David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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Annetje se había mostrado inusualmente amable con ella desde que salieron de la iglesia. La moza nada sabía de su encuentro fugaz con la viuda y no supo a qué achacar tanta tristeza cuando volvió con ella. La llevó a la casa y le dio vino caliente con más clavo del habitual. Cocinó col para mejorarle la sangre, aunque, si su sangre reaccionó, Hannah no dio muestra alguna de ello. Annetje hizo chanza con ella, la regañó, la mimó, le pinchó con el dedo en el costado y estuvo dándole besos y pellizcos en las mejillas, pero nada dio resultado. Al cabo, la joven se resignó y declaró que no pensaba malgastar su tiempo tratando de animar a una mujer tan aburrida.

Hannah había pensado decírselo. Quería decírselo a alguien, pero no estaba de humor para compartir más secretos con la moza, de modo que guardó silencio. Pasaba las noches rememorando aquella mirada tan perversa y, en una o dos ocasiones aun pensó en despertar a Daniel -o zarandearlo, pues con frecuencia estaba medio despierto por el dolor de muelas- y confesárselo todo. Él nunca la echaría, no mientras llevara en su vientre a su hijo. Aun así, contuvo su lengua. Pensó en decírselo a Miguel. Después de todo, la viuda era su amiga, pero no hubiera podido explicarle qué asuntos le ocupaban a ella en aquella zona de la ciudad.

No es menester que nadie lo sepa, se repetía una y otra vez durante aquellas largas noches. Nadie lo descubriría y no pasaría nada si se limitaba a callar.

Ahora lo único que la reconfortaba era el grano del café. Se había deslizado una vez más hasta el sótano de Miguel y se había guardado un puñado en el delantal. Un puñado. ¿Cuánto duraría? Cogió otro y luego medio más para asegurarse de que no sentiría el apremio de volver tan pronto a por más. En el saco echaba de verse que había menos grano, pero Miguel no se daría cuenta. Si comerciaba con aquel fruto, sin duda podría conseguirlo fácilmente. Hasta es posible que aquel saco fuera otro.

Así pues, aquel día, cuando ella y Annetje volvían ya al Vlooyenburg, con los cestos cargados de pescado y zanahorias, Hannah iba mascando grano, muy lentamente, para que duraran más. Pero aunque ya había comido una docena o más de ellos, el miedo la atenazaba y empezó a preguntarse si acaso el efecto del fruto no fuera suficiente para los terrores que ahora acechaban por doquier.

Apenas si sabía por dónde pasaban, y Annetje, viéndola tan ausente, la llevó por el estrecho y antiguo Hoogstraat, donde las piedras estaban manchadas de la sangre de los puestos de carne de cerdo que había a ambos lados. Se conoce que se complacía en la idea de llevar la sangre de un cerdo en sus pies al interior de la casa de un judío. Hannah trató de evitar los charcos de sangre, pero cuando ya habían recorrido la mitad de aquel lugar, el fuego de unos ojos que la miraban la alteró grandemente, como el aliento caliente de un predador. No se atrevía a darse la vuelta, de suerte que, con su mano libre aferró el brazo de Annetje, con la esperanza de que entendiera: apresurémonos. Pero Annetje no se dio por enterada. La moza intuyó que pasaba algo, se detuvo y se volvió para mirar. Hannah no tuvo más remedio que volverse también.

La viuda se acercó, hermosa como un retrato, con aquella sonrisa suya tan irresistible. Apenas miraba por donde caminaba, pero su gracia natural le hacía evitar los charcos de sangre y despojos. Unos pasos más atrás iba su criado, joven, rubio, bien parecido, pero con gesto amenazador. Se había quedado rezagado, para poder vigilarla.

– Querida -le dijo la viuda a Hannah-, ¿entendéis mi lengua? -Se volvió hacia Annetje-. Moza, ¿me entiende la senhora ?

Hannah estaba demasiado asustada para mentir, aun para contestar. Su cabeza se había alborotado a causa del fuerte olor a sangre. Sin duda la viuda quería algo a cambio de su silencio y si Hannah no podía dárselo, ella, su marido y su hijo serían destruidos. Y, sin duda, para salvarse, Daniel se divorciaría. Podía salvar su reputación en la comunidad actuando cruelmente con la esposa que había mancillado su nombre. Y entonces, ¿qué haría ella? ¿Refugiarse con su hijo al amparo de algún convento?

– Entiende lo bastante -contestó Annetje sin ocultar su confusión. Sabía quién era la viuda y no acertaba a imaginar qué asuntos pudiera tener con su ama-. Pero su lengua es demasiado torpe para formar los sonidos de la lengua holandesa.

Aun cuando la moza era una picaruela, en aquel momento demostró lo que valía. Si Hannah no podía hablar, la viuda habría de ser más directa y la conversación acabaría antes.

– Muy bien, cariño, vos haced que sí con la cabeza si me entendéis y que no si no. ¿Podréis hacerlo, cielo?

Hannah asintió.

– Sois una joven fuerte y hermosa, a pesar de las ropas austeras que vestís. ¡Cuán triste ha de ser llevar tanta belleza escondida! El senhor Lienzo habla con frecuencia de vuestra hermosura, y de la buena fortuna de su hermano por tener una esposa tan bella.

Hannah no sabía si debía asentir. Le parecía inmodestia admitir su belleza. Pero Miguel la tenía por mujer hermosa, y eso era bueno.

Hannah no pudo tenerse y echó mano al delantal por coger uno de los pocos granos de café que le quedaban, manchados ahora de algodón y por el polvo de la calle. Se llevó el puño a la boca como si temiera algo y deslizó el grano al interior. No podía ponerse a masticar, se dijo entre sí, así que se consoló apretándolo con fuerza entre las muelas, tanto que el grano se partió. Bueno, si masticaba con tiento no pasaría nada.

– El domingo. -Annetje estaba repitiendo unas palabras que a Hannah se le habían escapado. La cabeza de la moza repasaba las posibilidades-. ¿Cerca de la Casa del Peso?

– Cerca de la Casa del Peso -confirmó la viuda amablemente-. La senhora y yo nos vimos. ¿No es cierto, querida?

Hannah asintió de nuevo: era una buena oportunidad para dedicarse a algunos de los trozos más grandes del grano.

– Os vi persiguiendo a vuestra doncella. No acierto a imaginar lo que pudo hacer para que su señora hubiera de perseguirla, pero imagino que no es de mi incumbencia.

Annetje chasqueó la lengua.

– Tengo por seguro que los juegos de la juventud son un recuerdo muy lejano para vos, de ahí que os desconcierten.

– Eres una ramera muy lista. Pasaré por alto tus groserías, pues deseo que nos entendamos cuanto antes. -Miró a Hannah-. Solo quiero que sepáis que dio la casualidad de que estuve cerca de la Casa del Peso toda la mañana. Ciertamente, os vi cuando pasaba por el Oudezijds Voorburgwal y vi de qué casa salíais. Y sé lo que sucedería si todo el mundo se enterara. -Alargó el brazo y oprimió con los dedos muy suavemente el vientre de Hannah. Solo un instante-. Solo quería pediros que seáis más prudente. ¿Lo entendéis?

Hannah asintió una vez más.

– ¿Y qué le importa a ella vuestra preocupación, vieja? -preguntó Annetje.

La viuda sonrió apenas.

– Seguramente no sabéis quién soy. No me imagino a mi querido senhor Lienzo hablándoos de mí y supongo que os preocupará saber que sé lo que sé. Sólo quería deciros que no debéis temer nada de mí. Tengo muchos talentos, querida senhora, pero ninguno me es más querido que el de guardar secretos. Podéis dormir tranquila, pues jamás diré a nadie lo que vi… ni al senhor Lienzo, desde luego, aunque es un buen amigo; ni aun a mi querido Hendrick.

Hendrick hizo una reverencia ante Hannah.

– Lo único que pido a cambio… -empezó Geertruid, pero entonces calló-. No, no a cambio. No haré un trato con vos, no quiero que penséis que mi silencio es algo precioso que fácilmente se puede romper. Guardaré vuestro secreto, pero me gustaría pediros un favor, corderito. ¿Me lo permitís?

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