– Anna -dijo satisfecha-. Sí, Anna me gusta. -Se llevó la mano a la mejilla-. Creo que tendremos que conseguir otra nodriza. Me parece que otra vez no tengo leche.
– Creo que la señora Summers ya ha encontrado a alguien -respondió Alexander, liberando suavemente su mano; la de Elizabeth parecía la garra de un buitre-. Es una mujer irlandesa llamada Biddy Kelly. Su hijo murió de difteria anteayer y ella dijo a la señora Summers que estaba dispuesta a amamantar a nuestra hija si todavía le quedaba leche. Nuestra Anna llegó antes de lo previsto, así que todavía tendrá. ¿La contrato, Elizabeth, o prefieres que pida a Sung que nos consiga una nodriza china?
– No, Biddy Kelly me parece perfecta.
La única que no estuvo muy de acuerdo fue Ruby. Maggie Summers se las había ingeniado para meterse en medio otra vez. Sin duda, esta Biddy Kelly era una de sus amigas de la iglesia católica que chismorrearía todo lo que escuchara. Una fisgona metida en la casa durante por lo menos seis meses. Muchas tazas de té en la cocina, muchos secretos compartidos. Pronto los habitantes de Kinross sabrían lo que aún ignoraban.
Revelaciones
Con la llegada de Anna, Jade, que había rogado en vano que la dejaran ser la niñera antes de que naciera Nell, pudo realizar su más ardiente deseo. Biddy Kelly cumplió con su deber y amamantó a Anna eficientemente hasta que el bebé cumplió siete meses, cuando empezó a alimentarse con leche de vaca sin mostrar reacciones adversas. Tal vez fuera una desilusión para la señora Summers, que perdió a su amiga, pero para Jade y para Ruby fue un alivio. A Ruby le agradaba ver que el ama de llaves se había quedado sin su principal fuente de informaron acerca de lo que pasaba en el piso de arriba. Sin embargo, las emociones de Ruby no eran comparables a las de Jade. Ahora, Anna era toda suya.
Elizabeth se recuperó lentamente pero sin recaídas. Para cuando su hija cumplió seis meses, ya podía llevar a cabo todas las cosas que una joven de su edad hacía. Retomó las lecciones de piano, bajaba a Kinross, y Alexander le había conseguido un hombre de confianza que le enseñaba equitación y a manejar un elegante coche tirado por los ponis pisadores color crema. También tenía una yegua árabe blanca con las crines y la cola sueltas que se llamaba Crystal. Le apasionaba acicalar a la bestia hasta que la piel parecía de satén. Como pasaba largas horas en los establos atendiendo a Crystal, no se ocupaba en lo más mínimo de Anna. Gran parte de su desinterés por el cuidado de la niña se debía a que Jade era muy posesiva. Era claro que Jade consideraba a la mamá de Anna como su rival. De todos modos, Elizabeth era lo suficientemente honesta para admitir que la situación que se había planteado en la habitación de la pequeña no le desagradaba en lo más mínimo.
Alexander había hecho excavar una calle pavimentada para llegar hasta Kinross; aunque tenía muchos recodos y se cortaba ocho o nueve kilómetros antes de llegar al pueblo, permitía a Elizabeth prescindir del teleférico. Para utilizarlo, tenía que pedir a Summers o a alguno de sus malhumorados lacayos que trajeran el teleférico desde las torres de perforación hasta la casa, mientras que, de esta manera podía bajar montando a Crystal o pedir el carro en el establo, que no estaba bajo las órdenes de Summers. ¡Eso era estupendo! De hecho, la vida de Elizabeth se había abierto de repente, especialmente porque su propio cuerpo la había liberado de todo, excepto de la relación distante con su marido.
Cuando Ruby, que había sido designada como portadora de la noticia, le había informado de que sir Edward Wyler y su esposa no creían conveniente que volviera a tener relaciones sexuales con su marido, Elizabeth tuvo que reprimir su alegría y mantener los ojos cerrados. Ruby parecía convencida de que echaría de menos el acto sexual, pero ella estaba segura de que no sería así.
Cabalgar era su escape preferido, porque cuando montaba la yegua no tenía que atenerse al camino, y podía entrar y salir del bosque cuando la maleza no se lo impedía. Además, eso le permitía descubrir rincones y cañadas que la deslumbraban por su belleza. Se pasaba horas sentada en algún asiento natural de piedra mirando desfilar millones de criaturas, desde pájaros lira hasta wallabis e insectos increíbles. O si no, se llevaba un libro y se ponía a leer sin temor a ser molestada, levantando de tanto en tanto la vista y soñando cómo sería la verdadera libertad, el tipo ele existencia que, seguramente, estos maravillosos pájaros, animales e insectos consideraban un derecho.
Así descubrió La Laguna. La encontró subiendo un largo trecho por el río un día que trataba obstinadamente de convencer a Crystal de que caminara por el lecho del arroyuelo cuando las orillas no permitían el acceso. Un intento más desesperado que lo habitual por liberarse de todas sus obligaciones. Desde que encontró La Laguna, no iba a ningún otro lugar cuando cabalgaba.
Estaba situada sobre una pequeña cuenca que le daba una considerable profundidad. El agua provenía de una cascada que bañaba grandes peñascos entre los helechos culantrillos y un tipo de espesos y largos musgos que en Escocia no existían. Era tan cristalina que se podían ver todas las piedras que estaban en el fondo. Había pececillos y diminutas gambas, transparentes como el más fino cristal, cuyos corazones rojos del tamaño de la cabeza de un alfiler latían frenética mente. Aunque los árboles la cobijaban, cerca del medio día los rayo del sol bajaban danzando con las partículas de polvo que tocaban la superficie de La Laguna y la convertían en puro oro líquido. Todo tipo de seres vivientes iban a beber allí. Elizabeth encontró un sitio confortable para Crystal, algo alejado para que no espantara a ninguna de las criaturas que se acercaban volando, caminando o arrastrándose, y después buscó una roca cómoda en la que sentarse y dejar volar su alma.
La Laguna era suya, toda para ella. El acceso al bosque en la cima de la montaña estaba prohibido a todos excepto al señor y la señora Kinross, pero aun cuando un intruso pudiera llegar hasta allí, no encontraría jamás La Laguna. Estaba muy lejos río arriba y el camino hasta allí era muy intrincado.
Era imposible para los demás descifrar lo que Alexander pensaba. Había decidido, según creían los otros habitantes de la casa, establecer una relación cortés y civilizada con su esposa. Una relación que no fuera más allá de compartir la mesa y las charlas de sobremesa acerca de las minas, la época del año, algún proyecto nuevo de Alexander, lo que decían los diarios, la asunción de sir Parkes como jefe del conflictivo gobierno, o el ascenso del señor John Robertson a la categoría de Caballero Comendador de la Orden de Saint Michael y Saint George.
– Sir John Robertson… -dijo Elizabeth pensativa-. Me sorprende un poco la decisión de la Reina de nombrarlo caballero. No pertenece a la Iglesia anglicana y tiene mala reputación con las mujeres. Por lo general eso influye negativamente en la estima de la Reina por un hombre.
– Dudo de que esté al tanto de la forma en que trata a las mujeres -respondió secamente Alexander-. De todos modos no me sorprende que lo hayan nombrado caballero.
– ¿Por qué?
– Porque John Robertson ha dejado de ser útil para la política. Cuando eso sucede, se pide a la Reina que lo nombre caballero. Se podría decir que es una señal de que tiene que retirarse del ámbito electoral.
– ¿En serio?
– Oh, sí, querida mía. Seguramente habrás notado que los gobiernos pluralistas que vienen sucediéndose con tanta frecuencia carecen absolutamente de objetivos reales. Recuerda lo que te digo, Robertson se retirará muy pronto de la Asamblea Legislativa. Probablemente lo designarán para la Cámara alta de por vida y lo pondrán en el Consejo Ejecutivo. Parkes quedará como amo y señor de la Cámara baja -Alexander resopló-. ¡Puaj!
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