Colleen McCullough - El caballo de César

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En el apogeo de su carrera, Julio César ha sometido a sus enemigos y ensanchado el imperio hasta los confines del mundo conocido. Concentra, pues, sus energías en el bienestar de Roma y en afianzar su poder, consciente de las envidias que suscita. Muchos de los que le rodean consideran sus atribuciones de dictador como una amenaza para la República. Entre ellos, el lujurioso Marco Antonio, el resentido Cayo Casio o el virtuoso Marco Bruto. Todos en deuda con César, al que odian en secreto. Sin heredero legítimo, César, cuyo único hijo es fruto de su unión con Cleopatra, verá en el joven Octavio a su posible sucesor.
McCullough finaliza su extraordinario ciclo narrativo sobre la Roma republicana con esta emocionante obra de intrigas, batallas, crímenes y amoríos.

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– Yo, vuestro rey, he sido destronado por un canalla romano y una puta traidora llamada Cleopatra.

La multitud se agitó, envolvió al rey Tolomeo y lo alzó sobre los anchos hombros de un individuo. Desde aquella posición eminente y a la vista de todos, Tolomeo instó a avanzar a su corcel con su cetro de marfil.

Llegó hasta la verja del Recinto Real, pero allí le impidió el paso César, ataviado con su toga de orla púrpura, su diadema de hojas de roble, la vara de su cargo apoyada en el antebrazo derecho, y flanqueado por doce lictores a cada lado. Con él estaba la reina Cleopatra, aún con su túnica de color canela apagado.

Poco acostumbrada a un adversario que le plantara cara, la muchedumbre se detuvo.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó César.

– Hemos venido a obligarte a salir de aquí y a matarte -dijo Tolomeo a voz en grito.

– Rey Tolomeo, rey Tolomeo, no podéis hacer lo uno y lo otro a la vez -contestó César razonablemente-. O me obligáis a salir o me matáis. Pero os aseguro que no hay necesidad ni de lo uno ni de lo otro. -Habiendo localizado a los cabecillas en las primeras filas, César se dirigió a ellos-. Si os han dicho que mis soldados ocupan vuestros graneros, os pido que visitéis los graneros y veréis con vuestros propios ojos que no hay allí ninguno de mis soldados, y que están llenos a rebosar. No es asunto mío exigir tributo sobre el precio del grano u otros alimentos en Alejandría; eso corresponde a vuestro rey, ya que vuestra reina estaba ausente. Así que si estáis pagando demasiado, el culpable es el rey Tolomeo, no César. César trajo su propio grano y sus provisiones a Alejandría; no ha tocado las vuestras -afirmó mintiendo descaradamente. Con una mano obligó a avanzar a Cleopatra, y luego le tendió la otra mano al pequeño rey-. Bajad de ahí, majestad, y colocaos donde corresponde a un soberano, de cara a sus súbditos, no entre ellos y a su merced. He oído decir que los ciudadanos de Alejandría pueden hacer pedazos a un rey, y eres tú el culpable de su difícil situación, no Roma. Vamos, ven conmigo.

Los remolinos propios de tan enorme aglomeración habían separado al rey de Teodoto, que no conseguía hacerse oír. Tolomeo permanecía sobre los hombros de su portador, sus rubias cejas unidas en una expresión ceñuda, y un temor muy real cada vez más evidente en la mirada. Pese a no ser inteligente, sí lo era lo suficiente para darse cuenta de que César, de algún modo, estaba ofreciendo una imagen de él poco halagüeña; que la voz clara y potente de César, cuyo griego tenía ahora un acento manifiestamente macedonio, azuzaba contra él a las primeras filas de la muchedumbre.

– ¡Bajadme! -ordenó el rey.

Ya en el suelo, se acercó a César y se volvió de cara hacia sus airados súbditos.

– Muy bien hecho -dijo César con tono afable-. Contemplad a vuestro rey y a vuestra reina. Tengo el testamento -del difunto rey, padre de estos muchachos, y estoy aquí para encargarme de que se cumplan sus deseos: que Egipto y Alejandría sean gobernados por la hija viva de mayor edad, la séptima Cleopatra, y su hijo varón de mayor edad, el decimotercer Tolomeo. Sus instrucciones son inequívocas. Cleopatra y Tolomeo Evergetes son sus legítimos herederos y deben gobernar conjuntamente como marido y mujer.

– ¡Matad a Cleopatra! -gritó Teodoto-. ¡La reina es Arsinoe!

Incluso esto lo aprovechó César en su propio beneficio.

– La princesa Arsinoe tiene un deber distinto -declaró-. Como dictador de Roma, estoy autorizado a devolver Chipre a Egipto, y así lo hago en este mismo momento. -Su voz rezumó solidaridad-. Soy consciente de la difícil situación en que se ha visto Alejandría desde que Marco Catón anexionó Chipre: perdisteis vuestra buena madera de cedro para la construcción, vuestras minas de cobre, una gran cantidad de alimentos a bajo precio. El Senado que decretó esa anexión ya no existe. Mi Senado no consiente esta injusticia. La princesa Arsinoe y el príncipe Tolomeo Filadelfo irán a Chipre a gobernar en calidad de sátrapas. Cleopatra y Tolomeo Evergetes gobernarán en Alejandría, Arsinoe y Tolomeo Filadelfo en Chipre.

La muchedumbre estaba aplacada, pero César no había acabado.

– Debo añadir, pueblo de Alejandría, que Chipre se os devuelve gracias a la reina Cleopatra. ¿Por qué creéis que ha estado ausente?

Porque viajó para reunirse conmigo y negociar la devolución de Chipre. Y lo ha conseguido. -Sonriente, avanzó unos pasos-. Y ahora ¿por qué no ovacionáis a vuestra reina?

Las palabras de César se transmitieron rápidamente a través de la multitud desde las primeras filas; como todo buen orador, utilizaba mensajes breves y sencillos cuando se dirigía a una gran masa de gente.

Así que la muchedumbre, satisfecha, prorrumpió en ensordecedores vítores.

– Todo eso está muy bien, César, pero no puedes negar que tus soldados están destruyendo nuestros templos y edificios públicos -gritó uno de los cabecillas.

– Sí, un gravísimo asunto -admitió César, extendiendo las manos-. Sin embargo, incluso los romanos deben protegerse, y frente a la Puerta de la Luna acampa un numeroso ejército bajo las órdenes del general Aquiles, que me ha declarado la guerra. Estoy preparándome para contener su ataque. Si queréis que se detenga la demolición, os propongo que acudáis al general Aquiles y le digáis que disperse sus tropas.

La muchedumbre se dio media vuelta como un pelotón de soldados haciendo instrucción; al cabo de un momento, desapareció, supuestamente para ver a Aquiles.

Abandonado, tembloroso, Teodoto miró al joven rey con lágrimas en los ojos y luego se acercó tímidamente para cogerle la mano y besársela.

– Muy inteligente, César -dijo Poteino desde las sombras con una mueca de desprecio.

César hizo una señal a sus lictores y se volvió para encaminarse hacia el palacio.

– Como te he dicho antes, Poteino, soy inteligente. ¿Puedo sugerirte que ceses en tus actividades subversivas entre la población de tu ciudad y vuelvas a ocuparte de la administración del Recinto Real y el erario público? Si te sorprendo propagando un falso rumor sobre mí y tu reina, te haré ejecutar a la manera romana: azotes y decapitación. Si propagas dos falsos rumores, sufrirás la muerte de un esclavo: la crucifixión. Tres falsos rumores, y será crucifixión sin piernas rotas.

En el vestíbulo del palacio, despidió a sus lictores, pero apoyó una mano en el hombro del rey Tolomeo.

– No más expediciones al ágora, muchacho. Ahora vete a tus aposentos. Por cierto, he hecho obstruir el túnel secreto en ambos extremos. -Con extrema frialdad, miró a Teodoto por encima de los alborotados rizos de Tolomeo-. Teodoto, te prohíbo todo contacto con el rey. Mañana te quiero fuera de aquí. Y te lo advierto: si intentas acceder al rey, correrás la suerte que le he descrito a Poteino.

Con un ligero empujón, el rey Tolomeo corrió a llorar a sus aposentos. A continuación César agarró a Cleopatra de la mano.

– Es hora de acostarse, querida. Buenas noches a todos.

Cleopatra sonrió y bajó las pestañas. Trebatio miró con asombro a Fabelio. ¿César y la reina? ¡Pero si ella no era su tipo en absoluto!

Hombre muy experimentado con las mujeres, César cumplió con toda facilidad ese curioso deber: el apareamiento ritual de dos dioses en interés de un país, teniendo en cuenta que, para colmo, la joven diosa era virgen. Tales circunstancias no resultaban propicias para provocar grandes pasiones o sentimientos. Como oriental, a ella le complacía que él llevara depilado todo el cuerpo, pero lo consideró prueba de su divinidad cuando para él era simplemente una manera de evitar los piojos; César era un fanático de la higiene. En ese sentido, ella estaba a la altura: depilada también, emanaba un olor natural dulce.

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