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Jack Ludlow: Los dioses de la guerra

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Jack Ludlow Los dioses de la guerra

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La profecía se ha cumplido, Aulo Cornelio y Lucio Falerio han muerto. Uno defendiendo Roma de un poderoso enemigo y el otro intentando salvar el prestigio del Imperio. Su amistad se había quebrantado el día del festival de Lupercalia, día en el que nace Marcelo, hijo de Lucio, y Áquila, bastardo de la esposa de Aulo y el caudillo celtíbero Breno. Marcelo Falerio descubre en los legajos heredados de su padre la traición y la corrupción. Quinto y Tito, herederos de Aulo, formarán parte ahora de las legiones que llevarán al triunfo de Roma. Tras un complejo entramado de personajes, finalmente en la última batalla se desencadenará el destino final de cada uno de ellos. Áquila conocerá a su verdadero padre a quien entregará a los romanos en señal de victoria y el amuleto del águila con las alas extendidas que cuelga desde siempre de su cuello hará posible el reencuentro con su madre.

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Servio Cepio, que no estaba preparado para arriesgarse a una derrota, a una posible muerte y, como poco, a la deshonra segura, había hecho suya la idea de Lucio de que, si otros métodos fallaban, habría que asesinar a Breno y lo preferible era que lo hiciera alguien que no pudiera hacerse cargo de su sucesión. Esto conduciría a la ruptura de la confederación de tribus que Breno ya dominaba y, a su vez, haría que estas volvieran a guerrear unas con otras en vez de hacerlo contra Roma, lo que traería la paz a la frontera. Que se pelearan lo que quisieran por sus montañas y valles.

Una de las bazas vitales para un buen intrigante es la capacidad de escuchar, pues solo al hacerlo puede encontrar la debilidad de su oponente. Servio escuchó a los centuriones que habían estado destinados en Hispania durante años, e hizo igual con aquellos celtas que buscaban protección y paz con Roma. El gobernador era paciente con aquellos caudillos protegidos y conseguía sacar perlas de información de entre la fanfarronería endémica de aquellos celtas, pero sobre todo cortejaba a los griegos, quienes, puesto que eran comerciantes, por necesidad habían de tener una visión más amplia. Los dos que ahora estaban sentados con él tenían mucho que contar.

Como raza, los romanos tenían un agudo e inmediato sentido de su propia historia; para ellos, Aníbal, el general cartaginés que había aniquilado dos ejércitos romanos y arrasado toda Italia, no era un recuerdo del pasado, sino de ayer. El saqueo de Roma a manos de tribus celtas, bajo las órdenes de otro Breno, unos doscientos años antes de la invasión de Aníbal, parecía haber ocurrido la semana anterior. Aquellos comerciantes griegos lo sabían, y obtenían cierto placer al asegurar que la amenaza que representaba Breno parecía real.

Tras sus palabras cargadas de fatalidad, Servio Cepio notó las insinuaciones de avaricia que buscaba. Necesitaba el conocimiento de aquellos hombres que recorrían con regularidad el camino entre Emphorae y Numancia, hombres que podían proporcionarle una imagen de la vida en la fortaleza; que podían describir al detalle los hábitos y las esperanzas de aquellos que destacaban, quizá los guerreros que en el presente estaban a la sombra de Breno. Pero no hablarían a cambio de nada, y él era reacio a ofrecer abiertamente un soborno, porque con oro de por medio ellos le contarían lo que él quisiera oír. Necesitaba tentarlos para que hablaran y si fuera posible, hacerlo sin pagarles ni un as de cobre.

– Ningún romano puede acercarse a Numancia con la esperanza de conservar su cabeza -dijo-, pero deseamos poner fin a esta agitación constante, así que debo encontrar una manera de aproximarme a Breno. Si puedo entablar un diálogo, quién sabe qué podría surgir de ahí.

– La paz -replicó sentencioso uno de los griegos-, y de las bendiciones que conlleva llegaría la prosperidad.

Servio lo miró a los ojos.

– Quienes consigan algo podrían exigir su propia recompensa.

– Como bien dice, excelencia, no será un romano y tampoco, me temo, se podría encargar la tarea a un celta.

– Breno sospecha de los de su propia raza -dijo el segundo comerciante griego-. Un hombre con semejante poder tiene que sospechar de todo el mundo.

– Naturalmente.

Ante tal reconocimiento, los dos comerciantes se animaron; Breno los había tratado bien y tenían buenas razones para creer que volverían a ser bienvenidos en Numancia, y así lo dijeron. Sin rubor, propusieron servir de enviados, sin olvidarse de añadir que carecían de los fondos para hacer un viaje, con motivo de esa misión, por sí solos.

– Un enviado mío no podría viajar de ninguna manera que hiciera quedar mal a la República -dijo Servio con franqueza, mientras su corazón entraba en calor por el brillo de la avaricia que esto produjo-. Aun así me pregunto si es dinero bien gastado. Todo lo que me habéis contado me hace dudar de si daría la bienvenida a mis intentos de acercamiento. -El resultado de este cubo de agua fría y realidad casi levantó una carcajada por el dramatismo con el que aquellas dos caras se alargaron; les había permitido vislumbrar una riqueza considerable y, después, la había retirado con elegancia-. Esto es lo que me preocupa: que sin que sea culpa de nadie, se usen las palabras que matarán cualquier esperanza de diálogo antes de que este empiece.

– Cierto es que esto requiere destreza, excelencia.

– También requiere conocimiento. Puede que en Numancia haya otros, gente a la que os podáis acercar en un principio, que tenga la clave de su manera de pensar. Gente cercana a Breno que quizá podría convencerlo de que escuchase.

Hablaron ilusionados, sin darse cuenta de que mientras buscaban impresionar a aquel cónsul romano, se habían alejado de su verdadero propósito. En cualquier situación en la que existe poder, bien lo sabía Servio, siempre habría alguien que quisiera usurparlo y la primera acción de esta persona sería hablar con otros, aludiendo a los pequeños puntos en que aquellos estaban en desacuerdo con su líder. Cuando se despidió de ellos, ya tenía los nombres de al menos diez guerreros, unos, miembros del cuerpo de guardia personal de Breno, otros, primos de su mujer, que encajaban en aquella categoría. Uno de ellos podía estar preparado para traicionarlo a cambio de la oportunidad de incrementar sus posibilidades de gobernar a los duncanes.

Poco dado a jugárselo todo a una misma carta, Servio leía con avidez, absorbiendo la masa de información ya reunida, que iba desde los viejos informes de Aulo a los más recientes de Tito Cornelio. Sabía más de Breno que cualquier otro romano, por lo que, de ser un mero nombre, aquel hombre empezaba a tomar la forma apropiada. Vertebraba todo aquello su idea obsesiva sobre la destrucción del Imperio Romano, para reemplazarlo, no cabía duda, por uno celta con él a la cabeza, y físicamente parecía tener la estatura para conseguir lo que ambicionaba.

Al parecer, Breno había envejecido bien estos últimos diecisiete años. Sacaba más de una cabeza a sus compañeros celtas; su cabello, que llevaba largo, era ahora plateado, con algunos matices de oro en las puntas. Pese a todo su poder y prestigio, vestía con sencillez; los ornatos exteriores correspondientes a su elevado estatus no significaban nada para él, aunque ningún informe dejaba de mencionar su único adorno, un talismán de oro que llevaba al cuello con la figura de un águila al vuelo. Muchos se dirigían a él como si ya fuera un rey y existían bastantes razones que potenciaban tal consideración, de las que el tamaño de su familia no era la menos importante. Demasiado poderoso como para que lo limitaran las convenciones, había tomado varias concubinas, si bien aún reconocía a Cara como su esposa. Dada su propia potencia, y la de sus mujeres, su familia más cercana había aumentado hasta el punto de que contaba con veintiséis miembros en su familia. A un observador externo le habría parecido que Breno ya no podía esperar nada más, pero a cualquiera que estuviese lo bastante cerca de él enseguida le parecía un hombre profundamente frustrado. Con el tiempo y el éxito, el peso de su frustración había crecido, en lugar de disminuir, hasta el punto de que el simple nombre de «Roma» era suficiente, en apariencia, para sumirlo en una ira creciente.

¿Así que era un poderoso caudillo que preocupaba a sus vecinos y que estaba a la cabeza de un enorme y variado grupo familiar? Se hacía más poderoso cada año, por lo que podía volverse incontrolable, una amenaza para la República, tan peligroso como sugerían sus ideas. En el presente, Servio no tenía ni la fuerza para atacarlo ni la intención de hacerlo, y puesto que tenía instrucciones claras sobre el procedimiento adecuado que debía seguir, nada le tentaba para dirigirse a Roma señalando los peligros y exigiendo legiones de refuerzo. Nada cambió al llegar la noticia de la muerte de Lucio Falerio; había que hacer un intento de neutralizar a aquel enemigo bárbaro.

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