado del templo de Numancia. Los objetos del templo lusitano, montados una vez más en pértigas, provocaban estremecimientos de tentación desde el largo carro de cuatro ruedas sobre el que habían sido montados, y habían revestido el carro para que pareciese un quinquerreme.

El cuerpo de Breno yacía en un carro de mano especial, preparado para que tirasen de él sus propios guerreros uncidos a un yugo -como un símbolo combinado de servidumbre al poder romano y de la muerte a manos de la República-. Áquila y Marcelo, cada uno en su propio carro, iban situados a la cabeza del desfile. El primero estaba tan alto e imponente como siempre, con su cabello pelirrojo escondido bajo un casco emplumado y llevando todas sus condecoraciones: la corona cívica de hojas de roble, sin valor en sí, pero tan apreciada que los hombres morían a montones por ganar una; cuatro torques adornaban sus brazos, mientras que en su peto portaba el resto de sus muchas condecoraciones. A su lado estaba Fabio, con su lanza de punta de plata bien derecha, feliz por ser visto este día a mano derecha de su «tío».

Marcelo llevaba la corona naval, el oro de la condecoración, el motivo de la bodega de proa de un barco que relumbraba al sol, enviando rayos de luz en todas las direcciones. Aseguraban sus caballos con firmeza, con pequeños tirones de las riendas, y no intercambiaron una sola palabra mientras evitaban con esmero toda forma de contacto visual. Se hizo el silencio durante los preparativos cuando los lictores se apuraban para estar seguros de que todo estaba bien, señalando con las varas de su cargo todo lo que estuviera menos que perfecto. Por fin apareció Tito, con el rostro y la parte superior del cuerpo pintados de rojo. Sobre su frente descansaba la corona de laurel del vencedor. En cuanto subió a su carro, un esclavo subió detrás de él, preparado para susurrarle las palabras de precaución que se dedicaban a todos los triumphatores, que toda la gloria era efímera y que recordaran que eran simples hombres.

Los lictores se colocaron detrás de los líderes, y Tito levantó un brazo. En su mano llevaba el haz de varas que rodeaban el segur, el símbolo de su imperium consular. En cuanto dio la señal, las grandes puertas de las murallas servianas se abrieron para recibirlo, y los vítores de la multitud atravesaron el espacio en un desbordante estallido de adulación. En ese punto, Áquila tiró de la cadena que sostenía su amuleto, sacándolo de debajo de su túnica para que permaneciera, a la vista de todos, en medio de su peto de cuero pulido.

Hacía horas que las calles de Roma estaban abarrotadas, desde mucho antes del canto del gallo, cuando la población se empujaba por conseguir los mejores sitios. Calpurnia estaba allí, en un lugar especial de la isleta central del circus Maximus, que le había conseguido su hermano Fabio, desde donde podría ver todo el desfile. El ruido llegó a su punto culminante cuando Tito atravesó la puerta, y sus fogosos caballos negros piafaban, a medias asustados por el ruido, a medias llenos de deseo de correr a través del hueco entre la muchedumbre.

Las cohortes de la ciudad jalonaban el camino, y el brazo de cada soldado en alto a modo de saludo. Quienes estaban detrás de ellos lanzaban flores y pétalos que pavimentaban la carretera de adoquines, haciendo que una simple calle pareciese el camino a los cielos. Tras atravesar el velabrum y el forum boracum, el desfile entró en el atestado circo, que tenía forma oval. Allí reunidos estaban algunos miembros de la élite de Roma, aquellos que no podían asistir a las verdaderas ceremonias y que habían pagado por los lugares que les proporcionaban las mejores vistas. Hombres, mujeres y niños vitoreaban hasta quedarse roncos, agitando en el aire ramas de laurel como saludo a Tito Cornelio, y tanto Áquila como Marcelo tenían libertad para agradecer los elogios del gentío, mientras que detrás de ellos oficiales como los gemelos Calvinos y Cayo Trebono tenían que mantener sus cabezas rígidamente hacia el frente, ignorando los gritos de admiración.

Al salir del circus Maximus siguieron su camino por la travesía nombrada para tal propósito, la Vía Triumphalis, y después torcieron por la Vía Sacra. Esta daba a un amplio arco que terminaba junto al espacio de debate público del foro romano, donde el lugar de reunión del Senado, la curia hostilia, se alzaba en todo su supremo esplendor. La carretera subía abruptamente por un costado de la colina Capitolina, hasta terminar en el gran espacio abierto delante del templo de Jupiter Optimus Maximus. Aquí estaban los hombres que gobernaban Roma, los senadores patricios y plebeyos, todos con sus togas blanqueadas para la ocasión, aquellas de los que habían servido como cónsules marcadas con un ribete de color púrpura que bordeaba el ropaje.

Claudia había conseguido un lugar desde el que observar a su hijo, y su pecho se llenó de orgullo cuando él entró en la plaza detrás de Tito. Incluso con el uniforme de oficial romano de alto rango se parecía a su padre. Entonces posó su mirada en Tito, porque allí estaba un verdadero hombre noble que no había buscado otra cosa que la victoria por las armas. Ahora tendría una riqueza que rivalizaría con la de su padre y una reputación que situaría su máscara familiar en lo alto de los decorados estantes de la capilla de los Cornelios cuando se hubiera ido.

Contuvo su respiración cuando el carro que contenía el cuerpo de Breno entró en la plaza. Ella no podía saber cuál sería su aspecto antes de verlo, pues Áquila había ordenado a los embalsamadores que restauraran sus rasgos. Había desaparecido el rostro mutilado y sanguinolento que tantas pedradas había recibido; yacía ahora como si descansara, con las manos cruzadas sobre la túnica de seda que vestía, con su cabello de plata bien peinado y sujeto por una banda trenzada. Los dos guerreros que tiraban del carro, atizados por sus captores, viraron hacia el templo y el sol brilló en el único objeto que había en el pecho del cadáver. Claudia sabía, incluso desde la gran distancia a la que se encontraba, que era aquel mismo amuleto que tantas veces había visto, aquella misma águila que había apretado en su mano el día que Áquila fue concebido.

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