Le tomó la mano y la besó suavemente.
– Como quieras. Gracias, Elizabeth. No podría haberte culpa si hubieses preferido enviar a Anna a un asilo, pero estoy muy contento de que no haya sido así.
A Ruby, la noticia de lo de Anna le cayó como una ducha de agua fría. Alexander esperó a que estuvieran sentados en la biblioteca fumando unos cigarros y bebiendo coñac añejo antes de mencionar lo su cedido. Había justificado la ausencia de Elizabeth diciendo que no se sentía del todo bien. Ella había percibido que había algún problema doméstico, porque conocía a Alexander mucho mejor de lo que su esposa jamás llegaría a conocerlo. La mirada particular en sus ojos y la expresión extraña en su rostro… Desde el nacimiento de Anna no había notado esos signos en él. Era como si se hubiera desprendido del fantasma de Elizabeth, como si la hubiera relegado a un rincón olvidado de su mente. Y ahora había vuelto.
La razón de su presencia se reveló cuando le contó lo de Anna, cómo lo había descubierto y cómo había reaccionado Elizabeth. Pero Ruby necesitó un largo trago de coñac antes de poder articular una respuesta.
– Oh, mi amor, mi amor, ¡lo siento muchísimo!
– No tanto como Elizabeth o yo. De todos modos, es así, no se puede cambiar ni ignorar. Elizabeth piensa, y yo estoy de acuerdo, que el daño se produjo en el momento del nacimiento. No tiene ninguna de las características físicas que muestra la mayoría de los niños retrasados, al contrario, es bella y bien proporcionada. Si está acostada en la cuna es imposible darse cuenta, a menos que uno la mire a los ojos. Como dijo Nell, dan vueltas para todos lados, sin dirección. Jade asegura que puede aprender cosas, pero que le lleva mucho, mucho tiempo enseñarle cosas simples; por ejemplo, comer de la cuchara.
– ¡Qué reservada es la pequeña perra! -dijo Ruby bebiendo otro sorbo de coñac-. Jade, digo -agregó cuando Alexander la miró con el entrecejo fruncido-. Ojo, no quiero decir que haberlo sabido antes hubiera ayudado. Elizabeth tiene razón, la niña no respiraba. De habérmelo imaginado siquiera, tal vez no habría insistido tanto en hacerla respirar; pero cómo iba a saberlo. Yo quería que la odisea de Elizabeth tuviera algún sentido y no que fuera por nada.
– Pero sí tuvo sentido, Ruby -dijo y le tomó con firmeza la mano-. Los antiguos griegos decían que la arrogancia de los hombres era un crimen contra los dioses y tenía que ser castigado. Yo me volví arrogante; demasiado éxito, demasiada riqueza, demasiado… poder. Anna es mi castigo.
– No había escuchado absolutamente nada de esto en el pueblo, y eso que Biddy Kelly la amamantó durante siete meses.
Alexander sonrió dejando ver sus brillantes dientes blancos.
– Porque Jade las sorprendió a ella y a Maggie Summers riéndose de la niña en la cocina, sacó su daga y les dijo que les iba a cortar la cabeza si hablaban. Y ellas la creyeron.
– ¡Bravo por Jade!
– Maggie Summers se va mañana. Ya se lo dije a Summers.
Ruby cambió de posición en la silla como si estuviera incómoda, y después tomó las manos de Alexander entre las suyas.
– Entonces ¿vas a tratar de mantener lo de Anna en secreto?
– Oh, no, ¡por supuesto que no! Sería como poner a la pequeña en una prisión. No es cuestión de vergüenza, Ruby. Al menos, yo no lo siento así, y creo que Elizabeth tampoco. Quiero que Anna pueda andar por donde quiera cuando aprenda a caminar, porque estoy seguro de que lo hará. Quiero que todo Kinross sepa que ni la riqueza ni los privilegios pueden mantener a una familia apartada de las tragedias.
– Aún no me has dicho cómo se siente Elizabeth de verdad. ¿Sabía que Anna era demente?
– No creo. Se había convencido a sí misma de que la niña era un poco lenta. ¡Un poco lenta! -Rió, pero no de felicidad-. Mi esposa ha estado demasiado ocupada adorando a esa maldita yegua como si fuera una diosa. La peina, la cepilla, la acaricia. ¿Qué es lo que les llama tanto la atención a las jóvenes de los caballos?
– El poder, Alexander. Músculos que se mueven bajo una piel hermosa. Sentirse dominada por el poder. Fue muy inteligente de tu parte darle una yegua; verle el pene a un semental hubiera sido demasiado.
– Como confidente dejas mucho que desear, Ruby. Podrías decir las cosas de un modo más amable para variar, ¿no?
– ¡Ja! -repuso Ruby jugueteando con los dedos de él-. ¿Que sentido tiene ser amable? -Se pasó a sus rodillas y apoyó la cabeza sobre el cabello de Alexander que, de repente, le pareció más gris- ¿Has logrado descubrir cómo funciona la mente de Elizabeth?
– En lo más mínimo.
– Está cambiada desde que nació Anna. Su relación conmigo es absolutamente superficial. Me invita a comer si Theodora está aquí, o a cenar cuando estás tú. No está tan dispuesta a intimar como antes. ¡Teníamos ciertas conversaciones! Hablábamos de todo y de nada. Ahora está en su propio mundo -dijo Ruby melancólicamente.
– Te necesito -dijo Alexander con la cara entre sus pechos-. Podría ir a Kinross más tarde esta noche, si me invitas.
– Siempre -respondió Ruby-. Siempre.
Bajó sola en el funicular contemplando la ciudad de Kinross iluminada con lámparas de gas. Parecía una lluvia de destellos verdosos. Los motores bufaban, el resplandor satánico de los faroles iluminaba los depósitos donde la mena de Apocalipsis se transformaba en oro y, a lo lejos, en la colina de Sung, las pagodas brillaban y la luna se elevaba hacia su cenit. Yo soy parte de esto, aunque nunca quise serlo, se dijo Ruby. ¡Qué horrible venganza inflige el amor! Si no fuera por Alexander Kinross, yo no sería más que lo que el destino hubiera querido que fuera: una mujer de dudosa reputación al borde de la expulsión, si no de la extinción.
Desde el día en que supo de la discapacidad de Anna, Elizabeth empezó a acudir a la iglesia. Pero no fue a la iglesia presbiteriana. El domingo siguiente se presentó en Saint Andrew, que pertenecía a la iglesia anglicana. Llevaba a Nell de la mano y a Anna en un cochecito que Jade empujó hasta la puerta del templo, donde se quedó esperando hasta que terminara el culto; una china diminuta tratando de hacerse invisible.
Sorprendido y encantado, el reverendo Peter Wilkins saludó a la primera dama de Kinross con la debida deferencia y se aseguró de informarle de que el banco del frente del lado derecho había estado siempre reservado para los habitantes de la casa Kinross. El pueblo era un hervidero de chismes, se comentaba que habían despedido al señor Summers, y circulaban rumores infundados de que algo andaba mal en la familia Kinross. Todo esto hizo que el pastor fuera aún más considerado.
– Gracias, señor Wilkins -dijo Elizabeth con serenidad-, pero yo preferiría sentarme en uno de los bancos de atrás. Mi hija más pequeña, Anna, es bastante retrasada mentalmente, así que quisiera estar en un sitio desde el que me fuera fácil retirarme si ella no está bien.
Y así fue. La ciudad de Kinross se enteró de que Anna era demente de un modo que no dio lugar a habladurías, frustrando completamente los planes de Maggie Summers.
La conversación que Elizabeth mantuvo con Jade no había sido agresiva; después de muchas lágrimas las dos mujeres resolvieron amigablemente compartir el cuidado de Anna, así Jade podía descansar y Elizabeth no se privaba ni de Crystal ni de La Laguna. La expedición a la iglesia fue el inicio de un nuevo régimen en la casa Kinross, una declaración pública de la discapacidad de Anna y una notificación de que, ahora que había recuperado la salud, la señora Kinross no era tan atea como su marido. ¡Gloria a Dios!
Quizás esa gloria se hubiera ensombrecido un poco si alguno de los fieles hubiera visto lo primero que había hecho Elizabeth después de finalizado el culto. Fue a almorzar al hotel Kinross con Ruby, quien le dio una calurosa bienvenida, la besó y la abrazó.
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