En ocasiones se despojaban de sus ropas, seguros de que la oscuridad los protegía de miradas indiscretas, y nadaban desnudos en el agua negra y quieta, mientras el fuego moría en carbones cubiertos de ceniza. Él la acostaba entonces en una manta extendida sobre la arena, con la urgencia de su amor demasiado fuerte para poderlo resistir ni un momento más, y ella alzaba los brazos para atraerlo contra sus senos, más feliz de lo que jamás se hubiera imaginado que fuera posible.
Una noche Mary despertó de un sueño profundo en la arena y durante un instante se preguntó dónde estaba. En el momento siguiente lo supo, porque había tenido que acostumbrarse a dormir encerrada en los brazos de Tim, pues éste nunca la soltaba. Cualquier intento que hiciera por desprenderse de él lo despertaba inmediatamente, y el joven alargaba un brazo hasta que la encontraba, y la atraía de nuevo con un suspiro de temor y alivio combinados. Era como si pensara que algo, saliendo de la oscuridad, iba a arrancársela, pero nunca hablaba de eso y ella no insistía, adivinando que se lo diría a su debido tiempo.
El verano estaba en su apogeo y el tiempo había sido perfecto, con los días cálidos y secos y las noches suavemente frescas por la brisa del mar. Mary se quedó contemplando el cielo, reprimiendo una exclamación de encanto y asombro. El grueso cinturón de la Vía Láctea se extendía en la oscura bóveda de horizonte a horizonte, tan colmado de la luz de las estrellas que había un leve resplandor polvoriento hasta en aquellas partes del cielo donde éstas no se veían. Ninguna neblina conspiraba para empañar la visión y el resplandor de las luces de alguna ciudad quedaba a muchos kilómetros hacia el sur. La Cruz del Sur extendía sus brillantes brazos a los cuatro vientos, con su quinta estrella clara y titilante. Una luz de plata se derramaba sobre todas las cosas, el agua del río danzaba y se mecía como un fuego frío y bullente y la arena estaba salpicada de un mar de diamantes diminutos.
De pronto, por un pequeñísimo e inmóvil espacio de tiempo, le pareció a Mary oír algo, o tal vez sentirlo; era algo extraño e insubstancial, como un grito balanceándose en el borde de la nada. Fuera lo que fuera, había algo de paz y de infinito en él. Se quedó escuchando largo rato, pero aquello no volvió a repetirse y ella empezó a pensar que quizás, en una noche como ésa, el alma del mundo quedaba libre para caer como un velo sobre las cabezas de todos los seres vivientes.
Con Tim ella siempre hablaba de Dios, pues el concepto era simple y él era lo bastante sencillo para creer en lo intangible, pero Mary misma no creía en Dios; tenía una convicción básica y nada filosófica de que sólo había una vida por vivir, ¿y acaso no era este hecho, completamente independiente de la existencia de un ser superior, lo único que contaba? ¿Y qué importaba que hubiera un Dios, si el alma era mortal, si toda vida cesaba al borde de la tumba? Cuando Mary pensaba en un Dios, lo hacía en términos de Tim y de los niños pequeños, los buenos y todavía no corruptos; su propia vida había alejado tanto de ella a lo sobrenatural, que parecía que había dos credos por separado, uno para la niñez y otro para la gente adulta. No obstante, aquello que había oído o sentido a medias, surgiendo del seno de la noche, la inquietaba, había en ello una sugestión de algún otro mundo, y de pronto recordó la antigua leyenda de que cuando el alma de alguien que acaba de morir pasa por encima, los perros aúllan, alzando el hocico a la luna y estremeciéndose de temor. Incorporándose, quedó sentada y se rodeó las rodillas con los brazos.
Tim sintió inmediatamente que ella se separaba de su cuerpo y despertó cuando al buscarla a tientas no la encontró donde acostumbraba.
– ¿Qué sucede, Mary? -preguntó.
– No sé… siento como si hubiera sucedido algo. Es algo muy extraño. ¿Tú no sentiste nada?
– No. Únicamente cuando te separaste de mí.
Él quiso hacerle el amor en esos momentos y ella trató de apartar su súbita preocupación lo bastante para satisfacerlo, pero no pudo lograrlo. Algo se agazapaba en el trasfondo de su mente como una bestia al acecho, algo amenazador e irrevocable. Su no muy entusiasta cooperación no desconcertó a Tim; éste cesó en sus intentos por excitarla y se contentó con rodearla con los brazos en lo que Mary siempre había pensado que era su abrazo del osito de peluche, porque él le había contado algo al respecto aunque, según sospechaba ella, no todo lo que había que decir.
– Tim – interrogó Mary-, ¿te molestaría mucho si regresáramos a la ciudad?
– No, si así lo quieres, Mary. No me molesta nada de lo que tú quieras hacer.
– Entonces regresemos ahora mismo, en este mismo instante. Quiero ver a papá. Siento que él nos necesita.
Tim se incorporó inmediatamente, sacudiendo la arena del cobertor y doblándolo cuidadosamente sobre uno de sus brazos.
Cuando el Bentley se detuvo en la calle Surf eran ya las seis de la mañana y hacía largo rato que el sol había salido. La casa estaba en silencio y parecía extrañamente vacía, pero Tim le aseguró a Mary que su padre se encontraba ahí. La puerta de atrás estaba abierta.
– Tim -sugirió ella-, ¿porqué no te quedas aquí afuera un minuto mientras yo entro y verifico por mí misma? No quiero asustarte ni inquietarte, pero creo que será mejor que entre sola.
– No, Mary -repuso él-, entraré contigo. No me asustaré ni me inquietaré.
Ron estaba en la cama matrimonial que siempre había compartido con Es, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, como si recordara cómo yacía Es la última vez que la vio. Mary no necesitó tocar su helada piel ni ponerle una mano en el quieto corazón; inmediatamente se percató de que estaba muerto.
– ¿Está dormido, Mary? -Tim rodeó la cama por el otro lado y se quedó contemplando a su padre, luego estiró una mano y la colocó en una de sus hundidas mejillas. Alzó el rostro y miró a Mary con tristeza.
– ¡Está muy frío! -dijo.
– Está muerto, Tim.
– ¡Oh, ojalá hubiera esperado! ¡Tenía tantas ganas de decirle lo lindo que es vivir contigo! Quería preguntarle tantas cosas y quería que me ayudara a elegir un nuevo regalo para ti. ¡Y no le dije adiós! No le dije adiós y ahora no puedo acordarme cómo era cuando tenía los ojos abiertos y se movía y estaba contento.
– No creo que haya podido esperarte ni un momento más, querido -repuso Mary-. Lo único que deseaba con todas sus fuerzas era irse. La casa resultaba muy sola para él y ya no tenía nada por qué esperar una vez que supo que eras feliz. No te pongas triste, Tim, porque no es para ponerse triste. Ahora ya duerme con tu madre.
Súbitamente supo Mary por qué la voz de Ron le había sonado tan remota por teléfono; había iniciado su ayuno de muerte en cuanto Tim salió de la casa de la calle Surf para siempre, y cuando Mary regresó del hospital, ya estaba terriblemente débil. ¿Podría llamarse suicidio a eso? Ella no lo creía así. El tambor había dejado de redoblar y los pies habían dejado de marchar, eso era todo.
Sentándose en el borde de la cama, Tim metió los brazos por debajo del cuerpo de su padre y levantó en sus brazos, con gran delicadeza, la tiesa y arrugada forma.
– ¡Mary! -pudo decir-. ¡Cómo voy a extrañarlo! Me gustaba papá, me gustaba más que nadie en el mundo, excepto tú.
– Lo sé, querido. Yo también lo voy a extrañar.
¿Había sido ésa la voz de la noche anterior?, se preguntó. Cosas más extrañas que ésa les habían sucedido a personas llenas de dudas sin que éstas se aclararan… ¿Y por qué no podrían las cuerdas vivas que ataban a un ser vivo pulsar tenuemente sobre una persona querida en el mismo instante en que se desenredaban? Ron había estado completamente solo cuando había sucedido y, sin embargo, en cierto modo no había estado solo; había llamado y ella había despertado para contestarle. En ocasiones, pensó, todos los kilómetros que hay entre dos seres no son nada y se angostan hasta el minúsculo silencio que ocurre entre dos latidos del corazón.
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