El Aurora, que era un barco de cuatro palos con dobles gavias, enjarciado en ángulo recto en su palo de trinquete y su palo mayor, y con aparejo de velas áuricas en sus mesanas, completaba las diez mil quinientas millas náuticas hasta Sydney en dos meses y medio, y hacía una sola escala, en Ciudad del Cabo. Desde allí descendía el Atlántico, y después cruzaba el Índico para terminar internándose en el Pacífico. Su carga incluía varios cientos de retretes inodoros de cerámica con sus respectivos depósitos de agua, dos birlochos, costosos juegos de dormitorio de nogal, telas de algodón y de lana, piezas de delicado encaje francés, cajas de libros y revistas, botes de mermelada inglesa, latas de melaza, cuatro motores de vapor Matthew Boulton & Watt, una remesa de tiradores de bronce para puertas, y, en su cámara blindada, una buena cantidad de enormes cajas rotuladas con la calavera y las tibias cruzadas. Cuando regresara a Inglaterra, llevaría miles de sacos de trigo, y en la cámara blindada las cajas rotuladas con la calavera y las tibias serían reemplazadas por lingotes de oro.
Contra la voluntad de su capitán, un misógino acérrimo, el Aurora llevaba una docena de pasajeros de ambos sexos que gozaba de una cierta comodidad a pesar de que la nave no contaba con camarotes privados y la cocina ofrecía platos de lo más simples: mucho pan recién horneado, mantequilla salada conservada en recipientes de madera cerrados herméticamente, carne vacuna cocida con patatas, y budines harinosos bañados con mermelada o melaza.
Elizabeth por fin logró mantener el equilibrio sin marearse cuando el barco estaba a mitad de travesía hasta el golfo de Vizcaya, pero la señora Watson no, así que la joven tuvo que dedicarse todo el tiempo a atenderla. No era una tarea desagradable, pues la señora Watson era una persona bondadosa que parecía demasiado agobiada por sus muchos sufrimientos. Compartían los tres un camarote que, por suerte, contaba con una portilla y un pequeño cubículo independiente destinado a una criada; el Aurora todavía no había entrado en el canal de la Mancha cuando el señor Watson anunció que había decidido dormir en el salón de pasajeros para que las dos mujeres pudieran disfrutar de un poco más de intimidad. En un primer momento Elizabeth se preguntó por qué esta noticia había afligido tanto a la señora Watson, pero después se dio cuenta de que la pobreza de los Watson, en gran parte, era el resultado de la inclinación del señor Watson por las bebidas fuertes.
¡Oh, qué frío hacía! El clima invernal no se disipó definitivamente hasta que hubieron dejado atrás las islas Cabo Verde, y para entonces la señora Watson sufría constantes accesos de tos. En Ciudad del Cabo, a su marido, asustado, se le pasó la borrachera y tuvo la presencia de ánimo suficiente para pedir un médico, que después de auscultarla adoptó una expresión seria y meneó la cabeza.
– Si usted quiere que su esposa viva, señor, sugiero que se la desembarque y suspendan el viaje aquí mismo -dijo.
Pero ¿qué hacer con Elizabeth?
Entonado por una generosa copa de ginebra, el señor Watson no se detuvo a hacerse esta pregunta, y la señora Watson, aletargada, no podía hacérsela. Media hora después de que el médico se marchara los Watson ya habían desembarcado con todas sus pertenencias. Elizabeth tendría que arreglárselas sola.
Si el capitán Marcus hubiera podido imponer su voluntad, Elizabeth habría corrido la misma suerte que ellos, pero hubo de tener en cuenta a una de las otras tres pasajeras, quien solicitó una reunión con las dos parejas casadas, los tres caballeros solteros sobrios y él mismo.
– La muchacha también deberá desembarcar -dijo el capitán del Aurora, inflexible.
– ¡Oh! ¡Vamos, capitán! -replicó la señora Augusta Halliday-. Desembarcar a una niña de dieciséis años en un lugar desconocido para ella y sin nadie que la proteja, porque los Watson no son custodios de fiar, es un verdadero exceso. Si lo hace, señor, informaré a sus patrones, al gremio de los capitanes de barco, y a todas las demás autoridades que se me ocurra. La señorita Drummond se queda.
Las palabras de la señora Halliday, pronunciadas con furia y en un tono marcial, fueron coronadas por un murmullo de aprobación de los otros pasajeros, de modo que el capitán Marcus comprendió que llevaba las de perder.
– Si la muchacha se queda -dijo entre dientes- no permitiré que haya el menor contacto entre ella y mi tripulación. Tampoco autorizaré ningún contacto con los pasajeros varones, sean casados o solteros, estén ebrios o sobrios. Permanecerá encerrada en su camarote y también comerá allí.
– ¿Como si estuviera prisionera? -preguntó la señora Halliday-. ¡Eso es vergonzoso! La joven debe tomar el aire y hacer ejercicio.
– Si quiere tomar el aire puede abrir la portilla, y si quiere hacer ejercicio puede pegar botes en su camarote todo el tiempo que quiera, señora. Soy el capitán de este buque, y aquí mi palabra es ley. No permitiré que haya prostitución a bordo del Aurora .
De modo que Elizabeth pasó las cinco últimas semanas de aquel viaje interminablemente largo encerrada en su camarote, entretenida con los libros y revistas que la señora Halliday le llevó después de una precipitada excursión hasta la única librería inglesa que había en Ciudad del Cabo.
La única concesión que aceptó hacer el capitán Marcus fue autorizar a Elizabeth a dar un paseo por la cubierta todos los días después de que oscureciera, acompañada por la señora Halliday, pero en esas ocasiones nunca dejaba de seguirlas a cierta distancia mientras ladraba a los marineros que pasaban cerca de ellas.
– Como un perro guardián -decía Elizabeth riendo entre dientes.
Después de que los Watson abandonaron el barco había recuperado el buen humor, a pesar del encierro; eso lo entendía, porque conociendo a su padre y al doctor Murray sabía que habrían estado totalmente de acuerdo con la decisión del capitán. Y se sentía dichosa de tener sus propios dominios; aquel camarote era más grande que la minúscula habitación de su casa, en la que tenía prohibido entrar hasta que llegara la hora de irse a dormir. Si se ponía de puntillas y se asomaba por la portilla podía ver el océano, una inmensidad ondulante que se extendía hasta el infinito, y durante los paseos nocturnos por la cubierta podía oír sus bramidos, y cómo retumbaba cuando la proa del Aurora lo surcaba.
La señora Halliday, según pudo saber, era la viuda de un colono que había amasado una modesta fortuna en Sydney gracias a su tienda de artículos de mercería que abastecía a lo mejor de la sociedad. Ya fuesen cintas o botones, cordones para corsés o aplicaciones de barbas de ballena, medias o guantes, la alta sociedad de Sydney compraba lo que necesitara en la mercería Halliday.
– Después de la muerte de Walter, no pude esperar más y regresé a Inglaterra -dijo la señora Halliday a Elizabeth, y suspiró-. Sin embargo las cosas no salieron como yo esperaba. Es extraño, pero lo que había soñado durante tantos años resultó no ser más que una invención de mi imaginación. Me he convertido, aunque no lo sabía, en una australiana. Wolverhampton estaba llena de escombreras y chimeneas. Y, ¿puedes creerlo?, me resultaba difícil entender lo que la gente decía. Echaba de menos a mis hijos, a mis nietos, y el espacio. Tendemos a pensar que, así como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, lo mismo hizo Inglaterra con Australia. Pero no es así. Australia es una tierra extranjera.
– ¿El nombre no es Nueva Gales del Sur? -preguntó Elizabeth.
– Estrictamente hablando, sí. Pero hace ya mucho tiempo que el continente lleva el nombre de Australia, y sean de Victoria, de Nueva Gales del Sur, de Queensland o de alguna otra colonia, todos se consideran australianos. Mis hijos también, por cierto.
Читать дальше