Supongo que estoy sintiendo lo que sentiría mi madre. ¡Qué gracioso! Una madre que se acostaba con su esposo. ¡Oh, cuánto desearía ver a Elizabeth feliz! Que pudiera encontrar un hombre a quien amar. Tiene que haber en algún lugar de este mundo un hombre al que ella pueda amar. Eso es lo único que quiere y necesita, convino en su fuero interno Ruby. No desea riquezas ni un alto nivel de vida, sólo un hombre a quien amar. Una cosa es segura: jamás amará a Alexander. ¡Qué desgracia para él! La herida a su inquebrantable orgullo escocés, el sabor de la derrota en una boca que no está acostumbrada a sentirlo. ¿Cómo suceden estas cosas? Damos vueltas y vueltas y vueltas, Alexander, Elizabeth y yo.
A la mañana siguiente, mientras subía para ir a ver a Elizabeth, pensaba en hablar con ella acerca del deterioro progresivo de su relación con Alexander, que según Ruby era la piedra fundamental de la enfermedad de Elizabeth. Eso no quería decir que su enfermedad fuera imaginaria. ¡No! Pero Ruby había tratado con mujeres de todo tipo durante más años de los que querría recordar. Cuando entró en la habitación de Elizabeth cambió de idea. Para hablar del tema tendría que ser capaz de mantenerse al margen, y no podía. Tal vez sería mejor que tratara de convencer a Elizabeth de que se comiera su almuerzo.
– ¿Cómo está Nell? -preguntó sentándose junto a su cama.
– No lo sé. Casi no la veo -respondió Elizabeth con voz llorosa.
– ¡Vamos, pequeña, mira el lado positivo! ¡Sólo faltan seis o siete semanas! Apenas esto termine te recuperarás.
Elizabeth esbozó una sonrisa.
– Soy un desastre, ¿verdad? Lo siento, Ruby. Tienes razón, me recuperaré, si sobrevivo. -Sacó de debajo de las sábanas una mano tan delgada que parecía una garra-. Eso es lo que me aterra, no sobrevivir a esto. No quiero morir, pero tengo el horrible presentimiento de que se acerca el final.
– Siempre hay finales que se acercan -dijo Ruby tomándole la mano y frotándosela suavemente-. Tú no estabas cuando Alexander nos mostró, a Charles, a Sung y a mí, la veta de oro que había encontrado en las entrañas de la montaña. Charles definió el hallazgo como apocalíptico. Ya sabes cómo es Charles, ésa es la clase de palabras que emplea. Si no hubiera elegido ésa, habría dicho catastrófico o alucinante. Pero a Alexander le gustó la palabra, dijo que la «apocalipsis», en griego, se usaba para designar acontecimientos colosales como el fin del mundo. Aunque cuando le escribí a Lee para contárselo, me dijo que, en realidad, significaba una revelación suprema, y eso que mi hijo todavía no estudiaba griego en ese momento. ¿No es increíble? De todos modos, Alexander pensó que el descubrimiento de esa mina de oro era un acontecimiento colosal y así fue como Apocalipsis obtuvo su nombre. Pero no fue el final de nada, ¿verdad? Fue más bien un comienzo. Apocalipsis ha cambiado todas las vidas que tocó. Si no existiera, no te hubiera mandado llamar, yo continuaría regentando el burdel; Sung todavía sería un chino pagano con grandes ideas; Charles, un inmigrante más, y Kinross un pueblo fantasma con sus riquezas minerales agotadas.
– El Apocalipsis es lo que los católicos llaman Revelación -dijo Elizabeth-, así que la definición de Lee es la correcta. La mina de oro de Alexander es una revelación suprema. Nos ha mostrado lo que realmente somos.
¡Bien, bien!, pensó Ruby. Está más animada que en las últimas semanas. Tal vez éste sea un modo sutil de excavar para llegar a la piedra fundamental.
– No sabía que era algo bíblico -dijo sonriendo-. No entiendo ni jota de religión, así que explícame.
– ¡Oh, yo conozco muy bien la Biblia! Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ¡si sabré de todo eso! En mi opinión, no hay nombre más acertado para la montaña de oro de Alexander. Revelación tras revelación de principios y finales. -La voz de Elizabeth adquirió un tono misterioso, sus ojos brillaban con fervor-. Hay cuatro jinetes que cabalgan, la Muerte en su caballo amarillo y otros tres, que somos Alexander, tú y yo. Porque eso es lo que estamos haciendo: «cabalgando» la mina Apocalipsis. Acabará conmigo, contigo y con Alexander. Ninguno de los tres es lo suficientemente joven para sobrevivir. Lo único que podemos hacer es cabalgar y, tal vez, cuando lleguemos al final, la mina, Apocalipsis, nos tragará y nos hará prisioneros.
¿Y qué hago yo con esta… esta profecía?, pensó Ruby. Lo que hizo fue resoplar y dar una pequeña palmada en la mano a Elizabeth.
– ¡Qué tontería! Te has vuelto un poco mística, como diría Alexander. -Un ruido en la puerta trajo la salvación; Ruby se volvió y sonrió alegremente-. ¡El almuerzo, Elizabeth! Te aseguro que estoy famélica y tú luces como si estuvieras montando sobre el caballo del Hambre, así que come.
– Oh, ya veo. Estabas disimulando, Ruby. Sí conocías a los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Ruby no tenía la menor idea de por qué a Elizabeth le había dado por hablar como un profeta, pero, a lo mejor, la piedra fundamental se había movido un poco. Elizabeth comió bien, logró mantener la comida en el estómago y después pudo acostarse en la cama junto a Nell y conversar con ella durante media hora. La niña no hizo ningún comentario sobre el hecho de que su madre estuviera recostada ni se mostró inquieta. Observaba el rostro de su madre con una expresión que según Ruby, si Nell hubiera sido mucho mayor, habría encerrado una compasión casi infinita. Quizás algunos escoceses sean místicos, pensó Ruby. Elizabeth y su hija tenían algo de fantástico. ¿Cómo se las ingeniaba un rudo mecánico como Alexander para sobrellevarlo?
Sir Edward Wyler volvió a visitar a Elizabeth en abril, un poco avergonzado. Lady Wyler lo acompañaba.
– Tenía un… un espacio libre en mi agenda -mintió- y como sabía que hoy había un tren que venía hacia Kinross, decidí acercarme a ver cómo estaba, señora Kinross.
– Elizabeth -dijo ella sonriéndole afectuosamente-. Llámeme Elizabeth todo el tiempo, no sólo cuando estoy muy mal. Lady Wyler, qué alegría verla. Por favor, dígame que el espacio libre en su agenda es lo suficientemente amplio para que se queden un par de días.
– Bueno, francamente, lady Wyler ha sufrido el caluroso verano de este año en Sydney. De hecho está bastante agotada, así que, si usted no tiene inconveniente, Elizabeth, ella quisiera quedarse unos días. Desgraciadamente, yo no puedo perder tiempo, de modo que solamente veré cómo están las cosas y tomaré el tren de regreso hoy mismo.
Sir Edward la encontró bastante bien, aunque demasiado delgada; le extrajo medio litro de sangre y se marchó.
– Ahora que se ha marchado -susurró lady Wyler en tono cómplice-, puede llamarme Margaret. Edward es un hombre muy afectuoso, pero desde que lo nombraron caballero, parece que caminara a un metro del suelo e insiste en llamarme lady Wyler. Creo que es una forma de demostrar que está orgulloso de su título. De pequeño era pobre, ¿sabe?, pero sus padres ahorraron y se sacrificaron para que estudiara medicina. Su padre tenía tres trabajos y su madre lavaba y planchaba por encargo.
– ¿Fue a la Universidad de Sydney? -preguntó Elizabeth.
– ¡Oh, no! No hay facultad de Medicina allí. Es más, cuando él tenía dieciocho años, ni siquiera había universidad en Sydney, así que tuvo que ir al hospital Saint Bartholomew, en Londres, que es el segundo hospital más antiguo del mundo, del año mil ciento y pico, creo. O tal vez ése es el más viejo, el hôtel Dieu, en París. En cualquier caso, el Bartholomew es muy antiguo. La obstetricia y la ginecología eran especialidades nuevas y cada vez que había que internar a una mujer parturienta, había una epidemia de fiebre puerperal. La mayor parte de las pacientes de Edward daban a luz en sus casas, así que solía correr de un callejón a otro con su maletín negro. Era horrible, pera fue una experiencia muy valiosa. Cuando volvió a su casa (había nacido en Sydney en mil ochocientos diecisiete), al principio le resulta difícil adaptarse. Verás, nosotros somos judíos y, por lo general, la gente tiende a menospreciar a los judíos.
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