Alexander Kinross aparecía a menudo en sus conversaciones. Lamentablemente, la señora Halliday no lo conocía ni tenía la menor idea de quién era.
– Hace cuatro años que me marché de Sydney, tal vez él haya llegado después. Además, si es un hombre soltero y no se codea con la gente de la alta sociedad, sólo sus colegas reconocerían su nombre. Pero estoy segura -continuó la señora Halliday con amabilidad- de que es un hombre irreprochable. De no ser así, ¿por qué pediría a una prima en matrimonio? Los sinvergüenzas, querida mía, no suelen casarse. Sobre todo si viven en los yacimientos de oro. -Apretó los labios y agregó en tono despreciativo-: Los yacimientos de oro son antros de iniquidad en los que abundan mujeres de dudosa reputación. -Tosió delicadamente-. Supongo, Elizabeth, que conocerás los deberes matrimoniales.
– Oh, sí -respondió Elizabeth reposadamente-. Mi cuñada Mary me dijo lo que debo esperar.
Cuando el Aurora entró en Puerto Jackson fue remolcado por un vapor; acosado por la presencia de un práctico que él detestaba, el capitán Marcus estaba tan absorto que no advirtió que la señora Halliday había liberado a Elizabeth de su encierro, y la había llevado hasta la cubierta para mostrarle con orgullo de propietaria el espectáculo de lo que la buena mujer llamaba «el puerto más grandioso del mundo».
Sí, Elizabeth supuso que era grandioso, pero su mirada estaba fija en los enormes acantilados de color anaranjado coronados por espesos bosques gris azulados. Bahías arenosas, suaves pendientes, pruebas cada vez más claras de que aquellas tierras estaban habitadas. Los árboles, altos y espigados, habían sido reemplazados por hileras y más hileras de casas, aunque en algunas playas se los podía ver en torno a lo que eran sin duda majestuosas mansiones. La señora Halliday iba desgranando los nombres de sus propietarios, a los que agregaba escuetos comentarios que iban desde la difamación hasta la condena lisa y llana. Pero el aire estaba cargado de humedad, el sol era insoportablemente fuerte, y toda la belleza de este puerto grandioso estaba impregnada de un terrible hedor. El agua, advirtió Elizabeth, era de color marrón sucio y estaba llena de detritos.
– Marzo no es un buen mes para llegar a Australia -dijo la señora Halliday, acodándose en la barandilla-. Siempre húmedo. Nos pasamos febrero y marzo rogando que venga el viento del sur, que lo refresca todo. ¿Te molesta el olor, Elizabeth?
– Mucho -replicó Elizabeth, repentinamente pálida.
– Son las aguas residuales -explicó la señora Halliday-. Hay algo más de ciento setenta mil habitantes, y todo viene a parar al puerto, que para el caso no es mucho mejor que un pequeño pozo negro. Creo que se proponen hacer algo al respecto, pero cuándo es algo que habrá que adivinar, como dice mi hijo Benjamin. Él está en el ayuntamiento. El agua también es un problema. La época en que costaba un chelín el cubo ya pasó, pero todavía es cara. Sólo la gente muy rica tiene instalado un sistema que se la facilita -dijo con un bufido-. ¡El señor John Robertson y el señor Henry Parkes no tienen ese problema!
El capitán Marcus se acercó a ellas, furioso.
– ¡A su camarote, señorita Drummond! ¡Ahora mismo! -bramó.
Y allí permaneció Elizabeth mientras el Aurora era remolcado hasta su amarradero; lo único que alcanzaba a ver por el portillo eran palos de embarcaciones, lo único que oía eran gritos a voz en cuello o bien el traqueteo de algún motor.
Cuando oyó que golpeaban a la puerta -le parecía que hacía varias horas que estaba allí encerrada-, se incorporó de un salto de la litera para ir a abrir, con el corazón palpitándole aceleradamente. Pero no era sino Perkins, el camarero que atendía a los pasajeros.
– Sus baúles ya están en tierra, señorita, ahora le toca a usted desembarcar.
– ¿Y la señora Halliday? -preguntó ella, yendo tras él en medio de un caos de cabrestantes que bajaban toda clase de cajas dispuestas en cestas de soga, hombres rubicundos en ropas de trabajo, marineros que hacían sonar sus silbatos y vociferaban a más no poder.
– Oh, ella desembarcó hace un buen rato. Me pidió que le diera esto. -Perkins rebuscó en el bolsillo de su chaleco y luego le tendió una pequeña tarjeta-. Si la necesita, puede encontrarla allí.
¿En la planchada, o tal vez sobre las sucias tablas del muelle, mezclados con las altas pilas de cajas y maletas? ¿Dónde estaban sus baúles?
Por fin los encontró en un rincón relativamente apacible: estaban contra la pared de un ruinoso cobertizo. Elizabeth se sentó en uno de ellos, puso la bolsa en su regazo y entrecruzó las manos sobre ella.
¿Adonde ir? ¿Qué hacer? Pensando que si Alexander Kinross veía la tartana típica de los Drummond la reconocería enseguida, se había puesto uno de los vestidos que ella misma había cosido, pero aquél no era el clima apropiado para la sarga; en realidad, pensó, aturdida por el intenso calor, poco de lo que traía en sus baúles era apropiado para ese clima. El sudor le bañaba la cara, se deslizaba por detrás de su cuello desde el pelo, recogido dentro de una gorra que hacía juego con el vestido, y penetraba hasta sus bragas de percal empapando también la tartana.
Y, a pesar de todo, fue ella quien lo reconoció a él en un santiamén, gracias a la señorita MacTavish. Estaba mirando hacia un estrecho sendero que se había formado entre las filas de bultos recién desembarcados, y de pronto vio a un hombre que caminaba como si se llevara el mundo por delante. Alto y más bien esbelto, vestía ropas que ella no podía reconocer, acostumbrada como estaba a los hombres que usaban pantalones de franela y gorras, o kilts, o trajes oscuros sobre camisas de cuello duro y almidonado y rígidos sombreros. En cambio él llevaba puestos un pantalón liviano hecho con una piel de color gamuza, una camisa sin almidonar con un pañuelo al cuello, una chaqueta abierta de la misma tela que el pantalón y de cuyas mangas colgaban largos flecos, y un sombrero de gamuza nada rígido de copa baja y alas anchas. Bajo el sombrero, un rostro delgado y muy bronceado; su pelo negro salpicado de canas caía en rizos sobre sus hombros, y su barba negra y su bigote, más grises que su pelo, estaban cuidadosamente recortados; parecía un calco exacto de la barba de Satanás.
Ella se incorporó, y en ese momento él advirtió su presencia.
– ¿Elizabeth? -preguntó, tendiéndole la mano.
Ella no se la estrechó.
– Así que sabes que no soy Jean…
– ¿Por qué habría de pensar que eres Jean si obviamente no lo eres?
– Pero tú… Tú escribiste pidiendo a… a Jean -titubeó ella sin atreverse a mirarlo a la cara.
– Y tu padre me respondió ofreciéndote en lugar de ella. Eso no tiene ninguna importancia -dijo Alexander Kinross, volviéndose para llamar a un hombre que venía tras él-. Carga sus baúles en el carro, Summers. Yo la llevaré a ella al hotel en un coche de punto. -Y luego, dirigiéndose a Elizabeth-: Te habría encontrado antes si no hubiera sido porque dio la casualidad de que mi dinamita venía en tu barco. Tuve que hacerla descargar y conseguir que la estibaran en un lugar seguro antes de que algún bribón emprendedor le echara el guante. Ven.
La tomó del brazo y la guió por el pasillo hasta que llegaron a lo que parecía una calle amplia en extremo, una mezcla de almacén y vía pública abarrotada de mercancías en la que una multitud de hombres acribillaban con sus picos el adoquinado de madera.
– Van a extender el ferrocarril hasta los muelles -explicó Alexander Kinross mientras la ayudaba a subir a uno de los varios coches de punto que merodeaban por allí. Un momento después, ya sentado a su lado, agregó-: Estás ardiendo. No me extraña, con esas ropas…
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