Jeanne Kalogridis - El secreto de Mona Lisa

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La apasionante vida de la mujer que inspiró La Gioconda, en una intrigante trama llena de amor, traición y luchas de poder. La joven y hermosa Lisa di Gherardini es conducida por su padre al palacio Médici, donde la espera Lorenzo el Magnífico. Allí conoce a Leonardo da Vinci, con quien mantendrá una relación muy especial, y a Giuliano, el hijo menor de Lorenzo, de quien se enamorará perdidamente. Lisa y Giuliano se casan en secreto, pero al poco tiempo estalla una rebelión contra los Médici y Lisa da a su marido por muerto. Comienza una época turbulenta marcada por el terror religioso. La joven florentina tendrá que tomar partido en la contienda.

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Escuché la discusión: Valori habló a Savonarola, quien hizo un gesto exasperado. Domenico -que para entonces había dejado la cruz- puso una mano en el hombro de su maestro para calmarlo. A continuación, Valori y mi marido se llevaron a Domenico al interior del palacio de la Signoria.

La multitud protestó. Habían esperado una eternidad y no comprendían la súbita desaparición de Domenico. Pero nosotras las mujeres sí, por lo que no me sorprendió ver a Domenico aparecer poco después con una sotana franciscana. Violetta me tocó con el codo, y dijo con una voz lo bastante fuerte para que la oyesen los franciscanos que estaban a nuestro lado:

– ¿Lo veis? Si sus prendas hubiesen estado embrujadas, no habría aceptado quitárselas tan rápidamente. No tiene miedo de entrar en el fuego.

Fray Domenico y Savonarola comenzaron a caminar hacia la entrada de la plataforma de prueba, donde dos soldados y fray Giuliano, el joven franciscano que se había ofrecido voluntario para entrar en el fuego con Domenico, esperaban. Luego, el joven monje franciscano se adelantó y los detuvo, cosa que hizo que Domenico y Savonarola regresaran apresuradamente a la ringhiera.

La multitud protestó irritada.

Valori, mi marido y otros dos piagnoni interceptaron a Domenico y le explicaron algo rápidamente. Domenico sacudió la cabeza disgustado, pero de nuevo permitió que lo llevasen al interior del edificio.

A mi lado, Violetta cerró el abanico, lo dejó caer en la silla y se acercó a la balaustrada que daba a la loggia.

– Y ahora ¿qué pasa? -preguntó airada-. ¡Supongo que vais a decirme que el propio Domenico esta embrujado, así que no puede entrar en el fuego!

Un viejo franciscano se volvió hacia ella.

– Por supuesto que no, madonna. Pero ¿no es posible que las prendas interiores de fray Domenico también estén embrujadas como las exteriores? Quizá te resulte difícil comprenderlo, pero entre nosotros hay algunos que creen sinceramente que el poder de fray Girolamo no proviene de Dios, sino de una fuente mucho más siniestra.

– ¡Esto es absurdo! -Violetta se inclinó por encima de la balaustrada-. ¡Solo estáis perdiendo el tiempo porque tenéis miedo!

– Por supuesto que tenemos miedo -respondió el monje pausadamente-. Sabemos que fray Giuliano morirá cuando entre en el fuego. Solo tenemos una pregunta.

Violetta esperó la pregunta con expresión ceñuda.

– Si fray Girolamo no tiene miedo, porque sabe que Dios lo salvará para demostrar que es un profeta, ¿por qué no entra en el fuego ahora mismo y soluciona el problema?

Violetta se apartó; se sentó de nuevo y se abanicó frenéticamente, mientras murmuraba algo sobre la injusticia de los franciscanos. Pero vi duda en sus ojos. Una brisa fresca hizo aletear mi velo. Miré hacia el cielo, que antes estaba despejado. Un súbito viento había traído unas nubes que anunciaban lluvia.

Una vez más, Domenico apareció, aparentemente después de haber entregado sus prendas interiores supuestamente hechizadas. Luego fue a recoger la gran cruz que había traído a la plaza.

El confaloniero Valori lo tocó en el hombro y le indicó que dejase la cruz en el suelo. Domenico obedeció con un gesto de cansancio.

Unos pocos hombres entre la multitud expresaron su disgusto.

Para entonces, otro joven monje se había unido al joven fray Giuliano; ambos se dirigieron por tercera vez a los regentes en la ringhiera. Savonarola esperaba allí, junto al receptáculo de plata con la hostia, que había sido reverentemente colocado sobre una mesa. Cuando los dos franciscanos comenzaron a hablar con los regentes, Savonarola empezó a gritar. Señaló con vehemencia el receptáculo de plata, a los demás monjes, a mi marido y a Francesco Valori. Savonarola se volvió después hacia Domenico, y quedó claro, por los gestos de cabeza de Domenico, que se había llegado a un punto muerto.

– ¿Qué pasa, qué pasa? -gritó Violetta.

Los monjes debajo de nosotros no respondieron, pero vi el enfático gesto de Savonarola hacia el receptáculo de plata.

– No quieren que Domenico lleve la hostia -la informé.

Era un punto en el que todos habían coincidido desde el principio. Un fraile dominico había soñado que Domenico atravesaba con éxito el fuego porque llevaba la hostia consagrada; Savonarola insistía en que Domenico la llevara. Hasta ese momento, los franciscanos no habían puesto ninguna objeción.

Furioso, Domenico entró en la plaza y se detuvo en la entrada de la plataforma de prueba, con la mirada puesta en las llamas; su expresión de ira contrastaba con los dulces himnos que cantaban sus hermanos. El viento sacudió la túnica alrededor de sus piernas, de su torso. En lo alto, el cielo se oscurecía.

El viejo franciscano que había hablado antes con Violetta se volvió para mirarnos.

– ¿Por qué tiene miedo fray Domenico de entrar en el fuego sin la hostia? -preguntó bondadosamente-. ¿No le basta su fe para protegerlo? ¿Por qué Savonarola no pone fin a la discusión? Si le impacientan nuestras demandas, ¿por qué sencillamente no camina a través de las llamas él mismo?

Violetta no respondió. Miró la ringhiera con el entrecejo fruncido, donde su marido y los franciscanos discutían con fray Girolamo.

– ¡Cobarde! -gritó alguien.

Comenzaron a caer algunas gotas de lluvia. Segura debajo del refugio de la loggia, vi cómo golpeaban en la balaustrada.

– ¡Cobarde! -gritó otra voz-. ¡Entra en el fuego!

– ¡Tiene miedo! -afirmó un hombre-. ¿No lo veis? ¡Tiene miedo!

Sonó un trueno, muy cerca; Violetta se sobresaltó y sujetó mi brazo. Domenico permanecía firme e implacable bajo la lluvia cada vez más intensa, mientras Savonarola continuaba discutiendo con los regentes. Otro trueno, seguido por un grito.

– ¡Nos has mentido! ¡Siempre nos has mentido!

Torrentes de agua cayeron en cortinas grises, que inundaron rápidamente la plaza. Los relámpagos nos deslumbraban. Las esposas dejamos nuestros asientos y nos agrupamos en el centro de la loggia. Miré hacia la plaza; Domenico no se había movido. Sorprendentemente, tampoco lo había hecho la multitud. Habían acudido para saber la verdad del profeta, y no se marcharían sin conocerla.

El fuego que había ardido vivamente un instante antes, se había apagado; la madera y la paja estaban empapadas de agua en lugar de aceite.

El entusiasmo de la gente se había extinguido con la misma rapidez. Los hombres gritaban por encima del estrépito de la lluvia.

– ¡Dios lo desaprueba!

– ¡Fray Girolamo ha conjurado la tormenta para no revelar sus mentiras!

Mi esposo y Valori enviaron a un representante a hablar con los comandantes de los soldados. Comenzaron a urgir a la multitud para que se dispersara y regresase a sus casas. Pero los hombres de la plaza -la mayoría de ellos habían lanzado sus pequeñas cruces rojas al fuego- no querían marcharse.

– ¿Por qué no entras en el fuego?

– ¡Sodomita!

– ¡Hereje!

– ¡Mentiroso!

Las esposas se asustaron; se apresuraron a ir a la ringhiera para estar al lado de sus maridos. Yo me situé junto a Francesco. Savonarola estaba cerca, muy seco, pero temblando como si la lluvia le hubiese calado.

– ¡No puedo marcharme sin una escolta! ¡Los franciscanos han vuelto a la gente contra mí!

– Dispondré que preparen una -dijo Valori, y desapareció en el interior del palacio. Francesco envió a un paje a la plaza para que llamase a Claudio.

Mientras regresábamos a casa, el diluvio cesó con la misma brusquedad con la que había llegado. Francesco miró a través de la ventanilla y soltó un extraño suspiro entrecortado.

– Se ha acabado.

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