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Colleen McCullough: El Desafío

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Colleen McCullough El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras. Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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La fábrica de tejidos de lana, los dos molinos de harina y la fábrica de cerveza escupían incesantemente su humo negro: ninguno de los propietarios de aquellos establecimientos estaba dispuesto a permitir que sus calderas se apagaran sólo porque fuese domingo; les resultaba más barato que volver a ponerlas en marcha los lunes. En la zona sur del condado había carbón suficiente para que estas modestas industrias locales pudieran funcionar, y gracias a ellas James Drummond no se había visto obligado a abandonar su tierra natal para buscar trabajo y medios de vida o, en el peor de los casos, procurar a su familia una mera subsistencia, como les había sucedido a tantos otros escoceses que por entonces se hacinaban en la miseria pestilente de esos suburbios que proliferaban en las grandes ciudades. Al igual que su hermano mayor, Duncan, que era el padre de Alexander, James había trabajado toda su vida -y ya contaba cincuenta y cinco años- en la fábrica de tejidos de lana, produciendo metros y metros de aquel paño a cuadros típico del país que después comprarían los sassenachs -como los escoceses llamaban despectivamente a los ingleses-, sobre todo después de que la Reina pusiera de moda el tartán.

Los fuertes vientos escoceses disipaban el humo de las chimeneas del mismo modo que la mano del artista difumina el carboncillo sobre el papel, y limpiaban la bóveda celeste que parecía extenderse casi hasta el infinito. A lo lejos, pobladas de brezos otoñales que les daban un tinte uniformemente morado, se alzaban las Ochils y las Lomonds, elevadas y agrestes montañas en cuyas laderas las deterioradas puertas de las pequeñas casas de los colonos parecían oscilar en medio de la nada, una zona que pronto los terratenientes ausentes invadirían para dedicarse a cazar ciervos y pescar en sus lagos. Algo que no preocupaba en lo más mínimo al condado de Kinross, una fértil llanura densamente poblada de ganado vacuno, equino y ovino. El ganado vacuno estaba destinado a convertirse en la mejor carne asada de Londres, los equinos eran yeguas de cría que les permitían contar con caballos de silla y de tiro, y los ovinos producían lana para la fábrica de tartanes y cordero para las cocinas de la región. También había algunos cultivos, pues la tierra, antes musgosa, había sido exhaustivamente drenada cincuenta años atrás.

Frente a la ciudad de Kinross se extendía el lago Leven, una de esas amplias y agitadas lagunas de un azul acerado tan características de Escocia, alimentado por translúcidas corrientes cargadas de turba ambarina. Elizabeth se encontraba en la orilla, a unos pocos metros de la casa (sabía muy bien que no debía desaparecer de la vista de su padre), y miraba hacia las verdes llanuras que separaban el lago del estuario del Forth. A veces, si el viento soplaba del este, le llegaba el olor a peces que subía desde las frías profundidades del mar del Norte, pero ese día el viento soplaba desde más allá de las montañas, y traía un penetrante olor a hojas enmohecidas. En la isla del lago Leven se alzaba un castillo, aquel en el que Mary, reina de los escoceses, había estado prisionera durante casi un año. ¿Qué habría sentido, sabiendo que era al mismo tiempo soberana y cautiva? Una mujer que había tratado de gobernar una tierra de hombres feroces y sin pelos en la lengua… Pero además había tratado de volver a imponer la fe católica romana, y a Elizabeth Drummond la habían educado con demasiado esmero como presbiteriana para pensar bien de ella por eso.

Iré a un lugar llamado Nueva Gales del Sur a casarme con un hombre que no conozco, pensó. Un hombre que pidió en matrimonio a mi hermana, no a mí. Estoy atrapada en una telaraña urdida por mi padre. ¿Qué pasará si, cuando llego, no le gusto al tal Alexander Kinross? Seguramente, si es un hombre honorable, me enviará de vuelta a casa. Y debe de ser honorable, de lo contrario no habría pedido en matrimonio a una Drummond. Pero yo he leído que en esas toscas colonias, tan alejadas además de la madre patria, escasean las esposas adecuadas, así que supongo que él se casará conmigo. Dios del cielo, haz que me guste! ¡Haz que yo le guste a él!

Elizabeth había asistido durante dos años a la escuela del doctor Murray, tiempo suficiente para aprender a leer y escribir y, aunque no sin esfuerzo, leía bastante bien; escribir le resultaba más difícil porque James pensaba que era un derroche gastar dinero en papel para una muchacha tonta que no sabría cómo aprovecharlo. Pero mientras mantuviera la casa impecablemente limpia, cocinara las comidas que a su padre le gustaban, no gastara dinero ni se codeara con otras muchachas igualmente tontas, Elizabeth tenía libertad para leer los libros que consiguiera. Podía recurrir a dos fuentes distintas: la biblioteca de la casa del pastor, el doctor Murray, y las respetables y anodinas novelas que circulaban entre la grey femenina de su nutrida congregación. No era sorprendente, pues, que la joven supiese más de teología que de geología, y más de ceremonias que de idilios.

Que pudiera estar destinada al matrimonio era algo que nunca se le había ocurrido, aunque empezaba a tener edad suficiente para preguntarse acerca de sus placeres y sus riesgos, y para observar con interés y curiosidad las uniones que habían formado sus hermanos mayores. Alastair y Mary, tan diferentes el uno del otro, se pasaban todo el tiempo discutiendo y, sin embargo, ella sentía que había entre ellos una profunda comunión. A Robert y a Bella los unía a la perfección la tacañería. Angus y su nerviosa Ophelia parecían decididos a destruirse mutuamente. Catherine y su Robert vivían en Kirkaldy porque él era pescador. También estaban Mary y su James, Anne y su Angus, Margaret y William… Y Jean, la mayor de todos los hermanos, la belleza de la familia, que a los dieciocho años se había casado con un Montgomery, un partido envidiable para una muchacha de sangre bastante buena pero que carecía de dote. Su esposo se la había llevado a vivir a una mansión en la calle Princes, en Edimburgo; desde entonces Jean ya no volvió a pisar Kinross y los Drummond no volvieron a verla nunca más.

– Está avergonzada de nosotros -decía James con desprecio.

– Muy astuta -decía Alastair, que la había amado y le era fiel.

– Muy egoísta -decía Mary desdeñosamente.

Muy sola, pensaba Elizabeth, que únicamente recordaba de manera vaga a Jean. Pero si la soledad era algo demasiado difícil de soportar para Jean, su familia estaba apenas a unos ochenta kilómetros de su casa. En cambio yo, se dijo Elizabeth, nunca podré venir a ver a mi familia, y son lo único que conozco.

Tras la boda de Margaret, se decidió que Elizabeth, la más joven de los hijos vivos de James, se quedaría soltera al menos hasta que su padre muriera, algo que según la leyenda familiar no ocurriría sino muchos años después; era resistente como las botas viejas y duro como la roca de Ben Lomond. Pero ahora todo había cambiado gracias a Alexander Kinross y sus mil libras. Alastair, el orgullo y la alegría de James después de la muerte del hijo mayor que llevaba su mismo nombre, se impondría a Mary y ambos y sus siete hijos se irían a vivir a la casa del padre de ella. Una casa que, con el tiempo, por otra parte, sería para él, porque se había sabido ganar su lugar en el corazón de James cuando lo sucedió como oficial en los telares de la fábrica de lana. Pero Mary, ¡pobre Mary! ¡Cómo iba a sufrir! Padre la consideraba una manirrota, que compraba zapatos a sus hijos para que los usaran los domingos y servía mermelada en el desayuno y en la cena. En cuanto se mudaran a la casa de James sus hijos usarían botas y la mermelada aparecería en la mesa sólo para la cena dominical.

El viento comenzó a soplar con fuerza; Elizabeth se estremeció, más por miedo que por el repentino fresco. ¿Qué había dicho Padre de Alexander Kinross? «Un calderero haragán que vivía en los suburbios de Glasgow.» ¿Que quiso decir con «haragán»? ¿Que Alexander Kinross no se preocupaba demasiado por nada? Y si era haragán, ¿estaría esperándola tras el viaje cuando ella llegara a su destino?

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