Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Como a los chinos paganos -dijo Elizabeth quedamente.

– Exacto. No cristianos.

– Pero a él le fue bien.

– Oh, sí. ¡Era muy bueno, Elizabeth! Estaba muy por encima de los… de los veterinarios que se hacían llamar parteros. Una vez le salvó la vida a una mujer de clase alta, muy importante, y a su bebé, y sus problemas se acabaron. Multitud de personas acudían a él, judíos y no judíos. Tenía sus métodos -dijo Margaret secamente.

– ¿Y tú, Margaret? ¿Naciste en Sydney? No tienes acento de aquí

– No, yo era matrona en el Bartholomew y allí lo conocí. Nos casamos y me vine con él. -Su rostro se iluminó-. ¡Es un gran lector, Elizabeth! Asimila cada nuevo descubrimiento y lo incorpora a sus técnicas obstétricas. Por ejemplo, no hace mucho leyó que el año una mujer en Italia sobrevivió a una cesárea. Así que en septiembre vamos a Italia a hablar con el cirujano, otro Edward, aunque, por supuesto, el doctor Porro lo pronuncia Eduardo. Si mi Edgard pudiera salvar mujeres y bebés practicando cesáreas, sería el hombre más feliz del mundo.

– ¿Qué pasó con sus padres?

– Vivieron lo suficiente para disfrutar de los frutos del éxito de Edward. Dios ha sido muy bueno.

– ¿Cuántos años tienen vuestros hijos? -preguntó Elizabeth.

– Ruth tiene casi treinta años, está casada con otro médico judío, y Simón está trabajando en Londres, en el hospital Bartholomew. Cuando termine empezará a trabajar con su padre.

– Estoy muy contenta de que estés aquí, Margaret.

– Yo también. Si no te molesta, me gustaría quedarme hasta que des a luz; luego regresaré a Sydney con Edward.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Elizabeth.

– Ni a Alexander ni a mí nos molesta que te quedes, Margaret.

Dos días más tarde, el estado de Elizabeth empeoró repentinamente. La eclampsia había vuelto junto con el inicio de un parto prematuro. Alexander envió un telegrama urgente a sir Edward, aunque sabía que no era posible que el obstetra llegara en menos de veinticuatro horas. La suerte de Elizabeth y del bebé estaba en manos de lady Wyler, que eligió a Ruby como su asistente principal. El mismo impulso que había llevado a sir Edward a visitar a Elizabeth en Kinross, lo había hecho empacar todo lo que su mujer podía necesitar en caso de que él no estuviera allí. De modo que Margaret Wyler tomó su lugar, administró a Elizabeth las inyecciones de sulfato de magnesio y logró controlar sus ataques. Entretanto, Ruby se ocupaba del nacimiento, gritándole preguntas a la matrona oficial y obedeciendo las órdenes que ella le daba.

En esta ocasión las convulsiones eran cada vez más frecuentes. Elizabeth estaba en medio de una cuando el bebé nació. La pequeña y delgada criatura estaba tan azul y congestionada que Margaret Wyler se vio obligada a dejar a Elizabeth en manos de Jade para ayudar a Ruby a tratar de reanimar a esta segunda niña. Trabajaron incesantemente durante cinco minutos dándole masajes y golpeando el frágil pecho del bebe hasta que finalmente jadeó, se agitó y comenzó a lloriquear débilmente. Entonces Margaret volvió a ocuparse de Elizabet pidiendo a Ruby que hiciera cuanto pudiera por la niña. Dos horas más tarde cesaron los ataques, aunque sólo temporalmente. Elizabeth todovía estaba viva y aún no había entrado en un coma terminal.

Las dos mujeres hicieron una pausa para beber una taza de té que les trajo Silken Flower con el rostro bañado en lágrimas.

– ¿Sobrevivirá? -preguntó Ruby, tan cansada que se hundió en una silla y escondió la cabeza entre las rodillas.

– Creo que sí. -Margaret Wyler se miró las manos-. No puedo dejar de temblar -dijo con la voz estremecida-. ¡Qué cosa tan terrible! Espero que nunca me vuelva a tocar una situación así. -Se volvió para mirar a Jade, que estaba junto a Elizabeth-. Jade, estuviste maravillosa. No lo hubiera logrado sin ti.

El rostro de la pequeña muchacha china se iluminó. Tenía los dedos apoyados en la muñeca de Elizabeth para sentir el pulso.

– Moriría por ella -dijo.

– ¿Tienes tiempo para examinar a la niña? -preguntó Ruby poniéndose de pie.

– Me parece que sí. Jade, si su situación cambia en lo más mínimo, grita. -Lady Wyler se dirigió hacia la cuna donde gemía la diminuta criatura. Su piel había pasado del morado del principio a una especie de color malva rosáceo-. Una niña -dijo quitando el lienzo en el que Ruby la había envuelto-. Ocho meses, tal vez un poco más. Tenemos que darle calor, pero no quiero que Elizabeth esté más caliente de lo que está. ¡Pearl! -gritó.

– Sí, señora.

– Haz que enciendan inmediatamente el hogar en la habitación del bebé y coloca un calentador debajo de alguna cama pequeña. Después pon a calentar un ladrillo y envuélvelo con muchos paños para que no queme. ¡Apresúrate!

Pearl se marchó a toda prisa.

– Jade -dijo Margaret Wyler retornando junto a Elizabeth-, apenas Pearl haya preparado la cama para la niña, quiero que la lleves a su habitación y la pongas allí. Mantenía abrigada, pero asegúrate de que la cama no esté demasiado caliente. Debes hacerte cargo de ella, yo no puedo dejar a Elizabeth, y la señorita Costevan tampoco. Cuida la lo mejor que puedas, y si se pone azul otra vez nos llamas. Nell tendrá que dormir en la habitación de Butterfly Wing, así que di a Pearl que traslade su cuna en cuanto lleves a la niña a su habitación.

En un abrir y cerrar de ojos todo parecía estar listo. Jade cambió de lugar con lady Wyler y fue hacia la cuna, donde Ruby cogió al bebé y se lo dio. Jade observó la pequeña cara agonizante llena de admiración.

– ¡Mi bebé! -susurró acunándola suavemente-. Ésta es mi bebé.

Y se marchó dejando que lady Wyler y Ruby se situaran a cada uno de los lados de la estrecha cama en la que habían colocado a Elizabeth al comenzarlas contracciones.

– Creo que está durmiendo -dijo Ruby mirando el rostro angustiado de la partera por encima de la forma inanimada que yacía en la cama.

– Yo también, Ruby, pero prepárate.

– No más hijos para Elizabeth -afirmó Ruby.

– Así es.

– Margaret, tú eres una mujer de mundo, ¿me equivoco? -preguntó Ruby, tratando de que la pregunta no sonara ofensiva-. Es decir has visto muchas cosas en tu vida. Estoy segura de que es así.

– Oh, desde luego, Ruby; a veces pienso que he visto demasiado.

– Yo, al menos, sí.

Después de este exordio, Ruby se quedó en silencio, sentada, mordiéndose el labio.

– Te aseguro que nada de lo que me digas me escandalizará, Ruby -dijo lady Wyler amablemente.

– No, no se trata de mí-dijo Ruby asumiendo su predisposición a escandalizar-. Es Elizabeth.

– Dime… Dímelo.

– Eh… el sexo -dijo bruscamente.

– ¿Me estás preguntando si ahora el sexo está prohibido para Elizabeth?

– Sí y no -respondió Ruby-, pero es un buen modo de empezar. Sabemos que Elizabeth no puede correr el riesgo de quedarse embarazada nuevamente. ¿Significa que también debe evitar tener relaciones sexuales?

Margaret Wyler frunció el entrecejo, cerró los ojos y suspiró.

– Desearía poder responderte, Ruby, pero no lo sé. Si ella pudiera estar segura de que el acto sexual no termina en un embarazo, entonces sí, podría llevar una vida matrimonial normal. Pero…

– ¡Sí, conozco todos los «peros»! -dijo Ruby-. Regentaba un burdel. ¿Quién conoce mejor que una madama los trucos para evitar los embarazos? Lavarse en el bidet, elegirlos días correctos del ciclo, que el hombre se retire antes de eyacular… Pero el problema es que, a veces, ninguno de los trucos sirve. También se puede tomar una dosis de cornezuelo del centeno a la sexta semana y rogar que la cosa funcione.

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