En cualquier caso, hacer prácticas en Ryde tenía una ventaja. Se tardan unas dos horas en llegar allí en transporte público, y estudiar en un transporte público es mucho mejor que tratar de estudiar en la residencia de los Purcell, entre la abuela y mamá que miran la televisión y los chicos que dejan un montón de platos sucios mientras aullan «criquet, criquet, criquet». Se oían las voces de Clint Walker y Efrem Zimbalist Junior en la sala de estar, y las de Keith Miller y Don Bradman en la cocina, sin que hubiera una miserable puerta que las separara; y yo sólo disponía de la mesa del comedor para estudiar. Prefiero un autobús o un tren. ¿Sabes qué? ¡Así saqué las mejores notas de mi vida! Gracias a eso conseguí el trabajo en el Royal Queens. Cuando me dieron las notas, mamá y papá se enfadaron, porque cuando terminé la secundaria en Randwick me negué a hacer la prueba de acceso a la universidad para estudiar ciencias o medicina. Mi éxito en los estudios como técnica en radiología demostraba mi falta de ambición, por así decirlo. Pero, ¿a quién le apetece ir a la Uni y tener que soportar a todos esos hombres contrarios a que las mujeres desempeñen profesiones masculinas? ¡A mí, no!
Lunes, 4 de enero de 1960
Hoy por la mañana empecé a trabajar. A las nueve en punto. ¡El Royal Queens está mucho más cerca de Bronte que el Ryde! Si camino los últimos dos kilómetros, el viaje en autobús se reduce a unos veinte minutos.
Como presenté la solicitud en el instituto, no conocía aquel sitio; sólo había pasado cerca alguna vez, cuando íbamos al sur para visitar a alguien o para pasar un día al aire libre. ¡Alucinante! Hay tiendas, un banco, oficina de correos, una central eléctrica, una lavandería lo suficientemente grande para abastecer a hoteles, fábricas y almacenes. El Royal Queens tiene de todo. ¡Un auténtico laberinto! Tardé quince minutos a paso rápido en llegar hasta el Servicio de Radiología desde la entrada principal, y pasé por toda clase de edificaciones que se han construido en Sydney en los últimos cien años. Patios interiores, rampas, galerías tapizadas de columnas, edificios de piedra arenisca y de obra vista, montones de esas nuevas y espantosas construcciones vidriadas en las que uno se muere de calor.
A juzgar por la cantidad de gente con la que me crucé, habrá como diez mil empleados. Las enfermeras están envueltas en tal cantidad de capas de almidón que parecen paquetes verdes y blancos. Las pobres tienen que llevar medias gruesas de algodón de color marrón y zapatos planos con cordones, también marrones. Ni Marilyn Monroe parecería atractiva con esas medias tétricas y ese calzado sin tacones. Las cofias parecen dos palomas blancas entrelazadas, llevan puños y cuellos de celuloide, y el dobladillo de la falda les tapa media pantorrilla. Las enfermeras monjas tienen el mismo aspecto, sólo que no llevan delantales; aunque lucen unos ostentosos tocados de tul a lo egipcio, llevan medias de nailon, y sus zapatos de cordones tienen un tacón de cinco centímetros de alto.
En fin, siempre he sabido que no tengo paciencia para acatar toda esa disciplina estricta y absurda, del mismo modo que no tenía paciencia para soportar el mal trato de los estudiantes universitarios preocupados por proteger el territorio masculino. Nosotras, las técnicas, sólo podemos llevar un uniforme blanco abotonado por delante de arriba abajo y que llega hasta debajo de las rodillas, medias de nailon y mocasines de tacón bajo.
Debe de haber unas cien fisioterapeutas. ¡Odio a las fisioterapeutas! A ver, ¿qué son las fisioterapeutas, sino masajistas glorificadas? Pero, vaya, ¡qué importantes se sienten! ¡Hasta se almidonan los uniformes voluntariamente! Y todas tienen ese aire de superioridad y ese aspecto de agresivas y dinámicas jugadoras de hockey, cuando se pavonean a paso rápido yendo y viniendo como si fueran oficiales del ejército, sin dejar de mostrar su dentadura caballuna al decir cosas como «¡Hace un día genial!» y «¡Superguay!».
Por suerte salí de casa con tiempo suficiente para darme ese paseíto de quince minutos y llegar a tiempo al despacho de la hermana Toppingham. ¡Menuda fiera! Pappy dice que todo el mundo la llama Hermana Agatha, así que yo también lo haré… a sus espaldas, claro. Es más vieja que Matusalén y en un pasado remoto fue monja enfermera. Todavía usa el almidonado tocado egipcio con velo de las enfermeras cualificadas. Parece una pera, y hasta su forma de hablar me recuerda a una pera. «Terrriible, terrriible», dice. Tiene los ojos de un azul muy pálido, fríos como una mañana de invierno, y me miraron como si yo fuera sólo una mancha en la ventana.
– Señorita Purcell, comenzará en la sección de tórax. Al principio se le encargarán radiografías pulmonares más bien fáciles, ¿me comprende? Prefiero que todo el personal nuevo pase por un período de orientación con pocas complicaciones. Más adelante ya veremos qué puede hacer realmente, ¿de acuerdo? ¡Estupendo, estupendo!
¿Está loca? ¡Menudo desafío! «Tórax.» Ordenarles que se apoyen bien y que contengan la respiración. Cuando la Hermana Agatha dijo «Tórax» se refería a los pacientes de consultas externas, no a los internos de gravedad. Las que hacemos radiografías rutinarias de tórax somos tres, dos aprendizas experimentadas y yo. Pero los cuartos oscuros están muy solicitados y tenemos que apresurarnos con nuestras placas; de manera que cualquiera que se tome más de nueve minutos se expone a que lo apremien a grito pelado.
En esta sección trabajan sólo mujeres, lo cual me asombra. ¡Algo excepcional! Las técnicas en radiología perciben el mismo salario que sus colegas varones, así que los hombres se vuelcan en tropel a la radiología como especialidad médica. Sin embargo, en Ryde casi todos los empleados de esta sección eran varones. Supongo que la diferencia en Queens es que está la Hermana Agatha; por lo tanto, no puede ser tan mala.
Conocí a la auxiliar de enfermería en el deprimente lugar en el que cohabitan nuestros armarios y los cuartos de baño. A primera vista me cayó bien, mucho mejor que cualquiera de las técnicas a las que he conocido hoy. Mis dos aprendizas son buenas chicas, pero ambas estudian primero, así que me han parecido un poco aburridas. En cambio la auxiliar de enfermería, Papele Sutama, es de lo más interesante. El nombre es estrafalario, pero la persona que lo lleva también lo es. Tiene los ojos rasgados, con un aire decididamente chino, pensé en cuanto la vi. No japonés, porque sus piernas son demasiado rectas y torneadas. Más tarde me confirmó que era de ascendencia china. ¡Oh! ¡Es la chica más bonita que he visto en mi vida! Su boca parece una flor, sus pómulos están de muerte, y sus cejas son muy finas. La llaman Pappy, y el apodo le va que ni pintado. Es diminuta, no mide más de metro cincuenta y cinco, y muy delgada; pero no parece salida de Belsen, como esos casos de anorexia nerviosa que los psiquiatras me envían para que les hagamos radiografías rutinarias de tórax. ¿Por que diablos las adolescentes se matan de hambre? Pero, volviendo a Pappy, y a su piel sedosa, casi como de marfil.
Yo también le he caído bien, así que cuando supo que me había traído la fiambrera de casa, me invitó a comer con ella al aire libre, cerca de la morgue, que no queda muy lejos del Departamento de Radiología; eso sí, donde la Hermana Agatha no pudiera vernos desde su puesto de vigía. La Hermana Agatha no almuerza, está demasiado ocupada controlando sus dominios. Por supuesto, no disponemos de una hora entera, y menos los lunes, cuando además del trabajo normal hay que despachar todas las solicitudes acumuladas durante el fin de semana. De todas formas, en apenas media hora descubrimos muchas cosas la una de la otra.
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