David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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Sin embargo, aunque me complacía ver que mi nombre se pronunciaba con admiración, era consciente de que no hay bien que por mal no venga. Mi hazaña había tenido un alto precio, pues, según me informó el hombre de las baladas -sin sospechar siquiera con quién estaba hablando-, se habían ofrecido ciento cincuenta libras por mi cabeza. En parte me halagaba que se ofreciera una suma tan elevada por mí, pero con mucho gusto la hubiera cambiado por la seguridad de saber que iban a dejarme tranquilo.

El señor North vivía en una de las mejores casas de Queen Street, aunque en esa calle incluso la mejor casa era muy pobre. El edificio estaba lleno de grietas y se caía a trozos, la escalera estaba tan deteriorada que casi no se podía subir, y la mayoría de las ventanas de la parte frontal se habían tapiado para evitar el impuesto de ventanas. La casera me acompañó hasta sus aposentos -dos habitaciones en la tercera planta de ese ruinoso edificio-. El señor North ya estaba en casa, con su mujer y cuatro criaturas que armaban un jaleo espantoso. Cuando me abrió la puerta, tuve ocasión de estudiarlo con mayor detenimiento que la vez anterior, y vi que su levita estaba gastada y llena de parches, su lazada sucia y la peluca desordenada y sin empolvar. En resumen, era un parco representante de la Iglesia.

– Estabais con Ufford. ¿Qué queréis? -preguntó, tratándome de forma tan hosca sin duda por mi librea. Me pareció muy desagradable que mirara por encima del hombro a un hombre de mi supuesta posición, pero no había ido allí para que fuéramos amigos.

– Os pido que me concedáis un momento de vuestro tiempo -le dije-. En privado, si no os importa.

– ¿Por qué asunto? -Su impaciencia le hacía parecer mayor que los escasos años que tenía. Frunció el ceño y enseñó los dientes como un perro sarnoso.

– Un asunto de gran importancia que solo podemos discutir en privado, sin que la casera trate de oír lo que decimos. -Reprimí una sonrisa cuando la oí arrastrar los pies unos escalones más abajo.

– Tendréis que decirme algo más si queréis que os conceda una audiencia -insistió.

– Es en relación al señor Ufford y su vinculación con un grave crimen.

Dudo que hubiera podido decir algo más efectivo. Me hizo pasar a la habitación posterior, un pequeño dormitorio que obviamente compartía con toda su familia. Solo había un gran colchón en el suelo, montones de ropa y unas pocas sillas hechas con pedazos de todo tipo de cosas. Luego salió, le dijo a su mujer unas palabras que no pude oír, volvió conmigo y cerró la puerta. Con la puerta cerrada, me sentí bastante incómodo en aquella habitación mal iluminada que olía a sudor y fatiga.

– Bien, habladme de ese asunto.

– ¿Qué sabéis de la relación del señor Ufford con Walter Yate y un comerciante de tabaco llamado Dennis Dogmill?

El hombre entrecerró los ojos.

– ¿Qué es esto?

– ¿No podéis contestar a la pregunta?

Él me miró pestañeando unas cuantas veces, y entonces sus ojos se abrieron como manzanas.

– Sois Weaver, ¿verdad?

– Mi nombre no tiene importancia. Por favor, contestad.

North retrocedió un paso, como si pensara que iba a atacarlo. No podía culparlo, con todas aquellas noticias que circulaban sobre mi fuga y sobre orejas cortadas.

– Ufford me dijo que os había contratado para que descubrierais quién le enviaba esas notas. Debéis de ser un hombre muy entregado cuando seguís con vuestra investigación a pesar de estar huyendo de la ley.

– Estoy huyendo de la ley a causa de la investigación -dije-. No he matado a nadie, y estoy convencido de que si descubro quién envió las notas, descubriré al verdadero asesino y limpiaré mi nombre.

No veo en qué puedo ayudaros. Nunca se me ha invitado a participar en los proyectos del señor Ufford, ni lo hubiera querido, pues sus ideas son demasiado fantásticas y su manera de pensar es absurda. Seguro que os ha dicho que quiere ayudar a los trabajadores porque es un buen cristiano, pero si les quiere ayudar es porque cree que cuando están contentos son mucho más manejables.

– Vos no estáis de acuerdo.

– No me hallo en posición de estar o no de acuerdo, pues yo mismo soy pobre. Estudiar en una de las universidades de nuestra nación tal vez dé conocimientos, pero no da riqueza… y desde luego tampoco sabiduría. -Hizo una pausa-. ¿Puedo ofreceros algo de beber? No tengo nada de calidad, pero sin duda huir debe dar mucha sed.

Rechacé su ofrecimiento, pues prefería seguir con mis pesquisas.

Él se aclaró la garganta.

– Entonces permitid que me sirva algo. Esta conversación está resultándome muy perturbadora, y me está dejando la garganta muy seca. -Salió de la habitación y cogió un vaso de peltre de manos de su mujer. La besó en la mejilla y le susurró algo con afecto. Luego sonrió débilmente, volvió al dormitorio y cerró la puerta.

– ¿Sabéis si el señor Ufford tenía tratos con Griffin Melbury? -pregunté.

– Melbury -repitió él. Dio un sorbo a su vaso-. ¿El tory que se presenta al Parlamento? Puede ser. Los dos son tories, así que es posible que hayan tenido alguna relación, pero ignoro de qué índole. Aunque os diré que, por lo que sé del señor Melbury, sus intenciones son honorables, no sé si me entendéis, y quizá eso no le guste al señor Ufford.

– Me temo que no os entiendo.

– Oh, digamos que Ufford está bastante descontento con nuestro actual monarca.

Reconozco que no sabía tanto de política como para entender del todo lo que North quería decir.

– Por favor, no seáis tímido, señor. Decid exactamente lo que pensáis, para que no haya confusiones.

Él sonrió afectadamente.

– No sé si se puede hablar más claro. Muy probablemente, el señor Ufford es jacobita. Apoya al viejo rey. ¿Lo entendéis?

– Puesto que es tory, no es ninguna sorpresa. Pensaba que tories y jacobitas no son más que variantes de una misma cosa.

– Ajá -dijo él-. Eso es lo que los whigs quieren que creamos. En realidad, son muy distintos. Los tories son partidarios de la Alta Iglesia; quieren que la Iglesia vuelva a sus viejos días de gloria. Representan a las antiguas familias, el antiguo poder, los privilegios, ese tipo de cosas. En general, son lo opuesto a los whigs, que defienden una Iglesia más libre y laxa. En cambio, los jacobitas quieren restaurar al hijo de Jacobo II al trono. ¿Sabíais que Jacobo II tuvo que huir hace treinta y cinco años para salvar su vida?

– Había oído algo, sí -dije tímidamente.

– Sí. Jacobo era católico y el Parlamento no pensaba consentir que un rey católico ocupara el trono. Así que huyó; pero ahora hay quienes desean que su linaje vuelva al poder. Probablemente, el señor Ufford está entre ellos.

– Pero si Ufford es jacobita y los jacobitas no son lo mismo que los tories, ¿por qué apoya a Melbury, que es el candidato de los tories?

– Los jacobitas siempre se hacen pasar por tories. Y si los tories ganan las elecciones, los jacobitas seguramente lo interpretarán como una señal de que el pueblo está cansado de los whigs y de nuestro actual rey. Las elecciones en Westminster son especialmente importantes porque tiene el mayor número de votantes de todo el país. Es probable que lo que suceda en Westminster determine el destino del reino, y por lo visto Ufford espera poder decir algo en el asunto.

– ¿Y eso tiene relación con su interés por los estibadores?

– Cree que todos esos trabajadores están vendiéndose a un puñado de whigs sin escrúpulos. Así que se le ha ocurrido tratar de dirigir su ira contra los whigs y utilizarla para una invasión jacobita. Está convencido de que los estibadores podrían convertirse en soldados del Pretendiente.

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