Tim parpadeó y dejó de mirar el infinito para contemplar el rostro de Mary; sus ojos se detuvieron un instante en las cansadas, preocupadas líneas que había en él, y luego en la boca recta y fuerte, tan saciada de sus besos que los labios estaban hinchados.
– Tim-preguntó ella-, ¿por qué no me hablas? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Te desilusioné de algún modo?
El joven tenía los ojos llenos de lágrimas y éstas le rodaban por el rostro y caían en la almohada, pero en sus labios amaneció una pequeña sonrisa adorable.
– Una vez me dijiste que un día me sentiría yo tan feliz que lloraría y, mira. ¡Oh, Mary, estoy tan feliz que estoy llorando! ¡Estoy llorando!
– ¡Pensé que estabas enojado conmigo! -Mary se derrumbó sobre el pecho de él, débil de tan aliviada que se sintió.
– ¿ Contigo ? -una de sus manos se deslizó hacia la nuca de ella y ahí se entretuvo, jugando con los cabellos-. Jamás me enojaría contigo, Mary. Ni siquiera me enojé contigo cuando pensaba que ya no te gustaba.
– Entonces, ¿por qué no me hablabas esta noche?
Tim pareció sorprendido.
– ¿Es que tenía que hablarte? -se sorprendió-. No creí que tuviera que hablarte. Cuando llegaste no pude pensar en nada que decirte. Todo lo que quería era hacer las cosas de las que me habló papá mientras estabas en el hospital, y cuando llegaste tenía que hacerlas, no podía detenerme a pensar.
– ¿Así es que tu papá te habló de eso?
– Sí. Le pregunté si todavía era pecado besarte ahora que estábamos casados y me dijo que no era pecado. También me habló de muchas otras cosas que podía hacer. Me dijo que debía saber cómo hacerlas porque, si no lo sabía, te lastimaría y llorarías. Yo no quiero lastimarte ni que llores, Mary. ¿Te lastimé o te hice llorar?
Ella soltó la risa, apretándolo con fuerza.
– No, Tim; ni me lastimaste ni me hiciste llorar. Ahí estaba yo, petrificada porque pensaba que a mí me correspondería hacerlo todo y no sabía si iba a poder hacerlo.
– ¿De veras no te lastimé, Mary? Se me olvidó que papá me había dicho que no te lastimara.
– Estuviste magnífico, Tim. Estaba en buenas manos. Tus manos de principiante. ¡Te amo tanto!
– Ésa es una palabra mejor que gustar, ¿verdad?
– Lo es. Cuando se usa adecuadamente.
– La voy a guardar especialmente para ti, Mary. A todos los demás les diré que me gustan.
– Así es exactamente como debe ser, Tim.
Cuando la madrugada entró sigilosamente en el dormitorio y empezó a alumbrarlo con la clara y tierna novedad del día, Mary se quedó profundamente dormida y era Tim el que, con los ojos muy abiertos, miraba en dirección de la ventana, teniendo mucho cuidado en no moverse para no inquietarla. ¡Era tan pequeña y suave al tacto! ¡Olía tan bien y su cuerpo era tan tibio! Hubo una época en la que él acostumbraba, cuando estaba en la cama, apretar contra el pecho un osito de peluche, pero Mary era algo vivo y también podía abrazarlo a él; eso era mucho mejor. Cuando le quitaron el osito de peluche diciéndole que ya era bastante grande y ya no tenía que dormir con él, había llorado semanas enteras con los brazos vacíos apretados contra el pecho, como llorando la muerte de un amigo. En cierto modo él había comprendido que mamá no quería quitarle el osito, pero en una ocasión que regresó del trabajo llorando y les contó que Mick y Bill se habían reído de él porque dormía con un osito de peluche, mamá había decidido quitárselo y esa misma noche el osito había ido a parar al cubo de la basura. ¡Oh, la noche era tan grande, tan oscura y llena de sombras que se movían misteriosamente, que se erizaban, de garras y picos y dientes largos y afilados! Mientras él había tenido al osito para poder ocultar la cara en el cuerpo de peluche, las sombras no habían osado acercarse más que hasta la pared de enfrente, pero había necesitado mucho tiempo para acostumbrarse a tenerlas alrededor, apretándose contra su rostro indefenso y pinchándole la nariz. Después que mamá le había dado una lámpara más grande para que la mantuviera encendida por las noches, la situación había mejorado un poco, pero hasta la fecha aborrecía la oscuridad, estaba mortalmente llena de amenazas, plagada de enemigos emboscados.
Olvidando que no tenía que moverse para no despertarla, volvió la cabeza para poder verla mejor y luego levantó la almohada hasta que quedó a un nivel más alto que ella. Fascinado, la estuvo contemplando largos minutos a la luz del día, cada vez más intensa, asimilando su ajeno aspecto. Sus senos lo apabullaban; no podía separar los ojos de ellos; el sólo pensar en ellos lo llenaba de excitación. Era como si las diferencias que había entre ellos hubieran sido inventadas precisamente para él; no tenía ninguna conciencia plena de que ella era exactamente como cualquier otra mujer. Ella era Mary y su cuerpo le pertenecía tan totalmente como el osito de peluche le había pertenecido; era suyo, únicamente suyo para aferrarse a él en la noche amenazante y defenderse del terror y de la soledad.
Papá le había dicho que nadie la había tocado jamás, que lo que le daría iba a ser para ella algo ajeno y extraño y él había comprendido la magnitud de su responsabilidad mejor que un hombre con todas sus facultades mentales completas, porque había poseído muy pocas cosas ¡y eran tan pocos los que lo habían respetado! En el desatado ardor del ciego impulso de su cuerpo, no había podido recordar todo lo que papá le había dicho, pero, mirando hacia atrás, se prometió que lo recordaría todo mejor la próxima vez. Su devoción para con ella era totalmente desinteresada; parecía provenir de alguna parte fuera de él mismo y estaba compuesta de gratitud y amor y de una seguridad profunda y reconfortante. Cuando estaba con ella jamás sentía que era juzgado que le faltaba algo. Qué hermosa es, pensó, observando las líneas del rostro y la piel colgante, pero sin encontrar en ellas nada feo o indeseable. Él la contemplaba con unos ojos llenos de un amor total y, por lo mismo, suponía que todo lo que había en ella era hermoso.
Al principio, cuando papá le había dicho que tenía que ir a la casa de Artarmon y esperar solo ahí que regresara Mary, no había querido. Pero papá lo había obligado y no le había permitido regresar a la calle Surf. Había esperado una semana entera, podando el césped, escardando los macizos de flores y recortando los arbustos todo el día, y luego vagando por la casa vacía por las noches hasta cansarse de tal modo que se dormía en cuanto ponía la cabeza en la almohada, pero con todas las luces encendidas para expulsar a los demonios de la oscuridad sin forma. Tim ya no pertenecía a la calle Surf, le había dicho papá, y cuando le había rogado a éste que lo acompañara, se había encontrado con una negativa rotunda. Recordando todo eso mientras el sol se levantaba, llegó a la conclusión de que papá había sabido exactamente lo que iba a suceder; papá siempre sabía.
Esa noche el trueno había retumbado en el oeste y había un penetrante olor a lluvia en el aire. Las tormentas siempre lo habían asustado cuando era niño hasta que, un día, papá le había mostrado cuán rápidamente desaparecía el miedo si uno salía afuera a mirar lo hermoso que era todo, con los relámpagos cruzando la noche de tinta y los truenos bramando como un invisible y gigantesco toro. Así pues, él se había dado la ducha que acostumbraba todas las noches y, desnudo, había salido al patio a ver la tormenta, turbado e inquieto. Dentro de la casa los duendes se habrían precipitado a caerle encima desde todos los rincones, pero en el patio, con el viento húmedo alisándole la piel desnuda, no tenían ningún dominio sobre él y Tim había derivado hasta una insensible unidad con las criaturas no pensantes de la tierra. Era como si pudiera ver cada pétalo en cada oscurecida flor, como si los cantos de todos los pájaros del mundo inundaran su ser con una música sin sonido.
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