Jack Ludlow - Los dioses de la guerra

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La profecía se ha cumplido, Aulo Cornelio y Lucio Falerio han muerto. Uno defendiendo Roma de un poderoso enemigo y el otro intentando salvar el prestigio del Imperio. Su amistad se había quebrantado el día del festival de Lupercalia, día en el que nace Marcelo, hijo de Lucio, y Áquila, bastardo de la esposa de Aulo y el caudillo celtíbero Breno. Marcelo Falerio descubre en los legajos heredados de su padre la traición y la corrupción. Quinto y Tito, herederos de Aulo, formarán parte ahora de las legiones que llevarán al triunfo de Roma. Tras un complejo entramado de personajes, finalmente en la última batalla se desencadenará el destino final de cada uno de ellos. Áquila conocerá a su verdadero padre a quien entregará a los romanos en señal de victoria y el amuleto del águila con las alas extendidas que cuelga desde siempre de su cuello hará posible el reencuentro con su madre.

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– Llevar armas en mis tierras es un privilegio que sólo se permite a amigos y guardias.

Se dio la vuelta y barrió con sus ojos a la multitud antes de caminar hacia Luekon, que parecía hundirse mientras Breno se acercaba. Incapaz de mirarlo a los ojos, miraba en su lugar el águila de oro que llevaba al cuello, mientras Breno le quitaba su arma. El amuleto parecía burlarse de él, y sus alas extendidas aludían a una libertad que él sabía que ya había perdido.

– Mírame -dijo Breno en voz baja. El otro movió su cabeza a ambos lados, pero Breno puso una espada bajo su barbilla y empujó para que Luekon no tuviera elección. Sus ojos azules eran como hielo y su voz atronó cuando Breno habló a su víctima-. Eres un espía, un traidor a tu raza, Luekon, y me vas a contar para qué has venido. Un hombre como tú no viaja tan lejos, a menos que venga a ver a alguien…

La voz siguió y siguió, y al mismo tiempo Luekon sentía que el poder se escapaba de sus miembros. Minoveros y Ambon se habían colocado al frente de la multitud y sus manos se acercaban a sus espadas. Asumieron que Breno no podía verlos, pero subestimaron sus poderes; podía sentirlos.

– Nombres, Luekon.

– Mino…

A punto de ser descubiertos, los dos sobrinos saltaron hacia delante cuando Breno empujó con fuerza la propia espada de Luekon en sus tripas, que no ofrecieron resistencia, y entonces golpeó el arma de Ambon con la espada de Masugori, de manera tan enérgica que el joven la soltó. Minoveros alzó la suya para atacar justo cuando una lanza pasó como un rayo junto a su supuesta víctima y se clavó en su pecho. Breno no miró para ver quién había salvado su vida, pues tenía a Ambon a su merced, con la punta de su espada en la garganta del guardia. Luekon, aún en estado catatónico, seguía tambaleándose, como si no fuera consciente de la herida abierta de su estómago. Breno se volvió hacia él y mantuvo su mirada, hablándole de nuevo en voz baja para volver a imponerle su hechizo. Cuando le hizo una pregunta, su víctima respondió sin dudar y toda la historia se derramó por un espacio lleno de gente en el que hasta el más leve suspiro podía oírse. Finalmente, Breno se dio la vuelta y clavó una mirada fija en Cara.

– Es mentira, esposo, es todo mentira -gritó.

Con frialdad, le ordenó que reuniera a sus hijos y se fueran al templo, y después dio las mismas órdenes a todas sus concubinas, excepto a Galina, que no tenía hijos. Cuando hubieron obedecido, Breno cogió una falcata de uno de los guardias que quedaban. Era un arma enorme, de gruesa hoja curva con un filo cortante en ella, diseñada para segar una cabeza o una extremidad de un solo golpe. Entró en el templo y cerró la gran puerta de madera. Los alaridos comenzaron casi de inmediato, pero no hubo gritos de dolor. En poco tiempo los gritos se apagaron para ser reemplazados por un silencio inquietante; entonces se abrió la puerta y Breno salió cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

Recorrió de un vistazo al silencioso gentío.

– Querían sustituirme por un hijo mío. Ahora ya no hay hijos míos ni madres para criarlos.

Caminó hacia Galina y se detuvo ante ella.

– ¿Quién arrojó la lanza?

Ella señaló a Masugori, que estaba inmóvil como una roca, sobrecogido hasta el tuétano por la barbaridad de lo que Breno había hecho, y como poco esperaba sufrir el mismo destino que su familia. Breno dio una vuelta para mirar a los conspiradores. Ambon estaba intacto, Luekon, malherido y Minoveros, a punto de morir por el lanzazo que había recibido en el pecho. Con tres rápidos golpes de la poderosa falcata seccionó sus cabezas, con grandes chorros de sangre manando de sus troncos. Levantó la cabeza de Luekon por la larga cabellera negra.

– Esta habrá que enviarla a Roma.

Capítulo Tres

Calpurnia, la hija de Demetrio, era una delicia; esbelta y grácil, era de la misma edad que Áquila. La había visto aquel primer día en la panadería, cubierta de harina y de sudor, lo que, por cierto, no le hacía justicia, aunque su sonrisa nunca cambiaba. Limpia, con su cabello negro bien peinado, Calpurnia era una chica diferente. Tenía un temperamento alegre que parecía estar en guerra con su tristeza interior, y en la casa había tensión, algo evidente por el modo abrupto en que acababan las conversaciones entre su madre y ella cuando su nuevo «pariente» aparecía. Trataba a su padre con cierta reserva y, por lo general, intentaba estar en cualquier otra parte cuando él andaba cerca.

En la familia de los Terencios, sólo ella dio la bienvenida sin avaricia a Áquila, y hacía todo lo que podía por cuidar de que estuviera cómodo sin esperar nada a cambio: lavaba y remendaba sus ropas e incluso lustró con cera de abeja su maltrecho peto de cuero, dejándolo en un estado que parecía medianamente respetable. El amuleto la intrigaba, pero para Áquila nunca había sido fácil hacer especulaciones sobre su nacimiento y el ceño con que recibió la primera pregunta de ella fue suficiente para asegurar su futuro silencio sobre aquel asunto.

Pero ella lo buscaba, se hacía la encontradiza cuando él estaba en casa. Como es típico en un joven de su edad, Áquila no se daba cuenta de lo mucho que ella lo admiraba; no se daba cuenta de que era muy diferente, más alto, e incluso con el tono dorado de su piel era muy distinto de todos los otros jóvenes que ella conocía. Cuando estaba sola, de noche, rezaba para que Áquila fuera a rescatarla, y cuanto más conjuraba ella la imagen de él en su mente, más soñadores se volvían sus pensamientos. Para Calpurnia él era como el hijo de un dios, puesto en la tierra para enmendar los errores de la humanidad, y estaban solos en casa el día que ella se lo contó. Aquello hizo reír a Áquila, que fue capaz de apuntar que aquella idea no era tan solo un mito romano, sino que también existía en las religiones griega y celta. Eso la intrigó aún más, así que él se vio obligado a contarle cómo era que él sabía cosas semejantes.

Por necesidad, puso especial cuidado en sus descripciones: en la de Gadoric, que le había enseñado las creencias de la religión celta, y que los dioses vivían en los árboles y en la tierra; el mismo hombre que le había enseñado a cazar solo para comer, nunca como una simple demostración de destreza. La convicción religiosa más respetada por los celtas era que el guerrero que moría en batalla iba a sentarse con los dioses en un lugar especial, donde los relatos de sus heroicas hazañas se convertían en materia de leyenda. Algo que Gadoric, por cierto, había conseguido; si bien no se la describió a Calpurnia, mientras hablaba tenía en mente la imagen de la muerte de su amigo, la de su carga contra un frente de caballería romana sin tener esperanza de sobrevivir, lanzando los gritos de guerra que había aprendido de niño.

Cuando hablaba de los griegos, lo hacía incluso con mayor prudencia. No podía mencionar Sicilia ni lo que hacía allí bajo la tutela de Didio Flaco, pero de boca de muchos miembros del ejército de esclavos había oído hablar de las deidades que adoraban, muy parecidas a los dioses romanos, pero con nombres diferentes, así como acerca del panteón de héroes cuyas hazañas se contaban una y otra vez para inspirar a los pusilánimes, a los temerosos y a la mayoría de todos aquellos lo bastante valientes como para desear emularlos. Pero estaba la otra cara de las creencias griegas; ningún hombre debía buscar demasiado y, desde luego, ningún simple mortal debía retar la supremacía de los dioses, pues eso conducía al pecado de hybris, transgresión por la cual un hombre sería humillado o incluso destruido.

Y también había heroínas, pues si bien Zeus era de sexo masculino, había bastantes diosas tan poderosas como para hacer que una mujer se sintiera igual que un hombre. Calpurnia quedó muy desconcertada por aquellos cuentos griegos e hizo que Áquila se los contara una y otra vez. Para una chica que casi no había salido de las calles romanas y que pocas veces había visitado un templo, las historias que él había aprendido de los esclavos rebeldes dieron a sus enormes ojos castaños una embarazosa luz de adoración a los héroes, hasta que, al final, después de que ella insistiera con gentileza en que aquello era un adorno apropiado para una chica, le convenció para que le dejara colgárselo al cuello. Calpurnia se lo puso con mucho cuidado y sintió un ligero estremecimiento cuando el metal tocó su suave piel aceitunada.

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