Colleen McCullough - El caballo de César

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En el apogeo de su carrera, Julio César ha sometido a sus enemigos y ensanchado el imperio hasta los confines del mundo conocido. Concentra, pues, sus energías en el bienestar de Roma y en afianzar su poder, consciente de las envidias que suscita. Muchos de los que le rodean consideran sus atribuciones de dictador como una amenaza para la República. Entre ellos, el lujurioso Marco Antonio, el resentido Cayo Casio o el virtuoso Marco Bruto. Todos en deuda con César, al que odian en secreto. Sin heredero legítimo, César, cuyo único hijo es fruto de su unión con Cleopatra, verá en el joven Octavio a su posible sucesor.
McCullough finaliza su extraordinario ciclo narrativo sobre la Roma republicana con esta emocionante obra de intrigas, batallas, crímenes y amoríos.

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Al décimo día de la estancia de César en Alejandría, un pequeño dhow del Nilo entró en el Gran Puerto entre las naves de la flota de Aquiles que estaban llegando y se abrió paso entre las torpes embarcaciones de transporte sin ser advertido. Finalmente amarró en el malecón del Puerto Real, donde un destacamento de la guardia lo observó acercarse con atención para asegurarse de que no lo abandonaba ningún nadador furtivo. Sólo dos hombres viajaban a borde del dhow , ambos sacerdotes egipcios, descalzos, con la cabeza afeitada, y vestidos con túnicas de hilo blanco que se ceñían bajo el pecho y se iban ensanchando hacia un dobladillo a la altura de la pantorrilla. Los dos eran mete-en-sa , sacerdotes corrientes sin autorización para llevar oro encima.

– Eh, ¿adónde creéis que vais? -preguntó el cabo de la guardia.

El sacerdote que iba en la proa bajó y se quedó con las manos unidas palma contra palma ante las ingles, en una postura de sumisión y humildad.

– Deseamos ver a César -dijo en griego con marcado acento.

– ¿Para qué?

– Traemos un regalo para él del u’eb .

– ¿Quién?

– Sem de Ptah, Neb-notru, wer-kherep-hemw , Seker-cha'bau,

Ptah-mose, Cha'em-uese -recitó el sacerdote con voz monótona.

– No me has sacado de dudas, sacerdote, y estoy perdiendo la paciencia.

– Traemos un regalo para César del u’eb , el sumo sacerdote de Ptah en Menfis. Antes te he dicho su nombre completo.

– ¿Cuál es ese regalo?

– Aquí está -dijo el sacerdote, volviendo a subir al velero seguido de cerca por el cabo.

En el fondo de la quilla había una estera enrollada, un objeto vulgar para un alejandrino macedonio, con sus estridentes colores y dibujo angular. Era posible comprarlas mejores en el más mísero mercado de Rhakotis. Y probablemente estaba infestada de bichos.

– ¿Vais a regalarle eso a César?

– Sí, ¡oh personaje real!

El cabo desenvainó la espada y la hincó con tiento en la estera.

– Yo no lo haría -dijo el sacerdote.

– ¿Por qué no?

El sacerdote fijó su mirada en la del cabo y luego hizo un movimiento con la cabeza y el cuello que indujo al hombre a retroceder aterrorizado. De pronto no tenía ante sí a un sacerdote egipcio, sino la cabeza y el sombrerete de una cobra.

El sacerdote siseó y sacó una lengua viperina. El cabo, pálido, saltó al embarcadero. Tragando saliva, recuperó el habla: -¿No le gusta César a Ptah?

– Ptah creó a Serapis, como a todos los dioses, pero considera a Júpiter óptimo Máximo una afrenta para Egipto -explicó el sacerdote.

El cabo sonrió; ante sus ojos danzó una bonita recompensa por parte de Poteino.

– Llevad vuestro regalo a César -dijo-, y que Ptah realice sus propósitos. Andad con cuidado.

– Así lo haremos, personaje real.

Los dos sacerdotes se inclinaron, levantaron el cilindro ligeramente flexible situándose uno a cada extremo, y lo izaron con facilidad al embarcadero.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó el sacerdote.

– Seguid ese camino a través de la rosaleda. Es el primer palacio a la izquierda después del pequeño obelisco.

Y hacia allí se dirigieron al trote, con la estera suspendida entre ambos. Un objeto ligero.

Ahora, pensó el cabo, sólo tengo que esperar a que nuestro indeseado invitado muera a causa de la mordedura de la serpiente. Después seré recompensado.

El regordete gastrónomo Cayo Trebatio Testa entró contoneándose con el entrecejo fruncido; de más estaba decir que optaría por servir junto al César en aquella guerra civil, pese al hecho de que su patrono oficial era Marco Tulio Cicerón. No sabía bien por qué había decidido viajar a Alejandría, salvo por el hecho de que siempre andaba en busca de nuevos placeres para el paladar. Pero en Alejandría no había encontrado ninguno.

– César -anunció-, ha llegado para ti un peculiar objeto desde Menfis, del sumo sacerdote de Ptah. ¡No es una carta!

– ¡Qué intrigante! -comentó César, apartando la vista de sus papeles-. ¿Ha llegado el objeto en buen estado? ¿No lo han estropeado?

– Dudo que alguna vez se haya encontrado en buen estado -dijo Trebatio con un mohín de desaprobación-. Una estera roñosa. No es una alfombra.

– Tráela exactamente como ha llegado.

– Tendrán que ser tus lictores, César. Los esclavos del palacio, al ver a los portadores, han palidecido más que un germano del Quersoneso Címbrico.

– Tú tráemela, Trebatio.

Dos jóvenes lictores la acarrearon, la depositaron en el suelo y miraron a César, que tenía una expresión un tanto amenazadora.

– Gracias, podéis marcharos.

Manlio se removió inquieto.

– César, ¿podemos quedarnos? Esto ha llegado bajo la custodia de dos de los individuos más extraños que hemos visto. Nada más dejar el paquete, se han marchado como si les persiguieran las Furias. Fabio y Cornelio querían abrirlo, pero Cayo Trebatio se ha opuesto.

– Excelente, ahora marchaos, Manlio. Fuera, fuera.

Al quedarse solo con la estera, César, sonriente, la rodeó y luego se arrodilló y echó un vistazo por un extremo de la alfombra enrollada.

– ¿Puedes respirar ahí dentro? -preguntó.

Desde el interior alguien habló, aunque de manera ininteligible. Entonces César advirtió que ambos extremos de la estera habían sido obturados con una tira de mimbre para que el grosor fuera uniforme de una punta a la otra. ¡Qué ingenioso! Extrajo el relleno, y desenrolló el regalo de Ptah con gran delicadeza.

No era extraño que aquella fémina pudiera esconderse en una estera. Era una menudencia. ¿Dónde estaba la robustez heredada de Mitrídates?, se preguntó César, yendo a sentarse en una silla a fin de examinarla. No medía ni cinco pies romanos, y con suerte pesaba un talento y medio, cuarenta kilos si calzaba sandalias de plomo.

César no tenía por costumbre malgastar su precioso tiempo imaginándose qué aspecto tendrían unas personas desconocidas, ni siquiera cuando dichas personas eran del rango de aquélla. Pero desde luego no esperaba encontrarse a una criatura pequeña y delgada sin el menor aire de majestad. Tampoco a ella le preocupaba su apariencia, descubrió César con asombro, pues se puso en pie como un mono y ni una sola vez miró alrededor en busca de un objeto de metal bruñido que usar como espejo. ¡Vaya!, me gusta, pensó. Me recuerda a mi madre, con esa misma actitud práctica y briosa. Sin embargo su madre había sido considerada la mujer más hermosa de Roma, mientras que nadie juzgaría hermosa a Cleopatra desde ningún punto de vista.

No tenía pecho ni caderas; era recta de arriba abajo, los brazos como palos unidos a los rectos hombros, un cuello largo y descarnado, y una cabeza que recordaba a la de Cicerón, demasiado grande para aquel cuerpo. Su rostro era realmente feo, ya que tenía la nariz tan grande y aguileña que atraía toda la atención. En comparación, el resto de sus facciones eran bastante agradables: una boca carnosa pero no demasiado, pómulos atractivos, una cara ovalada con un mentón firme. Sólo los ojos eran hermosos, muy grandes y separados, con oscuras pestañas bajo oscuras cejas, y los iris del mismo color que los de un león, amarillo dorado. ¿Dónde he visto yo ojos de ese color? Entre los vástagos de Mitrídates el Grande, desde luego. Bueno, es su nieta, pero no es una Mitrídates en nada excepto en los ojos; son gente alta y grande con nariz germánica y pelo pajizo. El cabello de Cleopatra era de color castaño claro y poco espeso, separado en retorcidos mechones desde lo alto de la cabeza hasta la nuca, como la cáscara de un melón, y recogido detrás en un apretado moño. Una piel preciosa, aceitunada y tan trasparente que debajo se veían las venas. La cinta blanca de la diadema le rodeaba la cabeza bajo el nacimiento' del pelo; era el único indicio de su realeza, ya que el sencillo vestido griego era de un tono canela apagado, y no llevaba joyas.

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