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David Liss: La Conjura

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David Liss La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante. «Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.» Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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El alguacil, distraído y complacido, y quizá también algo desconcertado, se detuvo y se sonrojó. La mujer también pareció detenerse. Se inclinó hacia delante lo justo para que su piel rozara la mano del hombre. Él se miró la mano y la carne que estaba tocando. Su compañero alguacil también miraba, celoso porque el destino había querido que aquella otra mano menos digna hallara favor en el pecho de la señora. En aquel momento de confusión, con la destreza de un carterista, ella deslizó una cosa en mi mano. Dos cosas, diría, porque enseguida noté que eran dos objetos fríos y metálicos y oí con claridad el sonido que hacían el uno contra el otro…

No tuve necesidad de mirar para saber qué eran. Las había tocado, de hecho incluso las había utilizado con muy malas intenciones en mis años mozos, cuando ejercía mi oficio al margen de la ley; eran una ganzúa y una lima.

Los acontecimientos de los días anteriores se habían sucedido con tanta rapidez y de forma tan extraña que no entendía nada. Pero había dos cosas muy claras. Que alguien quería que fuera juzgado y condenado a la horca, para cuyo fin había abusado cruelmente de la ley.

Y, tan segura como la anterior, que alguien quería verme libre.

2

¿Cómo había acabado en una situación tan delicada? No acertaba a imaginarlo, pero sabía que de alguna forma mis dificultades tenían relación con un servicio que me había comprometido a hacerle al señor Christopher Ufford, un cura de la Iglesia anglicana que servía en la iglesia de San Juan Bautista de Wapping.

Cuando Miriam se casó con el caballero cristiano caí en un estado de melancolía que me llevó a descuidar bastante mi oficio. Durante algunos meses apenas trabajé, pues prefería pasar el tiempo bebiendo y divirtiéndome, o dedicado a la contemplación, y a veces a ambas cosas. Así que, cuando recibí una nota de este clérigo, el mismo día en que me llegaron tres notas urgentes de mis acreedores, decidí que lo mejor era hacer lo que llevaba prometiéndome hacía meses, sacudirme aquel estupor y seguir con mi trabajo. Por tanto, me quité el sueño de la cara con un poco de agua, me recogí el pelo, que llevaba en el estilo de una peluca con cola, y fui en un carruaje de alquiler hasta York Street, donde me había citado el señor Ufford.

Aquella mañana me puse en marcha sin imaginar que más de treinta y cinco años después describiría mis actos sobre papel. De haberlo sabido, quizá me habría fijado más en los personajes desaliñados que me rodearon en cuanto bajé del carruaje, en Westminster. Había allí cuatro individuos, destinados, sin saberlo ellos, a desempeñar el literario papel de comparsas. Tomaron posiciones a mi alrededor y rieron con gesto burlón. Pensé que debían de ser algunos de los incontables ladrones que acechaban en las calles desde la caída de la South Sea, que se había llevado con ella la riqueza del país. Pero eran otra clase de criminales.

– ¿Qué será el señor, whig o tory? -preguntó con gesto burlón uno de ellos, el más fuerte y seguramente también el más borracho.

Yo sabía que las seis semanas de elecciones estaban casi encima, y con frecuencia los candidatos tanteaban el terreno: patrocinaban altercados en las tabernas pagando la bebida de hombres de baja estofa como aquellos, que sin duda no tenían derecho a voto. El motivo de la generosidad de los políticos era muy simple: esperaban que sus groseros convidados actuaran como lo estaban haciendo aquellos individuos, zafios abogados de su causa.

Puesto que era muy temprano en la mañana, solo cabía suponer que aún no se habían acostado. Miré sus rostros sin afeitar y las ropas andrajosas, y traté de calibrar el daño que podían hacerme.

– ¿Y tú quién eres? -pregunté yo a mi vez.

El cabecilla lanzó una risotada.

– ¿Y por qué iba a decirlo?

Yo me saqué del bolsillo una de las dos pistolas que llevo siempre conmigo y le apunté a la cara.

– Porque tú has iniciado la conversación, y quisiera saber hasta qué punto te interesa.

– Os pido disculpas, señoría -dijo él, sobrestimando en mucho mi posición. Se quitó el sombrero y, colocándoselo contra el pecho, hizo una reverencia.

No estaba dispuesto a aceptar tanto servilismo.

– ¿De qué partido sois? -volví a preguntar.

– Somos whigs, si no os importa, señor -dijo otro de ellos-. ¿Qué vamos a ser? Nosotros somos hombres trabajadores, no grandes lores, como su señoría, para ser tories. Estábamos en una taberna por cortesía del señor Hertcomb, el whig de Westminster. Así que ahora somos whigs, y estamos a su servicio. No queríamos haceros daño.

A mí aquello poco me importaba y tampoco sabía nada de whigs y tories, aunque entendía lo suficiente para saber que los whigs, el partido de los nuevos ricos y la Baja Iglesia, [2]eran quienes más interés podían tener en atraer a individuos como aquellos.

– Fuera -dije agitando mi pistola. Los hombres se alejaron corriendo en una dirección, y yo me fui en la otra. Al momento, el incidente estaba olvidado y mi mente volvió a la reunión con el señor Ufford.

He conocido a pocos curas en mi vida, pero a raíz de mis lecturas me los imaginaba como hombrecillos dignos con casas pulcras pero modestas. Me sorprendió mucho el lujo de la casa del señor Ufford. Los hombres que buscan el camino de la Iglesia suelen tener muy pocas opciones: o lo hacen porque sus familias no tienen dinero o porque son segundones y quedan excluidos de la herencia por las estrictas leyes y los usos y costumbres de la tierra. Pero allí tenía a un cura que disponía para su uso personal de una hermosa casa en una calle elegante. No sabría decir cuántas habitaciones tenía, ni cómo eran, pero enseguida descubrí que la cocina era de la mejor calidad. Cuando llamé a la puerta principal, un sirviente rubicundo me dijo que no podía entrar por allí.

– Por la puerta de atrás -me dijo.

Me ofendí no poco por aquello, y pensé en corresponder a sus indicaciones de la forma más desagradable posible, pero si bien no era común, este hecho no carecía de precedentes. Tal vez el exceso de vino que había tomado la noche anterior me hacía estar especialmente irritable. Sea como fuere, dejé a un lado mi enojo y fui hacia la entrada lateral, donde una mujer recia con unos brazos tan gruesos como mis pantorrillas me indicó que me sentara a una gran mesa situada en un rincón. Sentado a dicha mesa había un individuo de la peor especie; no era viejo, pero lo parecía. No llevaba peluca; se cubría la calva con un sombrero de paja de ala ancha por el que sobresalían unos mechones de pelo entrecano. Sus ropas estaban hechas con tejidos muy simples y sin teñir, aunque se veía que eran nuevas, y su único adorno era una insignia de peltre que llevaba sujeta al pecho. No sabría explicar la razón pero, aunque no conocía a aquel hombre, tuve enseguida la impresión de que el señor Ufford le había comprado aquellas ropas recientemente… puede que incluso para aquella reunión.

Al poco, otro hombre, vestido con levita negra y lazada blanca -el estilo de los curas-, entró en la cocina, algo vacilante, como si asomara la nariz a una habitación en una casa donde es un invitado. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sonrió afectadamente.

– Benjamin -exclamó cordialmente, aunque nunca nos habíamos visto-. Pasad, pasad. Me alegra que hayáis podido venir como os pedí, y con tan poco tiempo. -Era un hombre alto, con tendencia a la gordura, incluso gordo, y su rostro hundido parecía una media luna. Llevaba una peluca con cola, nueva y cuidadosamente empolvada.

Reconozco que me molestó un poco que me llamara por mi nombre. No conocía a aquel hombre de nada, y no esperaba que se tomara esas libertades conmigo. Sospechaba que, de haberlo llamado yo a él Christopher, o incluso Kit, no se lo habría tomado a bien.

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