Jack Ludlow - Los dioses de la guerra

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La profecía se ha cumplido, Aulo Cornelio y Lucio Falerio han muerto. Uno defendiendo Roma de un poderoso enemigo y el otro intentando salvar el prestigio del Imperio. Su amistad se había quebrantado el día del festival de Lupercalia, día en el que nace Marcelo, hijo de Lucio, y Áquila, bastardo de la esposa de Aulo y el caudillo celtíbero Breno. Marcelo Falerio descubre en los legajos heredados de su padre la traición y la corrupción. Quinto y Tito, herederos de Aulo, formarán parte ahora de las legiones que llevarán al triunfo de Roma. Tras un complejo entramado de personajes, finalmente en la última batalla se desencadenará el destino final de cada uno de ellos. Áquila conocerá a su verdadero padre a quien entregará a los romanos en señal de victoria y el amuleto del águila con las alas extendidas que cuelga desde siempre de su cuello hará posible el reencuentro con su madre.

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Su voz se elevó por encima de los lamentos y los gritos de batalla, y se metió en el río sin esperar a saber si sus hombres le obedecerían. La lanza que tenía en la mano quedó abandonada mientras él intentaba llegar al centro del río, luchando por librarse de su coraza, pues no era lugar para que luchara un hombre pesadamente cargado; necesitaba una espada afilada, un cuchillo y libertad para poder nadar.

Áquila se lanzó hacia una de las barcas, nadando con torpeza para mantener su espada por encima del agua. Un lancero lo vio venir y dio una lanzada con toda la fuerza que pudo reunir. No era necesario matar; una buena herida sería suficiente y el río se encargaría del resto. Áquila inhaló una gran cantidad de aire y se sumergió, intentando llegar lo bastante hondo como para evitar las puntas de las lanzas. Su mano tocó la quilla de la barca y la usó para meterse debajo de esta hasta que sus dedos sintieron el extremo del vasto tronco.

En completa oscuridad el tacto lo era todo. Sus pulmones estaban a punto de estallar y él se movía avanzando con las manos, mientras intentaba encontrar el final. Tuvo suerte y el tocón de una rama aserrada le sirvió de asidero mientras el tronco se iba lentamente. Se agarró, tirando de sí hacia arriba, y el movimiento del agua le ayudó a elevar su cuerpo mientras él tiraba, aterrizando después boca abajo sobre la parte de arriba del tronco. Los hombres de las barcas estaban demasiado ocupados en otros menesteres, bien remando, bien matando romanos, como para verlo detrás de ellos.

Áquila alzó su espada en el aire, pero no atacó a los de las barcas, pues no era necesario. La hoja describió un arco relampagueante al descender, tajando las sogas que mantenían las barcas unidas al tronco, y en cuanto este estuvo suelto, giró, arrojándolo de vuelta al río. Otra vez bajo el agua, nadó corriente abajo con los dedos estirados de nuevo para alcanzar una de las barcas. Lo que palpó fue una pierna, que golpeó con furia cuando él clavó sus dedos en ella para llegar a la superficie, donde se encontró mirando de frente un par de ojos salvajes y aterrorizados. Aquel tipo parecía estar atado a algún tipo de flotador, que le dificultó los movimientos cuando intentó golpearle con un arma, más con la intención de apartarlo que de herirlo. El golpe de respuesta, con el que Áquila intentó llegar a su pecho, fue débil, por el obstáculo de estar bajo el agua, pero golpeó algo y su adversario, que parecía ignorarlo por el pánico, movía sus brazos y sus piernas como un animal mientras se hundía lentamente bajo la superficie.

Alrededor de Áquila había otros que cabeceaban en el agua con sus armas en mano mientras se aferraban a los flotadores de tripa de oveja que tenían delante. Dio varias estocadas enérgicas y oyó los gritos de los hombres de las barcas cuando hizo que volcaran, lo que fue fácil ahora que ya no estaban atadas. El agua que le rodeaba estaba llena de guturales gritos celtas, no de hombres luchando, sino de hombres que morían ahogados. Sólo cuando regresó a la orilla, empapado hasta los hueso y helado, oyó que otra partida de celtas había asaltado la muralla del perímetro; un buen número de ellos había pasado por encima, habían robado caballos romanos y habían conseguido escapar. Las noticias, después de lo que sus hombres y él habían sufrido en el agua, hicieron que montara en cólera.

Marcelo se despertó fresco, sin saber que había dormido pese a todas las alarmas e incursiones de la noche anterior. Su temor del día anterior, el de ser acusado de fracaso, se evaporó mientras recordaba las cálidas palabras de Tito. Los gemelos Calvinos lo visitaron temprano, igual que Cayo Trebonio, aunque nada le había hecho sentir más seguro que la visita del mismísimo Tito Cornelio. Los cuidados del general y el hecho de que le reiterara su satisfacción reconfortaron a Marcelo de una manera que apenas creía que fuera posible. Esto había ocurrido, claro está, antes de que oyese el nuevo rango de Áquila Terencio.

– ¡Cuestor! -gritó.

– Cálmate, Marcelo -dijo Cneo-. El nombramiento ha resultado un gran éxito.

– Tito ha dejado que le ciegue ese paleto. ¡Qué imbécil!

– Yo que tú tendría cuidado de no decir eso muy alto, Marcelo Falerio. -Áquila estaba en la puerta, y su silueta se recortaba contra el sol de la mañana-. Puedes decir lo que quieras sobre mí, aunque si vas demasiado lejos nos veremos las caras con las espadas en la mano, pero no aguantaré ni te permitiré que insultes así a nuestro oficial al mando.

Marcelo dejó que su enfado se le escapara por la boca. También ignoró la mano que Cneo le puso en su brazo bueno.

– ¿Cómo te atreves a exigirme buen comportamiento?

Al estar a contraluz, Marcelo no podía ver si estaba sonriendo, pero lo cierto fue que, para un hombre algo afiebrado, que aún sufría los efectos de una herida, sus palabras sonaron a sarcasmo.

– No tengo elección, Marcelo Falerio. Es mi deber como tu oficial superior.

Después se marchó y Marcelo, demasiado sorprendido por el nombramiento como para entender todas las implicaciones de lo que le habían contado, se sentó de golpe al darse cuenta de que aquel hombre al que consideraba un advenedizo podía darle órdenes.

– Debo ver a Tito. Tiene que hacer algo con esto. Roma está llena de hombres, buenos soldados de buena familia que darían su brazo derecho por semejante nombramiento. ¿Cómo se permite concedérselo a un hombre tan grosero? Lo más cerca que debería estar de la nobleza sería limpiando las letrinas de los oficiales.

– Eso es indigno -dijo Publio con frialdad.

– Quizá sería mejor que te volvieras al mar -añadió Cneo, entristecido.

No se trataba de envidia, aunque tuvo bastantes problemas al intentar convencer a sus amigos de que era eso. Ellos no alcanzaban a ver lo que él veía, que era el mismo problema que Tito había identificado, quien se lo confirmó a Marcelo durante una entrevista privada. Resultó duro para el joven, que se vio obligado a reprender a un general y cónsul al que admiraba, y sólo para recibir una reprimenda por su temeridad. Marcelo recorrió todo el perímetro de las murallas de Tito, dando vueltas al problema en su mente, y la conclusión a la que llegó le hizo sentir aún más incómodo. Un hombre que había sido cuestor durante una campaña victoriosa, un hombre que podía atribuirse algún mérito por ese triunfo y que estaba a punto de hacerse con una buena porción de riqueza no iba a desaparecer de la faz de la tierra. De hecho, si fuese ambicioso, iría a Roma para ser homenajeado con un grado de honor que sólo sería ligeramente menor que el que se le otorgara a Tito. Semejante aclamación no era para un hombre como Áquila Terencio.

Si, los hombres emergían de la oscuridad para hacerse senadores, hombres nuevos, pero podían hablar griego y escribían en latín. Hombres cultos, que habían estudiado retórica y sabían como presentar un alegato en los tribunales, que habían nacido de padres que eran propietarios de una casa decente, que tenían esclavos y habían acumulado riqueza. No provenían de granjas del campo más profundo y desde luego no llegaban armados de ideas radicales que cuestionaban los cimientos del Estado. Incluso sus amigos de buenas familias patricias parecían haber caído bajo su hechizo y adoptaban cualquier tontería que él decidiera soltar. Todos ellos decían que era un brillante soldado; Marcelo también lo pudo ver, pero también observó la forma en que los hombres de las legiones se sentía con respecto a Áquila Terencio. Creían que era inmortal y nadie merecía aquello, que al ir, de hecho, mucho más allá de la admiración por algo, él sentía instintivamente que era peligroso.

Interrogó a sus amigos con cautela, para asegurarse de que lo que había oído acerca de las creencias de este hombre no eran simples caprichos expresados para impresionar. Ellos parecían enorgullecerse al contarle que su modelo de conducta creía en todo aquello contra lo que su padre había luchado durante años. Lo cierto era que, aunque eran toscos esbozos, era fácil imaginar a Áquila Terencio, con ese pasado campesino, apoyando la reforma de la tierra, al igual que no cabía duda en absoluto de que sostenía que los aliados de Roma eran maltratados, consideraba unos sinvergüenzas a los senadores y afirmaba, en público, que aquellos que morían de hambre en las calles de Roma deberían tomar lo que quisieran de sus avariciosos superiores por la fuerza.

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